OLIVIA

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El cielo era de un azul radiante. El sol estaba salía sobre las lejanas colinas, de modo que todo lo que quedaba por debajo nuestra brillaba y relucía como si la ciudad entera de Roma acabara de salir de un túnel de lavado.
Había visto grandes ciudades antes, pero la inmensidad de Roma me impresionó tanto hasta el punto de casi quedarme sin palabras y sin aliento. La ciudad parecía no tener ningún respeto por los límites geográficos. Se extendía a través de montañas y valles, saltaba por encima del Tíber con docenas de puentes y seguía ensanchándose hasta el horizonte. Calles y callejones serpenteaban sin ton ni son a través de tapices de barrios. Había edificios de oficinas de cristal al lado de terrenos de excavación. Una catedral se levantaba al lado de una hilera de columnas romanas, que a su vez se levantaban al lado de un moderno estadio de fútbol. En algunos barrios, las calles de adoquines estaban atestadas de viejas casas de estuco con tejados de tejas rojas, de forma que si me concentraba solo en esas zonas, podía imaginarme que estaba en la Antigüedad. Donde sea que miraba, había amplias piazzas y calles con atascos de tráfico. Los parques atravesaban la ciudad con una exagerada colección de palmeras, pinos, enebros y olivos, como si Roma fuera incapaz de decidir a qué parte del mundo pertenecía o creyera que todo el mundo seguía perteneciendo a Roma.

—Vamos a aterrizar en ese parque —anunció Leo, señalando un amplio espacio verde salpicado de palmeras—. Esperemos que la Niebla haga que parezcamos palomas grandes o algo por el estilo.

El Argo II se posó en el campo cubierto de hierba, y los remos se replegaron.

El ruido del tráfico era omnipresente, pero el parque estaba tranquilo y desierto. A la izquierda, el césped verde descendía en pendiente hacia una hilera de árboles. Una vieja casa de campo se hallaba abrigada a la sombra de unos pinos de extraño aspecto, con finos troncos curvados que se elevaban diez metros y luego retoñaban en abultados mantos de hojas. A la derecha, serpenteando a lo largo de la cima de una colina, había un largo muro de ladrillo con ranuras en lo alto para los arqueros; tal vez fuera una barrera defensiva medieval o tal vez perteneciera a la antigua Roma. No estaba segura.
Al norte, aproximadamente a un kilómetro y medio de distancia entre los pliegues de la ciudad, la parte superior del Coliseo se alzaba por encima de los tejados, exactamente igual que en las fotos turísticas.

Solo entonces, me di cuenta de que esto era real, estaba realmente allí. En el centro del antiguo Imperio romano, territorio enemigo para una semidiosa griega.

Jason señaló con el dedo la base de la muralla de los arqueros, donde había unos escalones que bajaban a una especie de túnel.
—Creo que sé dónde estamos —dijo—. Esa es la tumba de los Escipiones.

Percy frunció el entrecejo.
—Escipión... ¿El pegaso de Reyna?

—No —intervino Annabeth—. Eran una familia noble romana y... Uau, este sitio es increíble.

—Eso es quedarse corto, hermana. Es cómo si hubiéramos retrocedido en el tiempo, pero al mismo tiempo no. Dioses...

Es como si la antigüedad y la modernidad convivieran juntas en perfecta armonía. Estábamos en Roma, la Roma original. Aún seguía sin creérmelo del todo.

Jason asintió con la cabeza.
—He estudiado mapas de Roma. Siempre he querido venir aquí, pero... —nadie se molestó en terminar la frase.

—¿Planes? —preguntó Hazel, sacándonos de nuestra ensoñación—. Nico tiene hasta el anochecer, en el mejor de los casos. Y supuestamente esta ciudad va a ser destruida hoy.

Percy se sacudió el estupor.
—Tienes razón. Annabeth... ¿has localizado el sitio del mapa de bronce?

—Sí —dijo ella con cautela—. Está en el río Tíber. Creo que puedo encontrarlo, pero debería...

χαρμολύπη [Charmolipi]Where stories live. Discover now