Capítulo 3

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Mis hermanos acostumbraban a ayudar a mi madre a cocinar, sin embargo, ese día había preparado sopa de zanahoria sin ayuda de la familia. Había llegado cuando estaban servidos. Me asusté por el sermón que iba a recibir, pero para mi sorpresa, mi padre ni siquiera me regañó por lo que había considerado durante años como "una falta de respeto gravísima". La mayoría me esperaba con los cubiertos en las manos, a excepción del benjamín de la familia, Alexander, de trece años de edad.

—No quiero ir —dijo cuando tomé asiento—, el tren me marea.

¡Cómo entendía sus quejas! Mi madre, por otro lado, le ordenó devorar su sopa mientras el resto de mi familia discutía sobre el viaje y lo que harían en Varsovia. El resto de mis hermanos hablaban sobre lo emocionados que se encontraban de regresar tras años de haber vivido en Francia. Mencionaron, además, la belleza de las polonesas que categorizaron como inaudita. Se me vino a la mente Annabelle. Le diría adiós antes de irme regalándole otro dibujo.

—Por cierto —dijo mi hermano mayor al terminar su plato—, ¿ya encontramos a alguien que ayudará a los Gautier con la carpintería?

—René se enlistará —respondí dejando la cuchara de lado—. Estoy seguro de que su abuela nos ayudará con el negocio.

El silencio me erizó la piel, pero mi familia asintió. La familia de René nos había apoyado al llegar aquí, sobre todo sus padres, que murieron de tuberculosis en mil ochocientos noventa y ocho. La señora Gautier continuó con la tradición: ella se encargaba de nuestra tienda cuando mis padres se encontraban enfermos o nuestros hermanos ocupados en sus demás trabajos. Había sido el único de mi familia que había tenido la posibilidad de estudiar en París.

Recordar ese privilegio hizo que la idea de viajar me volviera a picotear y me quitara el apetito. Apenas eran las dos de la tarde: ¿cómo iba a preparar mi equipaje en paz? Aún así, continué comiendo para no desperdiciar el almuerzo. Me pregunté si a alguien en Varsovia le gustaba la sopa de zanahoria, o si estaban tan emocionados por la guerra como los franceses. Mi padre se encargó de interrumpir mis pensamientos con los detalles sobre mi porvenir fúnebre:

—Vamos a pasar por Suiza —explicó—, y luego iremos por Baden y atravesaremos Bohemia. Mazovia estará a la vuelta de la esquina. Llegaremos en menos de una semana.

Me confundí. ¿Por qué teníamos que pasar por Suiza y no por Alsacia? Me parecía una estupidez. Creí que mi padre buscaba arruinar mi existencia otra vez, hasta que agregó lo siguiente: «Dicen que las ofensivas comenzarán pronto.» Ahora el viaje me llenaba de pavor.

Me abstuve durante el resto del almuerzo. Los demás se dedicaron a divagar sobre dónde nos enlistaríamos en Varsovia y cuánto costarían un par de abrigos de zorro al llegar allí. Mi padre deseaba que los francos pudieran ser intercambiados por kopeks y rublos; yo esperaba no llegar a la Sorbona con un balazo.

Me levanté de la mesa cuando mi familia cargó sus platos hasta la cocina. Mis hermanos se acercaron a mí y bromearon entre risas y abrazos lo pálido que me veía, casi como un fantasma. Decidí ser uno, porque no habría otra forma de controlar mis miedos además de creer que ya estaba muerto. Preparé mis cosas sin ningún ápice de alegría o cólera, guardando el papel de René entre mi ropa. No fue hasta las cuatro de la tarde que terminé y abracé el pavimento de la calle Flor de Lis. La señora Gautier me debía una manzanilla. Aguardaría a mis amigos en su casa hasta que fuera la hora de vernos.

—No llegues tarde —dijo mi padre—. Debemos levantarnos a las cuatro de la madrugada.

Esta vez partía cabizbajo, preocupado por la travesía que me esperaba. Los soldados y niños de mi alrededor se asemejaban a espíritus para mí, salidos de cualquier iglesia gótica que Francia hospedaba. Fue tranquilizante ignorar a los pueblerinos, los cuales habían calmado su éxtasis con vino traído de Burdeos. Cavilé sobre visitar a Honoré para ofrecerle otra disculpa por mi comportamiento, pero sería acosado por su madre y por el pastor de los pirineos que recluía en su azotea como un prisionero. Empeoraría la situación de mi amigo si daba un paso por la calle Sena.

La guerra que nos pondrá finWhere stories live. Discover now