Capítulo 33

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La mañana del nueve de junio había encontrado algo de paz. El dolor de mi mandíbula se había reducido hasta el punto en donde podía levantarme y seguir mi rutina diaria. Había soñado con el esposo de la arrendadora y su hipotético rostro deformado por las esquirlas de obús. Imaginé la impotencia que sentía al igual que una confusión sin parangón. Creía que padecía una neurosis de guerra por sus heridas y no por su alma perturbada. Me interesaba ayudarlo a pesar de que me desviaría de mi misión. Frieda se veía dispuesta a mejorar el estado de ánimo del caballero ya que, como era costumbre, quería ayudar a todo el mundo. Señalé lo amable que era y asintió. Ella, por su parte, volvió a remarcar que era hermoso, hecho que me costaba creer. Que hubiera visto mi faz al descubierto me hacía dudar de si portar mi prótesis en casa. Acordamos que me la quitaría si me acostumbraba a su falta y asentí. La llevé hoy para progresar poco a poco.

Dediqué el resto del día a organizar el dinero mientras Frieda preguntaba si había algún doctor que trataba la neurosis de guerra. Volvió sin resultados a las siete de la noche, alegando que los hospitales estaban tratando a los enfermos y tomamos un poco de café. A las ocho, Giselle salió de su habitación y nos invitó a pasar.

Era un dormitorio de menos de cinco metros cuadrados. Me costaba entender cómo Giselle vivía en un salón tan pequeño con sólo un baño y una mesa de noche. La mitad del mismo estaba ocupado por una cama de una sola plaza donde un cuerpo vegetativo reposaba. Me acerqué para observar al esposo de la arrendadora y noté que era ciego. Creí que era imposible que hubiera ido a la guerra hasta que oí su respiración. Era una entrecortada, como si el aire escapara de sus fosas nasales antes de ingresar a sus pulmones. Había sido atacado por algún gas. La imagen del uso de químicos me transportó a una de las últimas batallas de Honoré y la muerte de los prisioneros en la retaguardia. En algunas ocasiones esas pesadillas me acosaban, pero hubiera sido un infierno haber sentido el gas en mis carnes. La arrendadora me vio absorto en mis pensamientos y me explicó la situación de su marido.

—Regresó gaseado de cloro al terminar la guerra —dijo entre lágrimas—. No responde a su nombre. Creo que está enfermo, de esas neurosis, ¡de esas psicosis!

Frieda y yo intercambiamos miradas de terror. ¿Hasta qué punto la guerra podía afectar el alma de un soldado? ¿Los doctores habían estudiado los distintos grados de neurosis de guerra? Si el esposo de Giselle no recordaba su nombre, eso significaba que había perdido toda su humanidad. ¿Acaso yo también lo había hecho? Rememoré todas las ocasiones en las que había enloquecido y temí que, al igual que un virus, mi alma no soportaría el peso de mi neurosis. La necesidad de encontrar a un médico me urgía, pero el veterano me hipnotizó. Me acerqué a él y tomé su mano derecha. No hubo reacción de su parte. Frieda hizo lo mismo y se mantuvo inmóvil. Parecía un muerto en una prisión de carne. La arrendadora sollozó y sentenció la muerte de su marido:

—Los cirujanos dicen que partirá en tres meses por el gas. No hay nada que pueda hacer. Celebramos nuestra victoria, pero siguen habiendo muertos.

Aquello me dejó pensando, mucho más que los ancianos del Skat, que el memorial de Traissée o que los mutilados en las calles. ¿Qué clase de ganadores éramos? Tenía claro desde el principio que la existencia de un vencedor y de un perdedor era una línea difusa en la guerra, pero cavilar sobre la naturaleza de nuestra victoria era un concepto nuevo. Erigíamos nuestra República en medio de un mar de sangre y de lágrimas sin final. Suspiré y me alejé del soldado. Recorrí la habitación y noté que, en la mesa de vidrio, había una Cruz de Hierro. Giselle notó que las miraba y calmó su llanto.

—Era mi esposo, era un héroe. ¿Se supone que debo recordarlo así?

No supe qué responder y, sobre todo, no quería hacerlo. Estaba asqueado por aquellas creencias propagandistas que no sumaban más que desgracia a los que habían luchado en la guerra. Debían parar por nuestro bien, incluso por respeto. Sin embargo, Frieda se acercó a mí y tomó mi libreta. Escribió unas palabras en francés y se las enseñó a la arrendadora. La abrazó para calmarla y le agradeció por nuestra ayuda. Por mi parte, escribí que no nos debía nada, pero que quería saber el nombre de su marido por curiosidad. Me contempló como si ya supiera la sorpresa y susurró cada sílaba igual que una melodía: «René.»

La guerra que nos pondrá finWhere stories live. Discover now