XXXI

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un huracán disfrazado.

Sei Ah se preguntaba cuánto tiempo más tendría que seguir con aquella farsa.

Mentirles a sus padres no era un chiste, de hecho le significaba un estrés constante del cual no podía escapar y es que en su propia casa hasta la manera en la cual te vestías importaba. Siempre tenía que procurar no causar impresiones equivocadas, por eso ni siquiera podía salir a entrenar tranquila sin tener que preocuparse por cosas estúpidas como la apariencia. Después de todo, desde pequeña había sido educada con los más altos y refinados modales que toda una dama debería poseer y aunque desde su punto de vista siempre fue algo excesivo e innecesario, no podía abandonar todo lo que le habían enseñado con la esperanza de que fuera alguien impecable... También formaba parte de toda una cadena de regalos dados por la vida que no sería capaz de despreciar jamás.

Sus padres eran el tesoro más preciado que tenía y había recibido, ¿cómo podría quitarles semejante orgullo?

Después de correr sus kilómetros diarios volvió a casa arrastrando los pies. Todo lo que pensaba era en serio, pero no podía evitar sentir un peso de responsabilidad enorme cada vez que cruzaba aquellas puertas, era como si su espíritu salvaje e indomable se consumiera un poquito más cada día. Entró por la puerta trasera como de costumbre cuando no quería que la descubrieran, subió a la velocidad de la luz las escaleras y se metió dentro del cuarto de baño. Bajo una agradable ducha caliente los problemas jamás se veían tan graves como parecían, al menos no para ella, deseaba quedarse allí dentro toda la eternidad. Pasó hacia su habitación con sigilo, procurando ocultar su inadecuada ropa de deporte, por suerte ninguno de sus padres rondaba por aquella planta así que pudo respirar por primera vez desde que salió.

Frente al enorme espejo secó su largo cabello negro y luego lo cepilló con cuidado, rebuscó dentro de su armario el atuendo indicado y se atavió con cuidado, cuando volvió a verse consideró que se veía lo suficientemente delicada y femenina como para presentarse ante ellos. Personalmente no le gustaban los pantalones formales y las blusas sueltas de colores tan claros como ese rosado, pero no le quedaba otra opción. Antes de bajar se hizo una cola de caballo alta y usó los aretes con diamantes pequeños que su madre le había regalado cuando cumplió quince años. Tenía que aceptar que esos sí le gustaban mucho.

-¡Sei Ahnnie!- Escuchó el llamado. -¡A cenar, cariño!

A la primera que se cruzó fue a su madre que no hizo esperar sus usuales muestras de amor excesivo. Lo primero que hizo fue apretujarle las mejillas y llenárselas de besos, era bastante más alta que ella así que tenía que ponerse de puntillas, algo que siempre se le había hecho bastante adorable a decir verdad. Su padre estaba leyendo algo en su tableta electrónica y le sonrió con ternura cuando se sentó a su lado.

-¿Cómo estás, princesa?

-Muy bien, appa.- Le regaló una pequeña sonrisa.

-¿Muy bien? ¡Has estado encerrada todo el día!- Dijo su madre al sentarse junto a ellos para comenzar a comer. -¿Qué hacías allí arriba?

-Hum... Estudiaba, salí un rato a tomar aire y volví.- Explicó en un tono de voz suave y recatado.

La cena trascurrió entre charla casual sobre lo ocurrido durante el día y el sonido de los cubiertos; Sei procuró no olvidar nada de lo que tenía aprendido acerca de modales en la mesa, sus codos estuvieron pegados a los lados de su cuerpo y su espalda perfectamente erguida, comió pequeños bocados y nunca llenó su plato, limpió su boca antes y después de beber de su vaso. Perfecto.

-Tenemos una buena noticia para ti, Sei.- Oyó la voz de su padre.

Abrió los ojos y casi se atraganta porque había estado súper concentrada en su imagen y eso la tomó por sorpresa. Los miró con curiosidad.

La octava nube (ChenMin)Where stories live. Discover now