Capítulo 20

37 10 0
                                    

No dormí en la noche por el nerviosismo de enfrentarme a una horda furiosa de personas. Había dejado de leer los periódicos cuando el patrón nos prometió escucharnos, pero una serie de arrestos se habían llevado a cabo no sólo en París, sino en otras ciudades. La opinión pública criticaba a la policía e incluso al ejército por conductas anti-republicanas. Me aliviaba que la mayoría nos apoyara, pero dudaba de si pertenecíamos a un bando o si había enemigos y héroes. Las mujeres —u hombres— que nos envenenaron tenían sus razones para estar en nuestra contra. Sus creencias eran válidas, porque no quería perjudicar a los hombres del frente ni tampoco retrasar una economía que se encontraba en decadencia desde hacía años. Pensé que la huelga no era nuestra solución, que podíamos conseguir una victoria sin lastimar a nadie, pero sabía que era mentira. Necesitamos minimizar los daños en la medida de lo posible, pero primero debíamos reunir a las huelguistas.

La noche del treinta de mayo desperté a mis amigas y les supliqué su ayuda. Recordaba su promesa, pero al parecer, ellas no. Me persuadieron de quedarme en casa, a salvo de las disputas entre familias y de los asaltos de la policía, pero les prometí que regresaría con ellas sin importar el desenlace de la huelga. Acudí con mi hermana por si quería volver a marchar, y para mi sorpresa, aceptó entre lágrimas.

—Necesito olvidar a Yevgeny —dijo.

Ambas partimos a las seis de la mañana y nos dirigimos a la imprenta. El sindicalista se encontraba allí, sentado en medio de los periódicos y los panfletos a medio imprimir. Se veía tan desmotivado como el resto de las chicas el día veintiséis. Nos vio y tras unos segundos se desahogó en frente de nosotras, como si fuéramos las confidentes de Dios. Lamentaba lo que nos había pasado y admitía que era su culpa: si hubiera prestado atención al comportamiento de las familias del pueblo no nos hubiesen envenenado. Le dije que nadie era culpable y que conocíamos los riesgos desde el día dieciséis. Habíamos vuelto porque queríamos retomar la huelga, porque a pesar de que nuestro patrón no nos ignorara, realizábamos un esfuerzo conjunto por todo el país. El sindicalista nos agradeció por nuestras palabras, pero nos advirtió que sería difícil reunir a las chicas, ya sea porque volvieron al trabajo o porque estaban aterradas de otro ataque. Creía que la única forma de reunir al equipo sería marchando otra vez con el capital que disponíamos, así que tomé mi pancarta y me dirigí a la plaza junto con mi hermana y el sindicalista, temeroso de que nuestros esfuerzos no fueran fructíferos.

Vociferamos con rabia que aún no podíamos rendirnos y que nuestra lucha continuaba como las huelguistas de París. Un par de mujeres salieron de sus casas y se unieron a nosotros. A las nueve de la mañana, éramos alrededor de treinta mujeres marchando, mucho menos que las semanas anteriores, pero un avance en comparación con el parón de hacía tres días. Esta vez decidimos dar toda la vuelta a la aldea hasta las tres de la tarde, incitando a más mujeres a participar. Recibimos insultos de una mayoría de personas y la policía nos siguió a partir de las dos de la tarde. Sin embargo, al llegar a la fábrica, las amenazas amainaron. Exigimos que el patrón saliera a discutir las demandas de la huelga, pero no hubo respuesta. En cambio, decenas de mujeres se retiraron de la fábrica y volvieron a participar en la huelga. La jornada terminó como era de costumbre y recibimos más participación. Al terminar la huelga, unas ciento veinte mujeres habían prometido su presencia mañana, casi todas las trabajadoras de la fábrica.

Mi hermana regresó a casa con una sonrisa, aliviada de que hubiéramos tenido éxito a pesar de los retos que enfrentábamos. Algunas de mis amigas reconocieron el éxito de la huelga, pero Chloé cavilaba sobre su esposo y sobre el daño que cometíamos a la economía de guerra y a nuestros hombres. Me prometí que los siguientes días serían los más importantes: acabaríamos con la huelga en el plazo de dos semanas que el sindicalista mencionó. «La Asamblea Nacional nos escuchará», dije a Annabelle, pero antes de que pudiera responder ya se encontraba dormida. La imité, pensando que debíamos descansar después de caminar por kilómetros.

Retomamos nuestra hora habitual de encuentros y por los siguientes dos días volvimos al ritmo habitual de la huelga. La antipatía de algunos creció más y más, y la policía nos rodeó como había hecho el día veintiséis. Sin embargo, mantuvimos la compostura y peregrinamos hasta la fábrica. Releía los periódicos cada noche y me llenaba de alborozo saber que las huelguistas de París eran ahora miles y miles. Debíamos seguir su ejemplo y resistir.

El día dos de junio salimos a las siete de la mañana a luchar por nuestros derechos. Andamos por la plaza Jules Ferry y un par de jinetes armados nos esperaban. Me decía que, en realidad, nos vigilaban por nuestra seguridad y no por malicia, o eso anhelaba creer. Nos siguieron como de costumbre, pero las demandas por la paz, por la igualdad y por la libertad de expresión opacaron toda emoción de pavor. Estando unidas nos sentíamos fuertes y sabía que para los hombres era igual: nuestra fortaleza recaía en la confianza que nos teníamos una a la otra.

Llegamos a la fábrica puntuales como siempre. Ordenamos a nuestro patrón que diera la cara y que dejara de ser un cobarde. Algunas tocaron las puertas de la estancia con la esperanza de que alguien abriera, en vano. Les pedí que se calmaran, tratando de seguir el consejo del sindicalista. Al cabo de media hora sin una respuesta, volvimos a sentarnos y a esperar hasta la noche, pero un grupo de unas diez mujeres se acercó a nosotras con la intención de ofrecernos un plato de caldo de pollo.

—Ayuda a la digestión —dijo una de ellas, una señora de treinta años—. La hice yo misma.

Desconfiaba de sus palabras y le pedí a mi hermana que no la mirara a los ojos. Una huelguista, que también era agricultora, le agradeció por la comida. Bebió la sopa y cuando llegó a la mitad la señora sacó una pistola y disparó a la campesina.

—¡Eso es por nuestros soldados! —dijo.

Todas gritamos y huimos de la escena, sin entender lo que había ocurrido. Tomé a mi hermana de la mano y traté de escapar por la calle en donde habíamos venido, al oeste, pero la policía nos cerró el paso. Volví a recluirme en el grupo, pensando que nos arrestarían a todas por un malentendido. Varias personas ajenas a la huelga se acercaron a nosotras, pero la policía las alejó con la intención de rastrear a la culpable. La voz del sindicalista se mezclaba con los bufidos de los caballos, los cuales se habían asustado por la explosión de la bala. Estábamos atrapadas con una persona deseando matarnos.

Advertí a la policía de que las huelguistas no teníamos la culpa del asalto, pero ni nuestras compañeras ni los jinetes atendieron lo que decía. Una reyerta se inició en medio de la confusión. Peleábamos entre nosotras, sin saber si nos defendíamos de la muerte o si estábamos un paso más cerca de ella. Abrazaba a Annabelle. Tenía los ojos llenos de lágrimas al igual que yo. Le prometí que saldríamos de esta, que volveríamos a casa sin importar el qué: se lo había prometido, pero creía que mentía. Se separó de mí, y cuando intenté dialogar con ella, un jinete se interpuso entre nosotras. Me apuntó con su revólver y levanté las manos en señal de rendición. Me ordenó que me aproximara a él, pero cayó al piso, herido por una piedra que alguien había lanzado. Su caballo huyó por la conmoción y me petrifiqué. No veía a mi hermana por ningún lado.

Grité su nombre y la busqué entre la muchedumbre, pero estaba perdida. Dirigí la mirada al sindicalista, el cual trataba de mantener el orden sin éxito. Quise acercarme hacia él y suplicarle que me ayudara a buscar a mi hermana, pero una mujer me cedió el paso. Era la misma que había disparado a la campesina, esta vez con una piedra en su mano derecha. Sujeté su brazo antes de que pudiera golpearme, pero me pateó y me tiró al piso igual que al policía. Le pregunté por qué hacía esto, si nosotras no habíamos lastimado a nadie, pero antes de que recibiera una respuesta, me aturdió con su primer golpe. Quise que entrara en razón con ella, pero un segundo golpe me llevó al punto del desmayo. No necesitaba saber por qué había disparado a la campesina: nos habíamos metido en la boca del lobo y en la época en donde vivíamos las demandas de paz eran vistas como declaraciones de guerra. Lo último que pensé fue en que mi hermana se encontrara bien, antes de recibir el último piedrazo, uno que me llevó a conocer a la muerte. 

La guerra que nos pondrá finWhere stories live. Discover now