Capítulo 12

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Mis días como nuevo capitán de la compañía ciento doce me sentaron tan bien como una brisa de aire fresco. Era como si hubiera renacido o encontrado otro propósito en mi vida. Fue la primera vez que le escribí una carta separada a Yvonne para contarle de mis hazañas y de lo orgulloso que estaba de mí mismo. René mejoró, ya que pasábamos más horas juntos y me contaba de vez en cuando sobre sus proyectos. Cuando llegamos a mediados de marzo, había hecho una lista de cien palabras en alemán que había aprendido del enemigo. Le pregunté entre risas por qué quería aprender un idioma tan sucio de hablar.

—Para mí, es un placer entrenar mi mente, y para ti, es una estrategia que podrás utilizar. Pronto tendrás un intérprete a tu disposición —dijo sonriente.

Asentí y le di la razón. Conseguir un traductor había sido nuestra prioridad desde que llegamos a Arrás. Si René aprendía la lengua alemana podríamos comunicarnos con cualquier prisionero de guerra. Le permití concentrarse en su aprendizaje mientras me encargaba de que mis hombres tuvieran agua, comida y por lo menos un par de calcetines limpios. La enfermería nos había advertido sobre la condición del pie de trinchera, una infección que destrozaba la carne y hasta los huesos si no secábamos nuestros pies. No quería que nadie de la familia sufriera de gangrena: era el primero en repartir las raciones.

Lo que más amaba de mi trabajo era el cariño y la estima que mis camaradas me guardaban. Sabía que un líder de confianza aumentaba la moral de cualquier tropa, así que estaba a su disposición para oír sus problemas, ya sea los miedos de algunos por la infidelidad de sus esposas o las dudas sobre cómo reaccionarían sus familias cuando volvieran a casa. A esto último, respondía que olvidaran su hogar material que sólo tuvieran en mente a sus familias y a sus camaradas.

La precaución que había tomado con la compañía pareció dar sus frutos cuando los generales de brigada decidieron organizar un ataque a las líneas alemanas. El objetivo era hacerlos retroceder al menos dos kilómetros. Mis camaradas estaban animados, deseando ya sea vengar a sus amigos o derramar sangre prusiana en medio de Tierra de Nadie. Nos prepararíamos a las cinco de la mañana del dieciséis de marzo, listos para escalar nuestras trincheras y correr hacia las suyas. Unas horas antes de partir, les dije a todos que nuestros esfuerzos resultarían en una victoria. Busqué a René al empezar a formarnos y lo encontré temblando y besando un dibujo de Yvonne, uno que Yevgeny le había hecho hacía años. Me acerqué a él y lo abracé.

—Ya te dije que estaremos bien. Te veo en una hora.

Volví a mi posición mientras René formaba filas. Estábamos listos para escalar la trinchera con nuestros fusiles a mano. A pesar de que solo nos separaban doscientos metros, correr en medio del barro y de las ametralladoras era un suicidio si uno iba sin cuidado. Por suerte, nuestros obuses nos ayudarían a cruzar y al cabo de unos segundos la artillería disparó. Daría la señal con el silbato cuando fuera la hora de subir. Observé a mis hombres y algunos de ellos se encontraban nerviosos: sudaban o incluso vomitaban, pero cada vez que cruzaba miradas con ellos y les sonreía, parecían recuperar la compostura. Los demás esperaban con ansías mis órdenes, y cuando los artilleros hicieron su parte, era nuestro turno de brillar.

Soné el silbato y escalamos las trincheras uno por uno, en una fila de al menos cincuenta hombres. Cargamos rumbo a las trincheras alemanas con nuestros fusiles, esquivando las balas siempre que podíamos. Lideraba la carga y guiaba a mis hombres en medio de los cráteres y el fango. Sin embargo, los veía uno a uno caer, indefensos ante el ritmo de las ametralladoras. Apunté a los artilleros enemigos, pero estaban protegidos por los muros de sus trincheras. Sólo teníamos que avanzar, así que eso hicimos: un paso tras otro nos acercaba al combate inminente. Cuando me topé con el alambre de espino, busqué una entrada que nuestra artillería habría destruido, pero no había ninguna. Lo salté y las púas cortaron mi ropa y mi piel. Debía seguir, así que cuando llegué a la trinchera, apunté con mi fusil al primer alemán que crucé y le disparé.

La guerra que nos pondrá finWhere stories live. Discover now