Capítulo 25

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Esa mujer se convirtió en mi acosadora. Agarró el hábito de tocar a mi puerta cada mediodía por casi cuatro semanas. Mi abuela solía abrirle y explicarle que su nieto estaba ocupado, que dormía o que se encontraba escribiendo como acostumbraba desde pequeño. Juzgarla sería un error al igual que odiarla por cumplir mis deseos. Cuando creí que mi situación empeoró, la mujer empezó a observarme desde la ventana de mi cuarto, saludándome con una mano al cruzar miradas. Oscurecí mi habitación lo mejor que podía, ya sea apagando las luces o velas y sellando mi cortina para que cubriera el vidrio de la ventana. Por más que me encontrara envuelto en la negrura artificial, ella divisaba mi casa con la esperanza de que iniciáramos una conversación. Me arriesgaba a que destruyera mi vida, a romper con la rutina que había dirigido durante meses.

Las temperaturas de marzo empeoraron mi estado de ánimo. Me recordaba al alborozo que tenía durante mi adolescencia. Evitaba el exterior viviendo como una rata entre trincheras imaginarias, pero hasta cierto punto se me hizo insoportable. Ninguna persona me había prestado tanta atención como ese espíritu errante, y aunque a veces deseaba preguntarle cómo sabía sobre Yevgeny —o si conocía más que eso—, sabía que era mi camino hacia la perdición. Trataba por sobre todas las cosas de alejarla de mis pensamientos, y cuando las apneas del sueño y las pesadillas sobre las ampollas de morfina me hartaron, empecé a hacerle favores a mi abuela. Limpiaba la casa hasta cinco veces por día y organizaba mi viejo librero de veinte formas diferentes, ya sea en orden alfabético o por fecha de edición.

Mi abuela, en un inicio, parecía encantada por mi cambio de rutina. Sin embargo, su sonrisa poco a poco se apagó al darse cuenta de que lo hacía para evitar a la mujer. Mi abuela me convencía una y otra vez de hablar con ella o de asegurarme de que se encontrara bien, pero rechazaba cada una de sus propuestas. Decía que era muy silenciosa, como si fuera muda. Para evitar sus comentarios, me ofrecí a enfrentar mi peor temor: salir de la casa y ayudarle con las compras. Sin embargo, se negó a que siguiera con mis servicios sólo porque ignoraba a la desconocida. Nuestras discusiones se volvieron rutinarias hasta el punto en donde dejamos de tomar el té juntos y le prohibí que me peinara.

Mi relación con mi abuela se degradó y dejé de verla durante días seguidos. Me deslizaba de mi cama solo para ir a la cocina a robar un pedazo de baguette o ir al baño. Las pocas ocasiones en donde me cruzaba con ella miraba al exterior, presionándome con ver a la mujer. Prefería dormir durante dieciséis horas seguidas que admitir que la desconocida sabía una verdad que ignoraba. Además, descansar me ayudaba con las temporadas de dolor que sufría por mi mandíbula. Estaba tan estresado por su presencia que empecé a hablar conmigo mismo, a confesar mis pecados a los cuatro vientos con la esperanza de que así se fuera. No funcionó y ciertas incoherencias germinaron en mi cabeza. Si, aparentemente, conocía la muerte de Yevgeny, ¿dónde lo había encontrado? Tuvo que haber viajado cientos de kilómetros para llegar a Cholimar. ¿Quién le consiguió el dinero? ¿Dónde vivía? Si se presentó a la reunión, entonces recibió el correo de la casa de la familia de Yevgeny en Varsovia. ¿Fue así cómo lo supo? ¿Acaso su familia sabía sobre la muerte de su hijo desde el principio? Si aquello era verdad, ¿entonces por qué no nos avisaron del fallecimiento de Yevgeny?

La idea de que la muerte de mi amigo me hubiera sido arrancada me carcomía por dentro. ¿Eso significaba que Honoré e Yvonne también se habían alejado de mí? Mi sufrimiento había aumentado por la mera presencia de un fantasma del pasado y por más que una parte de mi corazón deseaba conocer la verdad sobre mis amigos, mi raciocinio me mantenía alejado de toda creencia sobrenatural. Esa mujer había llegado para presionarme y llevarme hasta mis límites. Debía hacer algo para alejarme de ella, amenazarla, golpearla, pero eso implicaba acercarme a ella, justo como mi abuela quería. Le estaría dando la razón y nuestra pelea perdería su significado. Volvía a malgastar mis horas rumiando una vez más, pero por fin mi mente era clara como el agua: rompería mis lazos con la súcuba.

La guerra que nos pondrá finKde žijí příběhy. Začni objevovat