52. Leo Valdez

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Cuando la vista se le comenzó a aclarar, Leo distinguió un borroso rostro bronceado, el rostro de alguien que pasaría el día entero en la playa surfiando, enmarcado por mechones azabaches rizados algo cortos. La reconocía sin problemas, después de todo ella le había salvado la vida un par de veces el invierno anterior.

—Genial Percy, ya lo mataste —escuchó que alguien bufaba. A pesar de oírse lejano, pudo distinguir que era Grover.

—En mi defensa, él atacó a los romanos y casi hace que nos maten a todos —Percy contraatacó.

—Nadie mató a nadie. —Cassidy los calló a ambos—. ¿Estás bien, Leo?

Él se levantó, con el mundo dando vuelta, y deseó cambiar lo que había ocurrido.

—Dinos que ocurrió —Cassidy se cruzó de brazos, esperando una buena explicación. Cuando habían debatido quiénes irían y tanto Grover como Hedge habían pedido paricipar en la misión, Cassidy había previsto que algo como esto podría ocurrir si el entrenador estaba presente, por eso escogió a Grover quien era más precavido, además de que tenía el único interés de permanecer pegado a ella y Annabeth y encontrar a Percy.

No esperaba que esto ocurriera con Leo, de entre todos los semidioses. Así que escuchó atenta mientras él se los contaba todo.

Leo deseaba poder inventar una máquina del tiempo. Retrocedería dos horas y desharía lo que había ocurrido. Eso o inventar una máquina abofeteadora para castigarse a sí mismo, aunque dudaba que le doliera tanto como la mirada que Annabeth le estaba lanzando.

—Otra vez —dijo Annabeth—. ¿Qué ha pasado exactamente?

Leo se dejó caer contra el mástil. Tenía la cabeza a punto de estallar debido al golpe que se había dado contra la cubierta. A su alrededor, su precioso nuevo barco estaba hecho un desastre. Las ballestas de popa eran montones de astillas. El trinquete estaba destrozado. La antena parabólica que permitía conectarse a internet a bordo y ver la televisión había volado en pedazos; el dragón de bronce que hacía de mascarón de proa, Festo, tosía y expulsaba humo como si se hubiera tragado una bola de pelo. Y por los crujidos que se oían en el lado de babor, Leo supo que algunos remos aéreos se habían desalineado o se habían partido del todo, lo que explicaba por qué el barco se escoraba y se sacudía en el aire, y por qué el motor resollaba como un tren de vapor asmático.

Contuvo un sollozo—. No lo sé. Tengo un recuerdo borroso.

Lo estaban mirando demasiadas personas: Annabeth y Cassidy (Leo detestaba cabrearlas; esas chicas le daban miedo, aunque conocía mejor las reacciones de la segunda que de la primera), Grover con sus brazos cruzados y sus patas peludas golpeteando el suelo de la cubierta y el recién llegado, Frank.

Los recuerdos de Leo eran vagos, pero mientras había estado semiconsciente, estaba seguro de que había visto un dragón posarse en el barco: un dragón que se había transformado en Frank.

Annabeth se cruzó de brazos—. ¿Quieres decir que no te acuerdas?

—Yo… —Leo se sentía como si estuviera intentando tragarse una canica—. Me acuerdo, pero es como si hubiera estado viéndome a mí mismo hacer cosas. No podía controlarlo.

Cassidy dejó caer los brazos frustrada a los lados de su cuerpo—. Es una posesión.

Annabeth, Grover y Cassidy cruzaron una mirada, una especie de lenguaje silencioso que sólo ellos tres parecían tener. Leo se preguntó si era producto de tantos años de amistad y trabajo duro, pues era como si todos ellos se hubieran fusionado en uno mismo.

—Tal vez —soltó finalmente Cassidy, encogiéndose de hombros.

—¿Pero eso es posible? —Grover levantó sus cejas.

Cassidy Jackson y los Héroes del OlimpoWhere stories live. Discover now