Capítulo 18

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Pasé del trece al dieciséis organizando la huelga junto con las chicas de la fábrica. El trece, durante el desayuno, comenté mis progresos tanto a Chloé como al resto de mis amigas. Se habían enterado del revuelo que hubo en la fábrica, pero no esperaban que hubiese conseguido voluntarias. Por respeto a mi persona, prometieron ayudarme solo cuando fuera necesario. Me despedí de mi hermana esa mañana y le prometí que haría lo posible por mantenernos a salvo. Mi juramento pareció satisfacerla porque se despidió de mí con un abrazo y me agradeció por la compañía de ayer.

Tenía, por ahora, suficientes voluntarias para comenzar a planificar lo que ordenaríamos a la CGT, la cual había llegado ayer a medianoche. Me reuní con las trabajadoras en la plaza del pueblo llamada Jules Ferry. Empezamos a hacer una lista de nuestras peticiones basándonos en lo que las huelguistas de París deseaban conseguir. Aparecían en primera plana cada día, por lo que leímos el periódico en búsqueda de inspiración. Queríamos mejores salarios, iguales a los de los hombres, mejores condiciones de trabajo y, sobre todo, nuevos horarios. La idea de una semana de cuarenta horas enloquecía a las huelguistas: la consideraban como un derecho humano. Pensamos en cambiar el código de vestimenta o incluso agregar un descanso de cinco minutos por cada hora, pero nuestras prioridades eran las primeras tres. Cuando terminamos la lista alrededor del mediodía nos pusimos en contacto con la CGT.

A pesar de que ya era hora del almuerzo, los sindicalistas de la CGT se encontraban en la panadería intentando organizar tanto a las trabajadoras como a otros civiles. Me sorprendió ver que unas veinte mujeres tampoco habían ido a trabajar ese día y que ellas mismas habían organizado sus propias demandas. Hablamos con el sindicalista al mando, le presentamos la lista que nosotras habíamos realizado y el resto de chicas nos siguieron. El hombre sonrió: parecía de unos veinte años, de cabello castaño, piel blanca y manos callosas. Para abrirse a nosotras, nos contó que provenía de una familia de granjeros y que estaba contento de poder ayudarnos a recibir mejores condiciones. Muchas chicas enloquecieron con él: era difícil ver a un hombre joven en buenas condiciones durante la guerra. Pensé que debía de ser muy rico o que iría a batallar muy pronto.

El sindicalista nos recomendó que reuniríamos a cuantas más personas podríamos para firmar las asistencias de la huelga. Muchas mujeres se pusieron manos a la obra y contactaron a las pocas familias que les quedaban. Por mi parte, decidí ir a los campos y hablar con los campesinos por si alguno de ellos quería ayudar. Me encontré con muchas granjas lideradas ya sea por abuelos, madres e incluso hermanas que habían perdido a los miembros más ancianos de la casa. Les conté sobre la huelga, y aunque la mayoría se rehusó a ayudar por el cuidado de los animales o por la falta de cercanía con el tema, otras familias nos apoyaron con la esperanza de que sus condiciones de vida se modernizaran. Regresamos a la panadería alrededor de las tres de la tarde con unas treinta personas —la mayoría mujeres— dispuestas a colaborar en la huelga.

Conté cuántas mujeres estábamos reunidas y éramos cerca de setenta y cinco. Más y más compatriotas se acercaban a la panadería, incluidos un par de niños curiosos que querían descubrir lo que teníamos entre manos. El sindicalista nos dirigió a la imprenta para lo que él llamaba «El Ritual». Un par de chicas encontraron una gracia lívida en sus palabras, pero me intrigué por la clase de rito que realizaríamos. Ya en la imprenta, recordé a la mujer que había mencionado que su abuelo la dirigía. Me sorprendió verla trabajando en su lugar junto con su familia y otras mujeres sonrieron por la sorpresa. Al sindicalista pareció también sorprenderle, y al cabo de unos minutos de contemplar a la mujer, agarró varias hojas en blanco y las entregó a cada persona.

—Quiero que cada una escriba su nombre y firme —dijo—. Simboliza lo comprometidos que estamos con esta huelga, al igual que confirmar su participación.

La guerra que nos pondrá finDonde viven las historias. Descúbrelo ahora