11. Leo Valdez

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Leo se marchó después de la transformación de Piper. Cierto, estaba impresionante y tal, pero él tenía problemas de los que ocuparse. Se escabulló del anfiteatro y se internó corriendo en la oscuridad, preguntándose dónde se había metido.

Se había levantado ante un grupo de semidioses más fuertes y más valientes y se había ofrecido voluntario para una misión que seguramente lo llevaría al otro barrio. ¡Ni siquiera esa chica ruda, mucho más alta, musculosa y hermosa, parecía particularmente entusiasmada por participar en la misión! Y esa chica sí que daba miedo (a Leo le encantaba).

No había comentado tampoco que había visto a la tía Callida, su antigua niñera. Pero tan pronto como se había enterado de la visión de Jason, con la dama del vestido y el chal negros, había comprendido que era la misma mujer. La tía Callida era Hera. Su malvada niñera era la reina de los dioses. Cosas así podían freír el cerebro a cualquiera.

Se dirigió al bosque y procuró no pensar en su infancia: todos los despropósitos que habían desembocado en la muerte de su madre. Pero no pudo evitarlo. Pronto se vio envuelto en los horribles recuerdos del turbulento pasado, casi sintiendo el aroma a humo en sus fosas nasales y viendo la tierra acumularse frente a él en un remolino, aunque sabía que sólo sería producto de su imaginación traicionera.

Pero cuando los recuerdos (sobre la tía Callida y la muerte de su madre) lo abandonaron, Leo simplemente murmuró—: Créame, señora, me acuerdo perfectamente de esa noche. Y sea quien sea, voy a machacarla al estilo de Leo.

Respiró hondo y se internó en el bosque.

* * *

El bosque no se parecía a ningún lugar que hubiera visto antes. Leo se había criado en un bloque de pisos del norte de Houston. Las cosas más salvajes que había visto habían sido la serpiente cascabel del prado y su tía Rosa en camisón, hasta que lo mandaron a la Escuela del Monte.

Incluso allí, el colegio estaba en el desierto. No había árboles con raíces nudosas con las que tropezar. Ni arroyos en los que caerse. Ni ramas que proyectaran sombras oscuras y espeluznantes, ni búhos que lo miraran con sus grandes ojos reflectantes. Aquello era la dimensión desconocida.

Avanzó dando traspiés hasta que creyó que nadie podía verlo desde las cabañas o de ningún otro sitio. Entonces invocó el fuego. Las llamas empezaron a danzar por las puntas de sus dedos, arrojando suficiente luz para permitir la visión. No había intentado mantener fuego encendido de forma continua desde que tenía cinco años, en la mesa de picnic. Desde la muerte de su madre, había estado demasiado asustado para intentar algo. Incluso aquel pequeño fuego le hacía sentirse culpable.

Siguió andando, buscando indicios típicos de dragón: huellas gigantescas, árboles pisoteados, franjas de bosque incendiado. Algo tan grande no podía precisamente escabullirse, ¿no? Pero no vio nada. En una ocasión creyó apreciar una silueta grande y peluda parecida a un lobo o un oso, pero la criatura no se acercó al fuego de Leo, lo cual le pareció bien.

Entonces, al fondo de un claro, vio la primera trampa: un cráter de treinta metros de ancho rodeado de cantos rodados.

Leo tuvo que reconocer que era muy ingeniosa. En el centro de la depresión había un tanque metálico del tamaño de una bañera lleno de un burbujeante líquido oscuro: salsa de tabasco y aceite de motor. Sobre un pedestal suspendido encima del tanque, un ventilador eléctrico daba vueltas, esparciendo el humo a través del bosque. ¿Podían oler los dragones metálicos?

—Al dragón le gusta la salsa tabasco con aceite de motor —una voz a sus espaldas lo hizo detenerse en seco, ¿cómo ella lo había seguido hasta allí sin que la notara siquiera?

Cassidy Jackson y los Héroes del OlimpoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora