Embriaguez.

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Alexander Patíbulo entró en su casa y cerró la puerta empujándola con un pie. Suspiró, y se encaminó al salón, donde se dejó caer en uno de los viejos sillones de piel.

Había tenido que ir a un juicio de brujería. Normalmente, él se saltaba aquel aburrido tramite (que casi siempre acababa con una o dos mujeres culpables y otras tantas acusadas de cómplices). Sin embargo, aquel día, una de las criadas del magistrado se había presentado en su casa al alba llevando una citación (que era más una orden) para acudir aquella misma mañana al juicio. Patíbulo había arqueado una ceja en una pregunta muda para aquella mujer.

-El señor Peterson insistió en que se sentiría muy halagado si usted viniera al juicio. No sé más.

Una orden escondida tras un puñado de palabras educadas.

La criada sólo se marchó cuando Patíbulo confirmó su asistencia.

Patíbulo se quitó las botas, y se pasó una mano por el cabello azabache, que ya necesitaba un corte.

Todos los años, cuando el frío de comienzos de primavera dejaba paso al calor que anunciaba la época estival, parecía haber un crecimiento exponencial en las acusaciones por brujería. Parecía que cuando la gente ya no debía preocuparse por qué se llevaría a la boca durante el frío invierno o por si su casa aguantaría el peso de las nevadas, salía de sus casas y apuntaba con el dedo a la primera persona que le produjera la más mínima aversión.

Aquel día, el juicio era contra cuatro hermanas. Él apenas había prestado atención a las declaraciones de los testigos, a cada cual más estúpida. Se había quedado sentado en su lugar, con las piernas estiradas y los brazos cruzados, pensando en si le quedaba comida suficiente para pasar la semana. Justo entonces, una de las hermanas se giró hacia a él.

Tenía la frente ancha y los ojos, enrojecidos, cargados de miedo. El pelo castaño enredado y sucio se le metió en la cara cuando se puso de rodillas en su dirección y alzó las manos, suplicándole ayuda.

Patíbulo no respondió. Descruzó los brazos y se sentó recto en su silla, mirándola fija mente. Otra de las hermanas (la mayor, tal vez) que compartía con ella el mismo pelo y la misma frente, pero cuyos ojos estaban cargados de resignación, se agachó junto a ella.

-Levanta, él no nos ayudará.

La que estaba de rodillas volvió a suplicar, con la voz pegajosa por las lágrimas.

-Por favor. No quiero morir.

Patíbulo se levantó. Miró al magistrado, tras la enorme mesa en la que había juzgado erróneamente a aquellas pobres hermanas. Él le devolvió una mirada, a medio camino entre una orden y un sentimiento de culpa. "Alguien tiene que hacerlo y tú debes permaneces en el juicio mientras las condeno a muerte".

La hermana mayor seguía intentando que la otra se levantara. Cuando la cogió del brazo para tirar de ella, Patíbulo descubrió las marcas rojas que alrededor de sus muñecas habían dejado las esposas.

-Levanta, él no nos ayudará –repitió-. Sólo es el que blande el hacha –dijo, con las palabras cargadas de intención.

Quizá aquello le hubiera dolido en otra época. En ese momento, sin embargo, aquella frase sólo consiguió reafirmar su idea de que debía largarse de allí. Inclino la cabeza ante el magistrado, rígido, de pronto, al ver que Patíbulo no obedecería y se marcharía a su casa.

Probablemente el día de la prueba (o de la ejecución, si el magistrado encontraba que las pruebas que había contra aquellas hermanas eran más que suficientes para determinar que eran brujas) el magistrado John Peterson lo llamará para hablar con él a solas antes de que comenzara el proceso. Le echaría la bronca ("¿Cómo se atreve, Alexander? Yo soy su jefe, yo"), trataría de convencerlo de la legitimidad de aquello ("son brujas, muchacho, brujas. Nos matarían a todos si pudieran"), y finalizaría dándole una palmada en la espalda y diciéndole alguna patraña que sonara paternal ("ya sabe que yo sólo quiero lo mejor para usted, muchacho, y para todos").

Las lágrimas de la bruja. #PNovel #BubbleGum2017 #Wattys2018Where stories live. Discover now