45. Percy Jackson

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A la mañana siguiente, tras un rápido desayuno, Reyna y Octavian encabezaron la procesión de senadores fuera del campamento, mientras los galgos metálicos de Reyna corrían de un lado al otro por el camino. Hazel, Frank y Percy iban detrás. Percy se fijó en que Nico di Angelo se encontraba en el grupo. Iba vestido con una toga negra y hablaba con Gwen, quien estaba un poco pálida pero sorprendentemente guapa considerando que se había muerto la noche anterior. Nico saludó con la mano a Percy y retomó su conversación, lo que confirmó definitivamente a Percy que el hermano de Hazel intentaba evitarlo.

Dakota avanzaba dando traspiés con su túnica con salpicaduras rojas. Muchos otros senadores mayores también parecían tener problemas con sus togas, se levantaban el dobladillo y trataban de evitar que la tela les resbalara de los hombros. Percy se alegraba de llevar una camiseta de manga corta morada y unos tejanos corrientes.

—¿Cómo podían moverse los romanos con esas cosas? —preguntó.

—Solo eran para ocasiones señaladas —dijo Hazel—. Como los esmóquines. Apuesto a que los romanos odiaban las togas tanto como nosotros. Por cierto, no habrás traído ningún arma, ¿verdad?

Percy se llevó la mano al bolsillo, donde siempre estaba su bolígrafo.

—¿Por qué? ¿No debemos llevar?

—No se permiten armas dentro de la línea del pomerio —dijo ella.

—¿La línea del qué?

—Del pomerio —dijo Frank—. Los límites de la ciudad. El interior es una «zona segura», sagrada. Las legiones no pueden desfilar por ella. No se permiten armas. El objetivo es que no corra sangre en las sesiones del senado.

—¿Como cuando Julio César fue asesinado? —preguntó Percy.

Frank asintió con la cabeza—. No te preocupes. Hace meses que no pasa algo así.

Percy esperaba que estuviera bromeando.

A medida que se acercaban a la ciudad, Percy pudo apreciar lo bonita que era. Los tejados y las cúpulas doradas brillaban al sol. Los jardines de madreselva y rosas estaban en flor. La plaza central, adoquinada con piedra blanca y gris, estaba decorada con estatuas, fuentes y columnas doradas. En los barrios de los alrededores había calles con adoquines bordeadas de residencias urbanas recién pintadas, tiendas, cafés y parques. A lo lejos se alzaban el coliseo y el hipódromo.

Percy no se dio cuenta de que habían llegado a los límites de la ciudad hasta que los senadores situados delante de él empezaron a reducir la marcha.

Al lado del camino había una estatua de mármol blanco: un hombre musculoso de tamaño natural con el cabello rizado, sin brazos y con una expresión de enfado. Tal vez parecía enojado porque solo había sido esculpido de cintura para arriba. Por debajo, no era más que un gran bloque de mármol.

—¡En fila india, por favor! —dijo la estatua—. Preparen su identificación.

Percy miró a la izquierda y a la derecha. No se había fijado antes, pero una hilera de estatuas idénticas rodeaban la ciudad a intervalos de unos cien metros. Los senadores pasaron sin problemas. La estatua comprobó los tatuajes de sus antebrazos y llamó a cada senador por su nombre.

—Gwendolyn, senadora, Quinta Cohorte, sí. Nico di Angelo, embajador de Plutón, muy bien. Reyna, pretora, claro. Hank, senador, Tercera Cohorte… ¡Oh, bonitos zapatos, Hank! Vaya, ¿a quién tenemos aquí?

Hazel, Frank y Percy eran los últimos.

—Término —dijo Hazel—, este es Percy Jackson. Percy, este es Término, el dios de los límites.

Cassidy Jackson y los Héroes del OlimpoWo Geschichten leben. Entdecke jetzt