Capítulo 39

32 10 0
                                    

Me levanté, más por costumbre que por sueño, a las seis de la mañana. Había dormido apenas tres horas, pero me encontraba motivado para cualquier desafío. La carta de Honoré cruzó mi mente y me senté en la mesa del salón para idear una despedida. Ignoraba las instrucciones exactas de su madre, así que hice dos cartas: una desde su perspectiva y otra confesando mis tormentos. Las palabras del médico me acompañaron durante lo que escribí. «Lo lamento, Honoré. Nunca estuvimos de acuerdo con nuestras ideas, pero te amaba como un hermano. Si tan solo hubiera estado ahí para ti y hubiera tratado de ayudarte en tus peores momentos tal vez seguirías conmigo. Odiaba verte sufrir, odiaba ver la sangre de tus hombres, pero sobre todo, la tuya.» Sollocé al colocar el punto final y Frieda se despertó unos minutos después. Me preguntó si me encontraba en orden y le pedí que no se preocupara por mí, que solo estaba recordando a mis amigos. Quise escribirle una carta a Yvonne, pero no tenía la suficiente fortaleza mental como para agarrar la pluma. Opté por cuidar de mi salud al desayunar con Frieda y continuar con mi rutina del psiquiátrico, reemplazando las cartas que le escribía a mi amiga con la planificación del memorial.

No había visto muchos memoriales, pero los periódicos describían los que habían en París. Eran suntuosos, de casi diez metros de altura y con decoraciones barrocas sobre ellos. Parecía que glorificaban la guerra en vez de repudiarla. El memorial improvisado de Traissée me atraía más por su simpleza. No había ningún objetivo estético en él, sólo la intención de recordar lo inefable. Me agradaba esa impresión y lo primero que quise fue transmitirla, pero con la idea de una paz perenne. Imaginaba a Frieda tallar en la fuente de la plaza una amapola, visto que se había convertido en el símbolo del final de la guerra. Ese sería el único detalle que evocaría el memorial: cubriríamos la base de la fuente con todos los rostros de las víctimas de Cholimar. No sólo sus nombres serían recordados, sino la esencia misma de su existencia: sus sonrisas. Era un concepto tan genuino que necesitaba contárselo a Frieda cuanto antes. Regresó a las tres de la tarde tras repartir el correo en todo París, cansada de tanto pedalear. Le pregunté dónde había aprendido a montar en bicicleta y me contó que ayudaba a su padre adoptivo a repartir leche cuando era niña.

Frieda durmió por el resto de la tarde hasta que llegó su turno de noche. Antes de irse a pintar retratos le comenté la idea que tenía sobre el memorial. Me prometió que lo discutiríamos tras regresar de su sesión de dibujo y se despidió de mí con un abrazo. Pasé el resto de la noche pensando en cómo construiría el memorial. Estaba claro que necesitaba dinero, pero no sabía cuánto ni tampoco los francos que Frieda había ahorrado estos meses. Identifiqué los materiales para construir un memorial, como la piedra caliza de Traissée, pero me preocupaba la cantidad de obreros que necesitaríamos. ¿Los sindicatos seguían activos tras la guerra? ¿O la CGT había acabado en desastre? Como Frieda había salido, opté conversarlo con Giselle a las ocho. El tema era desconocido para ella, pero me indicó que, por lo que había leído, los memoriales requerían gran cantidad de papeleo y honorarios. Suspiré, a sabiendas de que necesitaría la ayuda de Cholimar para cumplir con esta tarea. La arrendadora, con toda su amabilidad, me aseguró que lo conseguiría.

—Frieda me ha hablado de todos tus aciertos —dijo—. Eres un luchador.

Deseaba sonreír para agradecerle por sus palabras, pero un asentimiento fue suficiente. Le escribí que no había necesidad de ocultarse en su habitación y que, al final del día, esta era su casa. Me prometió que lo pensaría, debido a que la soledad había sido su compañía durante meses y la añoraba. La dejé tranquila y cavilé sobre el memorial y sobre lo que había soñado anoche.

Amaba visualizar mi futuro de diferentes formas. Antes de la guerra, mi único sueño era publicar algún libro en cualquier editorial parisina, pero si cursaba en una universidad cabía la posibilidad de vivir de un trabajo estable. Enseñarle francés a Frieda había sido un placer y no dudaría en repetirlo con otros alumnos. Me emocioné tanto que le escribí a mi abuela sobre estudiar Pedagogía en la Soborna. Aproveché ese subidón de energía para servir la mesa con la cena de ayer mientras Frieda seguía trabajando.

La guerra que nos pondrá finWhere stories live. Discover now