Capítulo 11

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El mes de febrero fue para nosotros una especie de vacaciones. Las ofensivas en Verdún habían comenzado a finales del mes, y un número importante de compañías, siete de ellas, fueron desplazadas del frente de Arrás. Pensábamos que tarde o temprano sería nuestro turno, pero por ahora, vigilábamos el frente. Muchos disfrutaban de sus horas libres yendo a casa por una semana o dos, pero no era una opción para mí. Las trincheras y el ejército eran mi hogar y me sentía tan a gusto entre el fango y el plomo que imaginarme en otro lugar era imposible. Pasaba tardes enteras jugando al póquer con soldados que apenas conocía, pero que me trataban como si fuera su hermano. Eso era lo que más me amaba de la guerra: saber que, por fin, pertenecía a un lugar y que los demás me respetaban por quien era y no por lo que podría ser.

De vez en cuando, la artillería enemiga silbaba, pero se detenía a los pocos minutos. Pensábamos que los alemanes también se encontraban en Verdún y que por eso la actividad en el frente se había reducido tanto. Para matar el aburrimiento creciente, me acerqué más a René. Le preguntaba sobre sus proyectos de escritura, pero evitaba el tema como si fuera tabú. La mañana del veintinueve el correo había llegado y la familia se amontonó como si esperaran la panacea. René se abalanzó sobre las cartas hasta que encontró una de Yvonne. Estaba tan ilusionado que la abrió tras tenerla entre sus manos, pero poco a poco le ganó la tristeza.

—Maldito color negro. Volvieron a censurar una parte —dijo—. ¿Acaso también recibe mis cartas incompletas?

Nuevamente, era difícil apoyarlo ya que no recibía cartas. Yvonne siempre escribía a René, y si me mencionaba, mi amigo contestaba por mí. Solo sabía que la censura se endurecía mientras más años pasaban. Consideraba que, aunque era un método controversial, ayudaba a detectar traidores de la patria y a salvar miles de vidas en el proceso. Esperaba que con el tiempo las políticas se suavizaran, pero por ahora, lo soportábamos. Traté de animar a René con una partida de póquer, pero me dedicó una mirada negra.

—¿Por qué no escribes a tu madre? Tal vez crea que estás muerto. No has hablado con ella desde que nos inscribimos.

—Ni se te ocurra mencionar su presencia —dije—. Es mejor que lo crea.

—¿Y a dónde irás cuando todo esto termine? —dijo, de brazos cruzados.

—Tendré mi propia granja con todo el dinero que ganaré aquí —zanjé, y decidí dejarlo en paz por milésima vez.

René trató de alcanzarme, pero también se retiró. Suponía que se distraería con su libreta o que escribiría a Yvonne por milésima vez. Volví a primera línea para hablar con mis hermanos de la compañía, pero al parecer, un par de cabos primeros habían detectado una actividad considerada como extraña en Tierra de Nadie. Decidí investigar y observar tras uno de los periscopios de qué se trataba, pero el frente se veía tranquilo, sin señales de los alemanes.

—¿Cuál es el problema? —dije.

—Creemos que hay un francotirador, pero no sabemos dónde está —dijo uno de los cabos.

—Es su trabajo esconderse —afirmé—. ¿Seguro que no se trata de la línea de vanguardia enemiga?

—No —dijo otro cabo—. Este viene de los árboles. Debe de estar camuflado.

La erosión de la artillería había transformado el paisaje en uno lunar y los robles no eran la excepción: estaban desprovistos de hojas y solo quedaban sus troncos. Era muy fácil infiltrarse en el frente y colocar un árbol falso entre los cientos que había. Les aconsejé que debíamos esperar a la noche y planear una distracción.

—Cruzaré Tierra de Nadie —dije—, pero tendrán que ayudarme.

Asintieron y tras unas horas recibimos la llegada de la Luna con una sonrisa. Estaba en su fase menguante, una suerte que me ayudaría a atravesar el frente. Les pedí a los cabos que se quitaran sus cascos y los elevaran con sus bayonetas fuera de la protección de nuestra trinchera. Cuando estaban fuera, caían al instante por los disparos del francotirador, lo cual confirmaba que tenía buena puntería. Les indiqué que cruzaran la primera línea para cambiar de posiciones, con la esperanza de que el enemigo no me viera. Lo hicieron, y poco a poco empecé a arrastrarme entre el barro y el alambre de espino con mi fusil. Vigilaba cada movimiento, no sólo para evitar la presencia del alemán o de los reflectores, sino porque otros observadores podían detectarme o lanzarían bengalas si sospechaban de un francés vivo en Tierra de Nadie. Contaba los minutos cada vez que oía un disparo y distinguí la trayectoria del arma rumbo al Oeste.

La guerra que nos pondrá finWhere stories live. Discover now