Capítulo 32

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El viaje de Auberrac hasta París fue de alrededor de una hora y media. Practicaba mis señas con Frieda revisando las cuentas del dinero. Nos quedaban mil ciento noventa francos y estimábamos que un alquiler compartido nos costaría más de cien francos al mes. Le dije a Frieda que de ser necesario buscaría un trabajo en la ciudad y ella agradeció mis esfuerzos. Me hizo jurar que de sufrir algún tipo de discriminación o abusos se lo contaría de inmediato. Tomé sus manos y le prometí que no habría ningún secreto entre nosotros. Asintió contenta y se fascinó por la estación de París Norte, una de las más grandes de la capital.

Las personas llegaban de todos los rincones de Francia al igual que los turistas, que suponía que deseaban admirar la capital en una sola pieza. Me recordó a cómo Yevgeny hablaba de París, una ciudad con una arquitectura tan rica que requeriría más de tres semanas visitarla al completo. Frieda, animada por la presencia imponente de la capital, propuso que la visitáramos si encontrábamos un rato libre y estuve de acuerdo. Creía que, como Frieda había asegurado, estaríamos bien, sanos y salvos en medio del laberinto de concreto e historia. Bajamos del tren en la estación y concluí que mis esperanzas eran una ilusión. Había ingresado a un infierno peor que la guerra.

La aglomeración de parisinos a pesar de la epidemia de Gripe Española y la barahúnda que liberaban me enfermó tanto que sentía en mis carnes el barro de las trincheras. Entré en pánico ni bien ingresamos a la ciudad. Frieda me sujetaba del brazo, guiándome por una ciudad que desconocía. Era imperativo encontrar la calma en medio de la tormenta de sonidos, pero el retumbar de los carruajes me recordaban a la recarga de las ametralladoras, los silbatos de tránsito a los chillidos de la artillería y los motores de escape a los disparos de los fusiles. Desde el primer momento que caminamos por la Calle Lafayette deseaba volver a Cholimar y encerrarme en mi cuarto.

Tuvimos que ingresar a un restaurante italiano para recuperar la compostura, pero el olor del pomodoro y pan horneado me dieron ganas de vomitar. Era imposible comprar otro billete de tren: caminaríamos rumbo a la periferia de la ciudad para evitar a los transeúntes. Teniendo en cuenta que estábamos en el Distrito X, esta sería la caminata más infernal de mi vida. Le pedí a Frieda que fuéramos todavía más al norte, pero ella prefirió cruzar el río Sena. Creía que evitaríamos a los turistas a pesar de que sabía que París era una mina de monumentos.

Estaba desorientado y en pocas ocasiones me concentraba. Cuando el tráfico paraba, las personas regresaban a sus casas o entraban en locales por fin podía respirar y leer los nombres de las calles. Cruzamos Lafayette hasta llegar a Montmarte. Divisé la torre de Jean Sans Peur por la avenida Étienne Marcel y más adelante la Fuente de los Inocentes por la Saint-Denis. Los ruidos se hicieron cada vez más y más estridentes cuando cruzamos el Bulevar de Sebastopol, la frontera entre los Distritos I y II del III y IV. Por más acostumbrado que me encontrara a las caminatas con Frieda me costaba seguir su ritmo. Trotaba por las calles como una yegua, intentando sacarme del Bulevar por callejones repletos de ratas y cucarachas. Le supliqué que continuáramos por donde habíamos venido, que no soportaría ver a otro roedor vivo o muerto en mi vida y asintió. Cada estructura que veía, desde la torre de Santiago hasta el Sarah Bernhardt me recordaban a un Yevgeny apasionado, y a su vez, en su lecho de muerte. Quería rendirme igual que él y sucumbir ante los demonios de las veredas y avenidas, pero sería incorrecto. No podía dejar a Frieda a merced de una ciudad tan salvaje y bárbara.

Cruzamos el puente Saint-Michel y la corriente del Sena me trajo paz. Había olvidado lo mucho que la naturaleza me había apoyado durante mi combate contra la neurosis de guerra. Creía que su rol en mi vida no era más que un ínfimo aporte a mi salud, a diferencia de Frieda, que me motivaba a seguir con mi vida cada día, pero qué equivocado estaba. El mundo natural sanaba las heridas más profundas por más inhumano que los ecosistemas fueran. Deseaba que mi abuela estuviera aquí. A veces, por preparar tanta manzanilla y té negro, olía a él y me transportaba a un prado de girasoles. En París, solo había concreto y metal, hecho que se hizo evidente cuando desde el puente divisé la Torre Eiffel.

La guerra que nos pondrá finWhere stories live. Discover now