Capítulo 23

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Estaba dentro de un sueño. Mis amigos me acompañaban en la plaza Molière y reíamos sobre las payasadas que habíamos realizado en primaria. ¿La guerra había acabado? Parecía ser así: si no, ¿cómo me había reencontrado con mis amigos? Procesaba el hecho de verlos sonreír, de abrazar la cintura de Yvonne, pero me detuve cuando contemplé los arcos de una iglesia cristiana. Unas monjas me rodeaban como ángeles y se alejaron de mí cuando recobré la consciencia. Me sentía drogado, como si hubiera abandonado mi cuerpo, y no tardé en darme cuenta de que me suministraban morfina. Lo acepté sin cuestionarme por qué: me hacía sentir bien, había dejado de rumiar. Al cabo de unos minutos un cirujano me visitó y se quitó la máscara quirúrgica para hablarme. Me explicó que había sobrevivido a una explosión de obús, hecho que había olvidado, pero que me llenaba de alegría. Ya no tendría que luchar y descansaría en un hospital hasta el final de la guerra. Sin embargo, hizo una pausa para detallar los efectos secundarios de la artillería.

—Sabe usted que los proyectiles de obús no impactan en el suelo, sino a uno o dos metros, ¿verdad? —dijo el cirujano. Asentí—. No recibió el impacto completo, pero las esquirlas de la explosión lo hirieron.

Estaba confundido. Sabía que la morfina ayudaba a combatir el dolor, pero conservaba cada uno de mis miembros. ¿Qué estaba mal conmigo? Palpé mi pecho e incluso mi espalda y no noté ninguna herida. El cirujano se retiró por unos minutos y volvió con un espejo. Vi a una bestia, la más horripilante del mundo: mi rostro sin mandíbula inferior, con la carne de mi garganta expuesta. Observaba cómo mi saliva se desplazaba de mi esófago y al intentar hablar, cómo mis vocales vibraban sin articular ninguna palabra. Me parecía una ilusión óptica porque no creía cómo mi cuerpo había sobrevivido a una herida tan adversa, así que asentí al cirujano y volví a dormirme.

Los siguientes días fueron un baile con la muerte. La morfina me mantenía la mayor parte de las horas en un estado de inconsciencia, pero los pocos minutos en donde podía pensar, tocaba mi garganta e imaginaba mi mandíbula en su lugar. Me tomó una semana darme cuenta de la verdad y mi cabeza se llenó de preguntas que no podía articular. ¿Cómo iba a alimentarme por el resto de mi vida o siquiera degustar la comida? ¿Acaso encontraría una forma de comunicarme con el resto? ¿Iba a vivir así por toda mi vida, expuesto a las burlas del mundo? Conté los dientes que me quedaban —solo tenía doce— y si conservaba algún rastro de mi lengua, pero no había nada. Mi boca era la madriguera de algún demonio y lo sabía por la forma en la que las monjas me observaban. Rezaban por algún procedimiento que borrara mi nueva identidad, que desapareciera lo indecible, pero todos en el hospital sabían que era un sueño.

Me sumergí en una depresión que jamás había experimentado. Perdí la consciencia sobre la noción del futuro y pasaba mis días inyectado en morfina. No sabía qué días eran ayer, hoy o mañana: no importaba. Solo me despertaba para comer puré de papa por un tubo de plástico y seguía durmiendo durante horas. Acepté que este sería mi destino a partir de ahora y que la autonomía que poseía había desaparecido. Las monjas me cuidaban y me susurraban versos del Libro de los Salmos y del Evangelio. En cambio, las enfermeras me recitaban la poesía de Racine: no encontraba ningún valor estético en lo que recitaban, y cuando alguna de ellas me leía cualquier novela, desde los clásicos de Rabelais hasta la prosa de Woolf, me ahogaba en un aburrimiento que no comprendía.

Los días en donde la morfina se racionaba la pasaba gritando de dolor. No me había dado cuenta de lo lamentable de mi situación cuando intenté escribir sobre el fuego que carcomía mis músculos. Las veces en donde había llorado por un hueso roto o por mis heridas de bala no se comparaban a experimentar la falta de mi mandíbula. Era sentir cómo era acometido por una taquicardia sin fin, una en donde cada latido simbolizaba una puñalada en mi laringe. Sufría durante días y agarré la costumbre de arrancar los pelos de mi cabello para combatir la sensación de tragar ácido. Fui obligado a detenerme cuando, por la fuerza, siete postemaa aparecieron en mi cuero cabelludo. No había cura para la enfermedad que me dominaba, y cuando suplicaba más morfina, las enfermeras negaban entre lágrimas. «¡Pobre hombre! ¡Tuvo que haber muerto!» Tenían razón. Debía morir.

La guerra que nos pondrá finWhere stories live. Discover now