Ejecución.

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Empezaba a clarear, pero la plaza ya estaba llena de gente. Aquí y allá se concentraban grupos de personas que hablaban animadamente. Los niños y las niñas corrían de un lado a otro, gritando y dando rienda suelta a su felicidad infantil. Las mujeres se encontraban alejadas. Las más mayores se quejaban sobre las tareas del hogar, compartían secretos culinarios o hablaban de las vecinas que no se hallaban presentes y, de vez en cuando, vigilaban a sus hijos o nietos. Las jóvenes hablaban de hombres y, al igual que sus mayores, de aquellas compañeras que no estaban allí.

Los hombres estaban junto al cadalso; los mayores hablaban sobre mujeres, sobre trabajo o sobre lo que ocurriría a continuación. Los jóvenes hacían apuestas estúpidas para averiguar quién era el más listo, el más rápido, el más fuerte... simplemente, el más.

Alexander Patíbulo llego a la plaza con pasos largos y lentos. En realidad, no se apellidaba de ese modo pero, debido a su trabajo, la gente empezó a llamarle así, y ya nadie recordaba su verdadero nombre. Para muchos era, simplemente, Patíbulo.

No fue a unirse a ningún grupo, ni al de chicos jóvenes ni al de hombres. Se sentó en la hierba con las piernas cruzadas y dirigió una mirada a la muchedumbre que reía (y, en algunos casos, cantaba, enardecida por el alcohol). Sin embargo, Alexander pudo adivinar que era una falsa alegría, pues en sus ojos era visible el miedo. Después de varios años en su trabajo, había aprendido a leer los verdaderos sentimientos de la gente. El odio, el miedo, la desesperación... todo eso él podía leerlo en los ojos de la gente como si se trataran de palabras en un libro.

Un niño y una niña pasaron junto al chico, cortando el hilo de sus pensamientos. Eran los hijos de la panadera. La niña, rubia, de unos cinco años, le miro fijamente con sus grandes ojos de color miel y, tras un momento de vacilación, se echó a llorar.

Patíbulo se levanto, en silencio, y se dirigió a la zona más apartada de la plaza. Siempre provocaba esa reacción en los niños pequeños. Lo miraban, durante un momento, y, luego, lloraban. Como si llevara la muerte encima.

Y es que, de algún modo, así era.

Las personas adultas no eran tan escandalosas como los niños ante su presencia. Cuando él se acercaba los demás callaban, le lanzaban miradas hostiles y susurraban palabras hirientes. Pensaban que él no se daba cuenta, pero lo hacía.

Sin embargo, no le importaba. Hacía mucho que se había cubierto de la más absoluta indeferencia.

La gente empezó a callar al oír el sonido de los cascos a lo lejos. Las conversaciones se fueron apagando, conforme el carro se acercaba. Iba tirado por dos caballos negros, autenticas bellezas, muy caras.

El carro paró, y de la parte de atrás fueron bajando, una a una, cinco mujeres atadas unas a otras. Patíbulo se levantó y se acerco a ellas.

La gente comenzó a abuchearlas y a lanzarles hortalizas.

El chico les indicó el camino al cadalso, y las acompañó, sujetando por los hombros a la primera, para evitar que cayera. Las hortalizas llovían por todas partes, y él soltó una maldición entre dientes cuando una enorme col le pasó rozando la mejilla. Ayudó a las cinco mujeres a subir, y las colocó detrás de unas enormes y gruesas sogas, luego se apartó

El magistrado, vestido de la elegante manera que exigía su puesto, se colocó delante de las cinco mujeres.

-¡Dorothea Martin, Elwira Thomson, Julia Smith, Sarah Norrinton y Rebecca Corwell!- dijo con una voz sorprendentemente aflautada.- ¡Habéis sido juzgadas por el tribunal, y habéis sido encontradas culpables del espantoso crimen de brujería, que, debido a su gravedad, está condenado con la muerte! ¿Alguna de vosotras desea confesar y nombrar a sus cómplices? Es vuestro deber ayudar a la comunidad en la tarea de limpiar el mal de esta tierra plagada de pecado.

Las lágrimas de la bruja. #PNovel #BubbleGum2017 #Wattys2018Where stories live. Discover now