OLIVIA

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A la mañana siguiente, me desperté con un sobresalto, cayéndome de la silla, causado por el sonido de una bocina de barco.
Había babeado toda la mesa de mi escritorio, me dolía la espalda por la mala postura y de fondo se seguía reproduciendo Don't go breaking my heart. Mi cabello estaba pegado a mi cara. Pero la segunda bocina, que parecía que provenía de varios cientos de metros de distancia así que no podía ser una broma de Leo, terminó de despertarme de una maldita vez y a ponerme en acción. Ignorando el dolor de espalda, me levanté de golpe. Corriendo, descalza y desenvainando la daga, subí a la cubierta.
Los demás ya se habían reunido; todos se habían vestido apresuradamente menos el entrenador Hedge, que había hecho el turno de noche.
La camiseta de los Juegos Olímpicos de Invierno de Frank estaba al revés. Percy llevaba unos pantalones de pijama y una coraza de bronce, una interesante combinación. Hazel tenía todo el cabello despeinado hacia un lado, como si hubiera atravesado un ciclón; y Leo se había prendido fuego sin querer. Tenía la camiseta chamuscada y hecha jirones. Sus brazos echaban humo.

Rápidamente descubrimos el origen de nuestro repentino despertar.
A unos cien metros a babor, un enorme crucero pasó deslizándose. Los turistas nos saludaron con la mano desde quince o dieciséis hileras de balcones. Algunos sonreían y tomaban fotos. A ninguno parecía sorprenderle ver un antiguo trirreme griego. Tal vez la Niebla hacía que pareciera un barco de pesca, o tal vez los pasajeros pensaban que el Argo II era una atracción turística. El barco pasó lentamente por delante de nosotros, adentrándose en el mar. Los turistas siguieron saludándonos con la mano.

—¡Adiós! —gritó Leo, levantando su mano humeante.

—¿Puedo manejar la ballesta? —preguntó Hedge.

—No —ordené, apuntando con mi daga al hombre medio cabra adicto a la lucha.

Hazel se frotó los ojos y miró por encima de la reluciente agua verde.
—¿De dónde...? Oh...

Piper siguió su mirada y ahogó un grito, los demás nos quedamos demasiado anonadados como para emitir sonido alguno. Ahora que el barco no nos tapaba la vista, vimos una montaña que sobresalía del mar a menos de un kilómetro hacia el norte. Había visto acantilados, pero no había visto nada tan asombroso como aquel enorme puño de deslumbrante roca blanca que hendía el cielo. Por un lado, los acantilados de piedra caliza eran casi totalmente verticales y descendían hasta el mar en una caída de más de trescientos metros, según los cálculos mentales que hice en pocos segundos. Por el otro lado, la montaña se inclinaba de forma escalonada, cubierta de bosque.

—El peñón de Gibraltar —dijo Annabeth, asombrada—. Está en un extremo de España. Y allí... —señaló al sur, a una extensión más lejana de colinas rojas y ocres—. Eso debe de ser África. Estamos en la boca del Mediterráneo.

—El Mare Nostrum...—murmuré, viendo la hoja reluciente de mi daga antes de volver a envainarla. Unos pocos kilómetros, y entraríamos en el peor mar para los semidioses, una muerte casi segura en las tierras antiguas. Si nuestras aventuras habían sido peligrosas hasta ahí ahora se multiplicarían por diez.

—Y ahora, ¿qué? —preguntó Piper—. ¿Entramos sin más?

—¿Por qué no? —dijo Leo—. Es un gran canal de navegación. Entran y salen barcos a todas horas.

—Dudo que un trirreme lleno de semidioses se compare con el crucero de ahora. —comenté, Leo apartó la mirada de inmediato.

Pensé que me contestaría con algo, cómo un "Pero el Argo II es mil veces mejor que esos cruceros" o algo por el estilo, pero no dijo nada. No me miró y solamente pude ver como agarraba con más fuerza el timón hasta el punto de sus nudillos ponerse blancos.
Otra vez esa mala vibra. Parecía no querer tener mi presencia cerca suya. Y, tras haber estado casi toda la noche en vela, escuchando la canción que Leo y yo escuchábamos en el Búnker 9, llegué a la conclusión de que había sido mi culpa.
Casi con un gesto que parecía que acababa de comerme un limón, centré mi atención en nuestro entorno.

χαρμολύπη [Charmolipi]Where stories live. Discover now