Recuerdos.

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Prue continuaba llorando en la misma vieja silla desde que Patíbulo se marchó sin siquiera mirarla.

Le había dejado un viejo macuto con algunas cosas junto a la puerta, quizá a modo de recordatorio de que él no sería clemente: no permitiría que Prue se quedara ni un día más en su casa. Así lo había querido Elizabeth.

Prue lloró. No sabía qué más hacer. Llorar como una niña pequeña. ¿Iba eso a solucionar algo? No, pero ¿qué más podía hacer?

No tenía a nadie. ¿Había tenido alguna vez a alguien?

Tuvo a su padre, hasta que se convirtió en un fantasma que pasaba los días merodeando la tumba de su madre. Tuvo a Edgar, que eligió al mar antes que a ella. No le culpaba. ¿Cómo podría culpar a un muerto?

Se secó las lágrimas de la cara con el dorso de la mano.

Tenía a Martha, que se había convertido en su hermana. Tenía al verdugo, que le había enseñado a pelear. Tenía a Wilda, incluso a Alfred, que se habían convertido en sus amigos.

Y pronto los iba a perder a todos. Así lo había querido Elizabeth.

¿Cómo se podía ser tan cruel?

Prue se levantó con dificultad de la silla, agarró el macuto que Patíbulo había preparado para ella y se marchó de la casa sin despedirse ni de Alfred ni de su hermana. Al fin y al cabo, ellos no tenían por qué cargar con su debilidad.

Siguió el camino sin dirigirse a ningún sitio en particular. Trató de concentrarse en el sonido de sus pies contra la tierra, en como la pesada falda le rozaba las piernas, en el viento en la cara.

Trató de ignorar las lágrimas que aún se deslizaban desde sus ojos, sin tregua, una tras otra.

Quizá era un castigo. Claro que lo era. ¿Cómo podía haber sido tan mala hija? Había abandonado a su padre cuando más lo necesitaba.

Recordaba el tiempo en el que su padre todavía era un hombre. Recordaba los juegos en la playa, los cuentos sobre el mar, las enseñanzas. Recordaba, con dolor, como su padre había comenzado a congelarse por dentro.

Tal vez ya estaba congelado antes, y simplemente había conseguido ocultarlo.

Quería culpar a su padre. Le gustaría haber tenido el valor suficiente como para gritarle que espabilara, que despertara y se ocupara de su hija.

Ella nunca había conocido a su madre, a Sophia. Había escuchado cosas de la gente. Cosas como lo bonita que era Sophia, lo ancha que era su sonrisa y lo que se pronunciaba su ceño si se enfadaba.

Había visto en lo encorvados que tenía su padre los hombros lo mucho que la extrañaba. Habían visitado su tumba, humilde y cubierta de musgo, muchas veces.

Sí, muchas veces censuró la actitud descuidada de su padre.

Hasta que sintió en sus propias carnes lo que era perder a un ser querido, a tu alma gemela.

Apretó los puños y caminó más rápido, como si con eso pudiera alejarse de los recuerdos dolorosos, del rostro sonriente de Edgar y de sus brillantes ojos verdes.

Las lágrimas cayeron con más fuerza, y Prue corrió al bosque. El sonido de la tierra contra las botas cambió a ser el de las ramas y las hojas aplastadas.

Dolía.

Los recuerdos siempre le hacían daño. Le golpeaban, sin piedad, y aunque ella no quisiera le hacían mella, le destrozaban por dentro.

Tropezó, y terminó de rodillas sobre los helechos mojados por el rocío. Se rompió.

Sollozó con fuerza, gritó hasta desgañitarse, hasta sentir que se vaciaba por dentro.

Las lágrimas de la bruja. #PNovel #BubbleGum2017 #Wattys2018Where stories live. Discover now