Capítulo 44

109 11 0
                                    

La última carta que recibí de Frieda fue el tres de septiembre, fecha que me pareció una coincidencia tras todo lo que había vivido en la guerra. Me contó que había recogido de la Estación Norte a su familia y que se encontraban en un estado deplorable. Según ella, sufrían de desnutrición y tenían la misma mirada que yo en mis peores bajones. Ignoraba la situación de su padre y tío, pero era de esperarse que, tras una guerra que se libraba en medio de la campiña, se hubieran enfrentado a lo mismo que yo. Pensé que los cuerpos que quemaron en mil novecientos catorce aparecían en sus pesadillas tal y como los hombres que había asesinado. Le había prometido a Frieda que encontraría refugio en mi casa y así fue: regresaría el martes siete de septiembre y se mudarían a la casa de Yevgeny cuando terminara de organizarla para acogerlos. Mi abuela pasaba horas limpiando y reluciendo la casa, sobre todo la habitación de invitados que, antaño, mis padres usaban cuando dormían con ella. En cambio, en mi paranoia, había dedicado mi tiempo a pensar en los tres mil francos que quedaban por recolectar. El alcalde los guardaría en sus bolsillos y no podía hacer nada al respecto. Necesitaba confabular otro acuerdo con él, uno que permitiera la construcción del memorial y mantuviera la riqueza del corrupto. Debía ser sutil y elegante. Si una polémica estallaba sería nuestro fin.

Dejé de cavilar sobre el memorial cuando fui a Auberrac para recibir a Frieda y su familia. Me emocionaba verla tras varias semanas separados y su padre y tío habían llamado mi atención desde que supe de ellos. Al igual que Frieda, habían sido los últimos en presenciar su muerte y agradecía que hubieran cuidado de Yevgeny hasta su muerte. El recuerdo de mi amigo rondaba por mi mente desde que vendí Guerra y Paz. Había tanta razón en sus palabras que soñaba con volver al pasado y concordar con él, pero sabía que modificar el tiempo era inútil. En cambio, me emocioné al ver a Frieda bajar del tren. Corrí hacia ella y la abracé igual que el día que salí del psiquiátrico. Se veía cansada, con dos negras ojeras pintando sus ojos, pero con una sonrisa por haber vuelto. Su padre y su tío compartían su misma expresión, pero portaban gabardinas tan harapientas que se asemejaban a los soldados de París.

Les pedí que me siguieran y caminamos hasta Cholimar. Nos deteníamos cada treinta minutos para descansar. Frieda se concentraba tanto en el estado de su familia que no conversamos hasta que llegamos a casa. Mi abuela se encargó de que los tres recibieran una ducha caliente al igual que un bol de galletas de avena. Traducía en francés sus palabras de agradecimiento ante tal bienvenida.

Llegada la noche, Frieda y yo charlamos en mi habitación. Hablamos sobre la temporada que había vivido en París. Mencionó que el Estado planeaba enterrar a un soldado en el Arco del Triunfo, uno cuya identidad era desconocida. «Representará a todos los combatientes.» Alababa la genialidad de la idea, una que por fin cumplía con mis criterios de representar a todos los muertos de la guerra. «Enterrarán a un soldado alemán y no lo sabrían.» Conversamos también sobre la situación de la capital, una en donde los soldados anhelaban la representación que merecían.

La discusión sobre la memoria colectiva nos llevó a analizar la situación de Cholimar. Le conté a Frieda los pleitos que había tenido con el alcalde y el hecho de que habíamos reunido más de la mitad del dinero. Se envolvió de una rabia sin parangón cuando entendió que el alcalde quería robar el dinero del pueblo para su propio beneficio. «Tantas empresas se han aprovechado del dolor ajeno. ¿Por qué la política se mete en esto?» Le advertí que no había una forma de escapar del trato del alcalde, pero me ignoró. Juró que confrontaría al alcalde para deshacer la injusticia, pero le recordé su amenaza. «No podemos hablar, Frieda. ¿Cómo vamos a defendemos?» Fue la primera vez que discutimos por nuestros ideales. Le rogué que buscara una forma de recolectar más dinero, pero con la depresión económica sería imposible. Me prometió que convencería al alcalde de reducir el precio del memorial y la contradije explicando que ni siquiera sabíamos cuánto costaría nuestro memorial. Desacordábamos y partió al salón sin dirigirme la palabra. Había esperado tantas semanas por verla y esto era lo que había conseguido. Me sentía apuñalado.

La guerra que nos pondrá finМесто, где живут истории. Откройте их для себя