Capítulo 37

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El diecisiete de septiembre junto con otros compañeros y un enfermero partimos a la estación de París-Austerlitz rumbo al pueblo de Goussainville. Me sorprendió que esos cinco hombres deseaban trabajar en una granja. Si bien lo hacía por Honoré, el contacto con la naturaleza mejoraría mi estado de ánimo. Estaba motivado a hacer lo mejor posible para ayudar en las labores de cualquier familia, sobre todo cuando muchas de ellas habían perdido a sus hijos o hermanos durante la guerra. Le indiqué a Frieda y a mi abuela la dirección en donde me quedaría para que me escribieran y me despedí de Gustave. Él iría a trabajar en un hipódromo porque, además de correr, le fascinaban los caballos y sentía que necesitaba cuidarlos tras ver tantos equinos muertos. Pocas veces pensaba en los animales de la guerra, pero me dije que tendría meses para hacerlo. El viaje fue solo de cuarenta minutos en tren y antes de darme cuenta ya me encontraba en la granja de los Alcy.

Cultivaban trigo y eran lecheros, pero durante la guerra sus vacas y gallinas fueron requisadas por el ejército. Se recuperaban poco a poco, pero la señora Alcy y su esposo habían perdido a seis de sus siete hijos. Necesitaban mano de obra y nosotros éramos la clave para revivir el negocio. Sin embargo, lo primero que les dije al instalarme en la habitación de sus hijos fue que lamentaba sus pérdidas. La señora Alcy sollozó y evitó todo contacto con nosotros, mientras que su esposo me agradeció por la compasión. Tras conversar sobre nuestras labores, nos pusimos manos a la obra, vigilados por el enfermero. Además de cosechar el trigo o cuidar al ganado, seguíamos ordenanzas impuestas por nuestro cuidador. Estaba prohibido abandonar el perímetro de la granja a menos que se nos fuera indicado y a partir de las siete de la noche debíamos quedarnos en la casa de Alcy. Aquellas directrices decepcionaron a muchos de mis compañeros, los cuales deseaban conocer Goussainville. Habían oído rumores de que algunos estadounidenses decidieron instalarse en el pueblo. Sin embargo, entendía las restricciones: debíamos incorporar el trabajo a nuestra rutina y seguir un horario laboral.

Durante las siguientes cinco semanas nos levantábamos a las cuatro de la mañana y nos distribuíamos las tareas de los Alcy. Ayudábamos con la cosecha del trigo, la cual se me hacía relajante. Era como ser parte de una odisea desconocida, una que los medios ignoraban, pero que alimentaba al país. Cada grano que recogía había crecido a base de sudor, esfuerzo y lágrimas. Mis compañeros desacordaban conmigo, ya que añoraban los días del psiquiátrico donde se valían para ellos mismos y nadie más.

Cuando la cosecha acabó el trabajo estaba lejos de terminar. Alimentábamos a las vacas y ordeñarlas. Había escuchado mitos alrededor de los animales de la granja, entre ellos, que los bovinos forjaban amistades de por vida con uno de su especie. Confirmé que era verdad al observar que el número de vacas en la granja era par. Rememoré las aventuras que había vivido con mis amigos y pensé que las vacas debían sentirse igual que yo: felices de pasar sus días acompañadas y en confianza. Pasar mañanas y tardes con ellas combatía la tristeza de un mundo sometido a la injusticia de la guerra.

El mes de noviembre fue duro para nosotros y la granja. Había pasado un año desde el final de las batallas y las pesadillas volvieron. Me dormía de madrugada, casi a las tres de la mañana y me levantaba a las nueve por los gritos del enfermero. Era un anciano con una cicatriz de quemadura al lado derecho de su rostro. Había experimentado con la neurosis desde la guerra franco-prusiana y, al parecer, había sido herido por un soldado con un mechero en mil ochocientos setenta y dos. Me asemejaba a él por nuestras heridas y tal vez por esa razón me odiaba. Los días en donde no me levantaba en los horarios previstos o donde sufría de ataques de ansiedad me contemplaba con una mirada acusatoria.

En diciembre empeoré y el trabajo se convirtió en una carga más que en un deber y era incapaz de cumplir con mis otras tareas, como escribirle a Frieda y mi abuela o leer las novelas que me habían enviado. Los demás pacientes se convirtieron en sombras, incomparables con la relación que había entablado con Gustave. Me asustaba recaer en mi actitud antes del psiquiátrico, pero controlaba mi pesimismo pensando en las cosas que amaba y que me impulsaban a vivir. Eran pocas, como las mujeres de mi vida, las novelas que leía o los sueños de mis amigos, pero el veinticuatro de diciembre llegó una oportunidad que no desaprovecharía: la oportunidad de tener un sueño material.

La guerra que nos pondrá finWhere stories live. Discover now