Capítulo 02: Él era felicidad.

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Peligro: no sé trepar árboles. Es decir, si sé, pero nunca me animaba. Tenía la estúpida idea de que el árbol no iba a poder soportar mi peso. Y de hecho, sentía que las ramas se derretían debajo de mi. Por eso, mientras todos trepaban árboles y jugaban a quien subía más alto, yo quedaba afuera. Abajo. Con las hormigas y los seres humanos arriba. El tema es que después se cansaron de trepar y caminamos todos juntos entre los árboles, arrancando hojitas. Me sentía bien. Todos estábamos abajo. Cuando de repente a Felípe se le ocurre hacer un comentario filoso. ¿Ya les dije que me gustaba Felípe? Por eso cuando me miró y abrió la boca, mi corazón se empezó a mover con más ganas (además que estaba caminando a una velocidad considerable para mis 64 kilos de grasa). Felípe me miró y me dijo: "Y pensar que cuando eramos chiquitos eras la más linda. Eras hermosa". Yo me sonrojé y dije bajito: "Gracias". Entonces Felípe prosiguió: "¡Cómo cambia la gente! ¿No?"

Mi mundo se disolvió. Esperé unos cuantos minutos antes de ponerme a llorar. Esperé estar sola, claro. Quizá, si alguna vez, después de escribir vez esto me cruzara con Rebeca o con Felípe o alguno de los otros me dirían que no recuerdan estas anécdotas. Así es el humano: subjetivo y con memoria selectiva.

Y siguiendo con mis traumas, recuerdo a mis padres. No es que nunca me hayan apoyado, nada que ver. Siempre estuvieron dispuestos a ayudarme y cumplirme los caprichos. Soy la perfecta caracterización de la hija única de padres de clase media alta, estadounidense. Nací en España pero me crié en Estados Unidos, con descendencia alemana y española.

Bueno, hija única fui hasta los siete años, cuando se le ocurrió nacer a mi hermano. En fin, la cosa es que nunca dejé de ser hija única, no porque mi hermano no existiera, sino porque yo siempre tuve diferentes necesidades. Me llevo siete años con mi hermano, es decir: nuestras necesidades eran diferentes, pero seguía teniendo caprichos de hija única.

Escena 3

Noche, comedor diario. Sentados a la mesa, mis progenitores, mi hermano y yo. Trece años tenía en ese entonces y seguía pesando 64 kilos, claro.

—Deja la mayonesa -dijo papá.

—¿Por qué? -pregunté inocentemente.

—Porque engorda mucho -me contestó.

En aquel momento mi mente infantil no me dejó leer entre lineas, pero el episodio fue lo suficientemente perturbador para que cuatro años después lo siga recordando. Mi papá me estaba diciendo que estaba gorda, pero como siempre, en mi casa las cosas no se dicen directamente.

Aquella noche no dejé la mayonesa, pero tampoco dejé de pensar en la cara de mi mamá mirando comer casi con asco y en por qué ella usualmente comía ensalada. Lo que nunca cuestioné era por qué ella era esquelética y yo obesa.
No lo tenía en cuenta, yo estaba bien. Mis padres me decían que tenía que comer y que no. Se empezaron a preocupar por mi aspecto físico pero jamás se preocuparon porque yo no tenía amigas, porque leía demasiado, porque no recibía llamadas telefónicas ni quería festejar mi cumpleaños. Esas cosas no parecían interesarles y se escuchaban con la siguiente frase: "Es una nena especial".


Y eso fue lo que le conté a Abraham cuando me preguntó sobre mi. Habíamos salido a tomar algo esa noche. Yo estaba sentada  frente a él en la gran mesa en la que nos hallábamos.

Yo, observando como disgustaba (¿no le gustaba?) su helado, levantó la mirada y volvió a conectar sus ojos con los mios, me mira, y no sé porque lo hace es como... Como si intentará descubrir algo, no sé si creerá en eso de que las miradas hablan, su mirada no es fría, ni intimida. De hecho, es dulce y curiosa, me sonrió... Me sonrió, y sentí ganas de llorar, de abrazarlo y llorar.

—Po... Por... ¿p-porqué me miras... Así? -tartamudeo.

—¿Así cómo...? -susurró relamiéndose los la labios, lo que me puso más nerviosa.

—Así...

—¿Quién eres? -me interrumpió.

—¿Qué? -dije, levantando la mirada.

—¿Por qué me llamas tanto la atención? ¿qué tienes? -susurró.

—No sé, dime tú...

—Mirame -ordenó.

Y así hice, lo miré a los ojos y aunque eran cafés en ellos vi colores que nunca había visto antes, vi felicidad, no sé como pude reconocer algo que yo no conocía, pero así lo sentí, sentí que él era felicidad...

Apreté los párpados tratando de reprimir las lágrimas que intentaban escarpar, no podía llorar, él no podía generar esto. Me puse de pie con la intención de irme, de salir de allí, ya estaba llorando y no dejaría que me viera así.

—¡Espera! -dijo, tomando mi muñeca- no te vayas...

—Debo... Debo irme -hablé intentado zafarme de su agarre.

—Dame una razón, solo una y te dejaré en paz -condicionó.

—Yo... No puedo estar aquí, tú.. tú... eres.. -balbuceo.

—¿Qué? ¿soy qué? -insistió, tomando mis manos.

—No te conviene estar cerca de mi... -susurré bajando la mirada.

—¿Por qué? -insistió, tomando mis manos con firmeza.

Y ahí fue cuando llore, no pude más solo me deje llevar por el momento, no me importaba que me viera ni que eso generará más preguntas de su parte, solo llore, necesitaba hacerlo. Me. abrazó, gesto que me sorprendió, dejó que mi cabeza repose sobre su hombro y que me rostro de hunda en su cuello, accedí a su abrazo al cual antes ni me inmutaba y enrede mis brazos por su cintura.

—Puedes confiar en mi... -susurró a mi oído.

Continuará...

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