Capítulo 9

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Visualizar el suicidio como mi única salida era un destino que me hacía sollozar. Tenía la suerte de estar vivo. Otros habían muerto, como esos cuerpos quemados que, de vez en cuando, seguían llegando en la carreta de Frieda. ¿Debía rechazar mi destino por el capricho de volver a sentir? No, en la muerte uno ya no siente: sería un desperdicio irme por ese motivo. Entonces, ¿por qué debería suicidarme? Pensé en esa pregunta durante semanas, tal vez meses: ¿por qué? Odiaba en lo que me había convertido, en una momia putrefacta cuya voz se había perdido en una época de gloria. Por más que detestara cada centímetro de mí, no podía suicidarme sólo por ser mudo. Entonces, ¿existía un motivo válido para quitarme la vida? No existían explicaciones racionales para actos irracionales. ¿Cómo darle sentido a mi vida si ya lo había perdido?

Varias veces Frieda dibujaba cada letra del alfabeto alemán e ingeniaba una forma de comunicarse conmigo. La ayudaba: había aprendido algunas palabras en alemán y me había acostumbrado a su pronunciación. Frieda me preguntaba sobre varios temas, como si tenía familia, a lo que respondía que no, que estaban muertos. A veces yo mismo formaba las palabras, indicando las letras con los dedos de mis pies. Le conté que mi sueño era ser arquitecto así como los nombres de mis mejores amigos. Pareció emocionarse con aquel detalle, porque empezó a dibujar la Torre Eiffel acompañada de los retratos hipotéticos de René, Honoré e Yvonne. Me hacía feliz, pero era un sentimiento efímero, una especie de placer que me deshabitaba. Cada vez que pasaba horas y horas con ella experimentaba la misma sensación.

Indagué la razón por la cual mis momentos de dicha se esfumaban en apenas segundos. Antes de la guerra, mi vida era sencilla a pesar de mis rumeos. Quería estudiar cuanto antes y demostrarle a mis amigos lo orgullosos que podían estar de mí. Estaba enamorado de una mujer que hubiese sido mi esposa. Me llamaba Yevgeny, El Vampiro, amante de la manzanilla y la sopa de zanahoria. ¿Quedaba algo de eso en mí? A veces le pedía a Frieda un espejo para verme, y a pesar de que había adelgazado un par de kilos, creía que estaba en mi peor época. Me costaba procesar el hecho de que ese Yevgeny, el del espejo, era yo. Era por primera vez un fantasma, y los fantasmas no podían hablar, sonreír, caminar ni soñar.

Eso era lo que me perseguía durante mis pesadillas, la sensación de que una vida plena y llena de sentido escapaba de mí. Esa cuestión me recordó a una burla que la señora Gautier solía hacer cuando pasábamos tardes enteras comiendo sus galletas de avellanas: «Más vale ser un niño satisfecho que un cerdo insatisfecho.» René me había dicho que era una parodia de una citación famosa de Mill, un filósofo: «Es mejor ser un hombre insatisfecho que un cerdo satisfecho». Lo cierto era que me sentía sucio, igual que un puerco, porque mis manos estaban manchadas de sangre. Había matado al gigante y había dirigido a la muerte a quién sabe cuántos hombres más. ¿Cuántos me vieron huir y creyeron que esa era su única esperanza? Era un monstruo, esa era la verdad que escogía creer, y los monstruos no hablan. Sólo comen hasta saciar su hambre, igual que yo. En eso consistía mi vida: en ser un cerdo.

Jamás volvería a mi vida pasada y tampoco tenía un futuro. Había fallecido hacía meses y no sabía cómo revivir. Cuando la vida volvía a mí, cuando quería contemplar los campos de Polonia, me seguía preguntando por qué la suerte me había escogido. Le había preguntado una vez a Frieda de dónde venían los cuerpos y me había respondido que de todas partes. Le pregunté de dónde venía yo, y no supo responderme. Escribió la palabra Frieden, la cual significaba «Paz», y con su sonrisa de siempre, me aclaró que no debía preocuparme por el pasado, pero lo estaba, quería respuestas, respuestas que jamás obtendría. ¿Por qué estaba vivo?

Pude haber muerto durante todo el camino al frente. Pude haber trastabillado en el tren y haberme muerto de un golpe en la cabeza. Una bala pudo rozar mi corazón o pude haber muerto de frío y hambre como esos mismos caballos. ¿Qué importaba morir ahora, si cada día parecía estar más cerca de la muerte? «Tal vez nada», me dije. Creía que no necesitaba ninguna razón para morir, pero ahora que entendía que mis días, tanto en la casa de Frieda, como en la casa de mi tío y como en la casa de la señora Gautier serían los mismos, deseaba suicidarme una y otra vez.

Sólo había un problema: necesitaba ayuda, de Frieda o de los demás. Desconocía la palabra "suicidio" en alemán, pero encontraría la forma de decirlo. De vez en cuando intercambiaba miradas con los hombres de la casa, pero sabía que ellos me ignoraban. Mi asesina debía ser Frieda, por más en contra que estaba con esa idea.

El día que decidí contarle se parecía a cualquier otro. Esta vez, había dibujado la catedral de Sagrado Corazón, con René, Honoré, Yvonne y yo contemplándola desde la base de la colina. Cuando me mostró el dibujo, tomé la hoja del alfabeto, que había estado presente desde que amplié mi vocabulario. Volvimos a jugar a buscar las letras, y esta vez, deletree Mich Tot, pero no fue suficiente. Me abrazó, intentando hacerme sentir mejor por mi condición, pero la empujé con mis piernas y volví a deletrear lo mismo: Mich Tot, «Yo muerto», o al menos eso creía que significaba. Traté con Traurig, Tot, Hause y me examinó con una mirada perdida. ¿Lo había entendido? Intenté una última vez con Trinken, Muss sterben, Traurig: Bitte. Explotó en lágrimas, negando una y otra vez. Repetí las tres formulaciones hasta que Frieda salió corriendo y se refugió en su habitación.

El sentimiento de haber lastimado a Frieda me hizo llorar a mí también. Ya no podía retroceder en el tiempo: iba a morir en frente no de mi familia o mis amigos, sino de tres desconocidos. Suponía que era igual que morir en la guerra, solo que esta vez escogía cuándo y cómo hacerlo. Los días siguientes los pasé sin comer, ahorrando energías para cuando llegara el momento, y arribó cuando Tobias me contempló con una mirada llena de compasión. Se acercó a mí y me acarició el pelo, susurrando las mismas palabras que Frieda: Frieden. Paz, por fin estaría paz. Eso era lo que ellos creían, ¿pero acaso era cierto? No, lo que hacía estaba mal, pero era la única forma de escapar de mi prisión.

El día que parecía que todo iba a terminar, Frieda me mostró el periódico por si quería leerlo. Pestañeé dos veces para decirle que no, sólo porque quería ignorar la fecha de mi muerte. Ella lo aceptó con su semblante lleno de lágrimas. Volvió a sacar los alfabetos por si queríamos conversar una última vez. No sabía qué decirle, si agradecer su compañía o si disculparme por la atrocidad que iba a cometer. Me decanté por un último acto de desesperación: escribimos la dirección de mi familia en Varsovia y la de la señora Gautier. Ella observó los nombres sin saber qué hacer con ellos, pero asintió, como si comprendiera que se trataba de mis hogares. Por último, recordé la promesa que le había dicho a René y aunque había olvidado casi todos los nombres de los libros, escribí el nombre de Guerra y Paz de Tolstói junto con el nombre de mi amigo. Tenía fe en que, tal vez y solo tal vez, la promesa que había hecho se cumpliría algún día.

Fueron Tobias y Ernst quienes se encargaron de preparar mi muerte. Era un brebaje de lo que suponía que se trataba de cicuta. Honoré me había dicho alguna vez lo peligrosa que era tomarla, pero me daba igual. Frieda se había ido, con miedo de verme morir. Bebí el líquido, y durante la hora siguiente, sentí cómo mi estómago se derretía. Pensé en algún recuerdo acogedor de mi infancia, justo como había tratado de hacerlo en el tren, pero lo único que aparecía en mi mente era el rostro de Frieda y las actividades que habíamos realizado juntos. Me calmó, como una brisa en pleno verano, pensando también en mi familia y en mis amigos. Les dije a cada uno de ellos que lo lamentaba o me arrepentía de mi decisión, ¿pero qué más podía hacer? Sentía frío, igual que el frío de Varsovia, hasta que poco a poco perdí el conocimiento.

Me costaba respirar, igual que el aire de Polonia, y tras diez minutos toda sensación se fue. Me desolaba que hubiera sido tan ingenuo y solo al último minuto concluir que la guerra tenía consecuencias. Fui un ingenuo y sabía que mis amigos lo habían sido también. Ellos eran fuertes. Más fuertes que yo. No importaba qué había pasado en Nidzica o en Hohenstein: mi vida se había perdido junto con miles más. Sólo esperaba que ellos encontraran la paz que tanto ansiaban, porque yo estaba atrapado para siempre en otra prisión. Lo lamento, a todos. Hice mi mejor esfuerzo. 

La guerra que nos pondrá finWhere stories live. Discover now