Capítulo 22

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Lo que más me fascinaba de la guerra era su destrucción. Obsesionarse con un fenómeno que parecía incomprensible era, en mi opinión, un error, pero cuando contemplaba la Tierra de Nadie enfangada me sumergía en llanto. Era bello, sobre todo al divisar el horizonte verdoso repleto de robles y pinos junto con el cielo azul. Era una imagen que resonaba en mi interior a pesar de lo absurda que era. El dieciocho de agosto nos enviaron a mí y a mi compañía a primera línea, preparados para atravesar las defensas de vanguardia alemanas. Volví a observar el mismo paisaje, lleno de nostalgia por mi vida antes de la guerra. Pensé en los pintores que, sin tener más que retratar, comenzaron a dibujar sobre la guerra y sus alrededores. Me entristecí porque ignoraba cuántos artistas habían fallecido en la guerra. No quería convertirme en uno, sobre todo cuando Noyon se encontraba a apenas cinco kilómetros, una distancia tan corta y a la vez tan mortífera. Mis camaradas temblaban por la sola idea de correr trescientos metros y apuñalar a un enemigo hambriento y acorralado.

A las nueve de la mañana del mismo día nuestra artillería silbó y tras quince minutos nos adentramos en la Tierra de Nadie. Estaba agradecido por haber dormido unas tres horas durante la madrugada: tenía las suficientes energías como para abalanzarme sobre el enemigo y convertirme en ese asesino que el ejército ansiaba. Los alemanes estaban en su peor época: las ametralladoras que tanto temíamos se habían quedado sin balas y en pocas ocasiones oíamos su artillería. Eso motivó a mis compañeros en medio de la travesía de trescientos metros, los cuales se arrastraban como gusanos al caer sobre los hoyos de artillería y salían listos como un gallo para picotear al águila mal herida. Otra vez, encontré en mi desesperación y locura una metáfora hermosa. Eso era lo que ocurría cuando la violencia escapa de nuestra comprensión: no había otra forma que interpretarla más que como una obra de arte de un genio incomprendido. Aliviaba el dolor de que, al final, no luchábamos por nada ni nadie.

Me adentré en la trinchera alemana y reproduje las tácticas que me habían enseñado como un muerto viviente. Las armas blancas eran las mejores para el combate cuerpo a cuerpo y el uso de los fusiles se limitaba a los espacios abiertos, es decir, durante la huida enemiga o nuestra retirada. La reyerta empezó como de costumbre: la sangre salpicaba mi rostro y la daga controlaba mis movimientos. La pistola que tenía, una M1911 que un estadounidense me regaló, era lo que Honoré llamaría «un arma fiel». Si fallaba, era porque recordaba la partida de mi mejor amigo. Me preguntaba qué había pensado cuando combatía. Yo olvidaba todo y me sumergía en mis lecturas de la autobiografía de Chateaubriand o en el realismo de Balzac, asesinando a mis enemigos por deporte. La guerra siempre se asemejó a una carnicería.

Al cabo de una hora los alemanes retrocedieron más de cuatro kilómetros. Hicimos prisioneros a cientos y nos llevamos los bastimentos que conservaban, los cuales no podían alimentar ni a una cuarta parte de sus hombres. Los comandantes me obligaron a interrogar al enemigo y preguntar cuál era su siguiente paso. Una mayoría confesó ni bien intercambiaron palabras conmigo, y al parecer, los alemanes no tenían ningún plan: el Imperio ya no era esa ave rapaz ominosa, sino un polluelo que buscaba cobijo y alimento. Lloraban, no por la pérdida del Imperio Alemán, sino porque querían volver con sus familias. Les aconsejé que mantuvieran la guardia baja y les prometí que, al terminar la guerra, regresarían a su país. Tres de cinco hombres no me creyeron. Susurraban sobre la crueldad de los franceses y su logística de la Parca. «Y pensar que hablamos igual de ellos», me dije. Me disculpé por todo lo que habíamos hecho y que les daríamos pan y mantas durante las noches.

El día diecinueve volvimos a organizarnos y marchamos rumbo a la siguiente línea de defensa alemana. Esta vez, un par de tanques Mark IV nos acompañaban. Mi vena de artista imaginó a Asimov contemplando sus creaciones. ¿Hasta dónde la ciencia había llegado para matarnos entre nosotros? Sí, nuestra civilización estaba en decadencia y por eso moriría cuando regresara con mi abuela. Me decía que si me daba tanta ansiedad escribir como lo hacía antes, tal vez podría retratar lo que había observado en un libro de Historia. Eso haría a Yvonne feliz, sí. Pasé desde las ocho hasta las diez perdido en mis pensamientos hasta que encontramos a los alemanes a las afueras de Noyon. El combate se repitió y nuestra artillería, ahora más liviana que hacía unos años, espantó al enemigo. La ciudad estaba asediada e introducirnos en ella supondría un esfuerzo logístico que no habíamos realizado. Aún así, las noticias de que el Imperio Británico había tomado el pueblo de Albert nos animó a expulsar a los alemanes de una vez por todas.

La guerra que nos pondrá finWhere stories live. Discover now