Capítulo 29

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Era la primera vez que me interesaba en un tema que hasta ahora había sido inexistente: mi comportamiento errático. En el fondo de mi alma sabía que mis acciones eran incorrectas, ya sea porque me sentía mal al realizarlas —como zarandear a Frieda— o porque para otros eran incomprensibles —como encerrarme en mi habitación—. Sin embargo, había ignorado comprender las razones de mis pensamientos. Ayer, el dieciséis de mayo, luché por terminar mi depresión perpetua, pero para ello debía indagar en el fondo del universo de mi mente. Aquello me aterrorizaba. Explorar un motivo en concreto por el cual actuaba me horrorizaba tanto que escribía todo lo que rondaba mi mente al pensar en la palabra «guerra». Era obvio que mis años en las trincheras fueron los causantes de mi sufrimiento, pero atacar con frialdad la raíz de cada tribulación me ayudaría a acabar con las noches y los días de tortura.

Hice una lista de los errores que había cometido tras regresar a casa en diciembre de mil novecientos dieciocho. Conté desde las veces que había tenido pesadillas hasta mis ataques de ansiedad. En cada uno de ellos el factor de la guerra aparecía, que asocié con una neurosis de guerra o shellshock sin diagnosticar, una condición provocada por impactos de obuses. Los patrones se hicieron evidentes, como la evidente irracionalidad en mis huidas o mis cambios de humor. Aquello fue lo que más me costó comprender. Había podido enseñar a Frieda las bases del francés con una metodología impecable, ¿pero era derrotado por la sensación de regresar a las trincheras?

Era una muestra de debilidad, un hecho inaceptable. Era el hombre de la casa, aquel que se suponía que debía mantener a mi abuela, ¿y caía rendido ante meras ilusiones? Me pregunté una y otra vez por qué la guerra seguía conmigo a pesar de que había terminado. Había perdido a mis amigos por culpa de ella, pero no explicaba ninguno de los incidentes que había tenido con Frieda ni tampoco mis pesadillas. Era un misterio que, por más que deseaba, era incapaz de resolver. Pensé en las palabras de Frieda y supe que tarde o temprano volvería con ella. Decidí verla el martes veinte de mayo, dándome la oportunidad de reorganizar mis reflexiones.

Toqué la puerta dos veces, creyendo que sería una forma más cordial de presentarme. Al abrir la puerta, Frieda me abrazó. No lo correspondí a pesar de que me tranquilizó. Pensé que se ofendería o que sería una salida fácil para escapar de una disculpa, pero me invitó a sentarme en la mesa con ella. Fui yo el que empezó con la conversación. Le mostré lo que había escrito en los cuadernos de Honoré y la idea de cambiar mi comportamiento con el fin de proteger a los que amaba. Frieda analizó cada palabra que había pensado como si se tratara de una oración subordinada. Suspiró al terminar de leer y escribió su opinión, empezando por decir que nada de lo que había hecho era mi culpa porque sabía que antes era diferente. Le respondí que aquella afirmación retiraba toda responsabilidad que tenía en esos momentos, y me contradijo explicando que uno no podía culpar a un loco por serlo. Escribí con cólera. «No te entiendo, Frieda. No estoy loco. Mi neurosis es una condición física.» Me observó como si fuera la profesora de francés y yo su aprendiz. «Te equivocas.»

Me explicó que cuando vivió en Varsovia con la familia de Yevgeny se acostumbró a oír las noticias sobre una enfermedad fantasma: la neurosis de guerra. El tema le fascinaba porque por muchos años creyó que su mudez era un problema mental y no una condición física. Los rusos descubrieron que la neurosis de guerra era un diagnóstico «del alma y del espíritu», no del cuerpo. Hicieron disecciones de cerebros de soldados afectados con neurosis de guerra y no encontraron ninguna diferencia con un cerebro sano. Aquello me sorprendió, porque la opinión médica se había puesto de acuerdo con el hecho de que la neurosis de guerra se producía a partir de heridas de obús. Pasé minutos deduciendo una conclusión, cavilando sobre cómo ese falso diagnóstico cambiaría mi vida, pero me sentía igual. Seguía enfermo. Podías tratar un resfriado con cocaína o manzanilla. ¿Cómo curabas un alma? Había encontrado otro callejón sin salida porque por fin, por fin tenía pruebas sustanciales para afirmar que nunca volvería a la normalidad. Lloré, esparciendo cada lágrima sobre mis prótesis.

La guerra que nos pondrá finWhere stories live. Discover now