Capítulo 26

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Lo primero que hice para remendar mis errores fue disculparme con mi abuela. Le escribí lo arrepentido que estaba de nuestra relación actual y que la arreglaríamos. Me abrazó y me consoló con la promesa de que siempre me perdonaría y que abandonarme sería un pecado. Juramos que estaríamos el uno para el otro a pesar de las circunstancias. Le agradecí por su comprensión y ella me agradeció por estar vivo, hecho que me dio arcadas.

Supe que si quería encontrar a la mujer era por una cuestión de deber, de honor. No me importaba mi motivación, solo hacer las paces con ella. Discutí esta idea con mi abuela, y aunque desacordaba conmigo, me ayudó a localizarla. Temíamos que hubiera abandonado el pueblo después de mi insensatez, así que salimos de casa el tres de abril y preguntamos a los vecinos si habían visto a una joven muda de origen germano. La mayoría evitaba mirarme a los ojos y encontraban consuelo en los de mi abuela.

Nadie sabía dónde se encontraba. Algunos no la habían visto, pero otros declaraban que estaba en todas partes y que vivía en múltiples casas. Los rumores de los panaderos y los agricultores decían que había comprado una serie de viviendas que se encontraban vacías tras la guerra. Aquello me recordó a Yvonne, porque si no había respondido mi carta significaba que ya nadie vivía en su departamento ni tampoco en Cholimar. Olvidé esa tribulación y concluí que o la mujer era rica o que su silencio había confundido a todo el pueblo. Cada vez me decantaba más y más por la idea de que la desconocida era una figura divina que intentaba guiarme hacia un cielo desconocido. Interrogamos a todo el pueblo por su presencia hasta que me encontré con el soldado el cual le había regalado el camembert. Nos contó que había sido cliente de la familia de Yevgeny hace años, y que tras la guerra, solía pasar por la de Yevgeny para cerciorarse de que ningún ladrón la asaltara. Había visto a alguien viviendo en ella, pero no quería contactar con la policía por miedo a que no lo tomaran en serio. Le agradecí por su apoyo y le indiqué que si necesitaba cualquier cosa estaríamos para él. Sólo me pidió un poco de camembert.

Me parecía lógico que la mujer viviera en la casa de Yevgeny si tenía sus pertenencias. Me preguntaba cómo las había conseguido o de dónde venía. Si hablaba con ella podría responder mis dudas, pero después de mi actitud desconocía si sería capaz de escribirle algo más que una disculpa. Le supliqué a mi abuela que siguiéramos el cuatro de abril y aceptó sin problemas. Al llegar a casa le ayudé a cocinar un poco de caldo de pollo y me alimenté de él con el tubo que la misma enfermería me había regalado. Me había costado acostumbrarme las primeras veces, pero una vez que desafiaba la sensación de vómito comer era sencillo: no tenía que masticar ni tragar.

Tras el almuerzo me dispuse a descifrar el alfabeto ruso de Guerra y Paz. Había olvidado esa promesa durante cuatro años y a pesar de que Yevgeny no había cumplido con volver conmigo, una parte de él estaba en mis manos. Pasé las páginas de la novela, imaginando la coincidencia que era leer una obra tan bélica como pacifista tras una guerra mundial. El solo hecho de que mi amigo hubiera reencarnado en tinta y papel era un milagro. Abracé la novela y exploté en llanto, diciéndome que debía encontrar a esa mujer y preguntarle todo lo que sabía sobre Yevgeny.

Al día siguiente partí con los dibujos de mi amigo rumbo a su casa. Mi abuela quería acompañarme, pero le pedí que se quedara en casa. Debía disculparme en soledad y aceptar las consecuencias de mis actos. Crucé la avenida Saint-Étienne rememorando todas las ocasiones en las que nos habíamos encontrado en plena calle. Eran sorpresas agradables que me recordaban a las casualidades de la vida. Suspiré, nostálgico, y me deslicé por la calle Rin con la esperanza de dialogar con la mujer. Si era muda entonces sabía la lengua de señas alemana, o mejor dicho, la prusiana, ya que sabía que las lenguas de señas variaban no sólo de país a país, sino de estados a estados. Fuera como fuera, sólo podía leer y escribir con ella. Había preparado una nota, pero no sabía si era un recurso demasiado simple para una disculpa. Me dije que debía calmarme, que necesitaba dejar de ser tan duro conmigo mismo, pero cuando llegué a la casa de Yevgeny mi sangre se congeló. Dudaba de si debía tocar la puerta una, dos o tres veces. No sabía cómo presentarme: llevaba el mismo traje de mi abuelo y pensé que lo había portado para la ocasión incorrecta. Temblé por la ansiedad y creí que había sido un error caminar hasta aquí. Todos me observaban, todos me juzgaban. Oí un par de pasos acercarse hacia la puerta y creí que sería mi fin.

No escapé a tiempo y la mirada de la mujer me atrapó. Se la veía más seria que de costumbre, rencorosa por nuestro encuentro en la fuente. Ninguno de los dos quiso dar el primer paso hasta después de los tres minutos más incómodos de mi vida, en donde me invitó a pasar a la casa de Yevgeny. Se veía igual que la última vez que la visité, hacía más de cuatro años. Las figuritas de madera, ya sea de animales o de la Virgen María decoraban las estanterías de la casa. Sin embargo, había algunas que eran nuevas y que suponía que la mujer había tallado por ella misma. ¿Acaso trabajaba para la familia de Yevgeny? Era imposible: mi abuela fue incapaz de mantener el negocio a flote. Entonces, ¿por qué lo hacía? La mujer me invitó a sentarme en la mesa del comedor. Sostenía un pedazo de papel en sus manos y me lo entregó. Era un escrito en alemán y lo leí como pude.

El nombre de la mujer era Frieda. Vivía en la región de Masuria junto con su padre adoptivo y su tío. Sus hermanos —tenía dos— y su abuelo habían partido a luchar por el Imperio Alemán al inicio de la guerra. Su padre y su tío lograron evadir el reclutamiento al fingir una lesión, pero los que partieron no regresaron a casa. Su vida cambió cuando encontró a Yevgeny tras la batalla de Tannenberg, tetrapléjico por sus heridas. Me contó que había cuidado de él como pudo hasta que Yevgeny decidió suicidarse en abril de mil novecientos quince. Lo primero que pensé fue que Frieda era una asesina, pero me vi reflejado en Yevgeny como nunca antes. Las ganas de acabar con todo y de sentirse prisionero de su propio cuerpo era un sufrimiento que seguía viviendo hasta el día de hoy.

Quise agradecerle por lo que había hecho por mi amigo, pero me entregó otra hoja de papel. Contaba cómo había escrito a su familia según un par de direcciones que Yevgeny había dado, al igual que la promesa de los libros. Contactó con la madre de Yevgeny, la cual había perdido a su esposo y a todos sus hijos a excepción del benjamín. Frieda se mudó a a Varsovia para apoyarla hasta que recibió mi carta. Fue Alexander quien le dio algo de dinero para el viaje y las llaves de su casa, mientras ellos estaban atrapados en una guerra civil, incapaces de comunicarse con el mundo exterior. Me entristeció el destino de la familia. No quería imaginar el sentimiento de la madre de Yevgeny al perder a toda su estirpe. Asentí y me recluí en mis pensamientos. La historia sonaba creíble: no había una razón para que Frieda mintiera, pero seguía sin entender por qué estaba aquí. Si ya había cumplido la promesa de Yevgeny, ¿entonces por qué no había vuelto a su hogar? Su padre y su tío debían extrañarla, peor aún tras las ofensivas catastróficas del Imperio Alemán. Arranqué una tira de papel de la hoja y le pregunté qué deseaba de mí. Me sonrió y escribió por su parte lo siguiente: «Te ves solo y quería hacerte compañía.»

Era la primera vez que alguien pensaba así de mí o de mí mismo. Había mencionado muchas veces lo solo que estaba, pero nunca había cuestionado mi soledad ni mucho menos me había preguntado si los demás pensaban así de mí. Pasé varios minutos en silencio, tratando de adivinar por qué alguien como Frieda deseaba acompañar a un mutilado de guerra. Se lo pregunté y al leer mi mensaje su sonrisa se esfumó. Pensé que la había ofendido, pero me respondió con una mirada melancólica, ocultando su rostro perfilado tras su cabello rubio. «¿Hace falta una razón?», respondió. Me petrifiqué, porque pensaba que sí tenía que haber un motivo, un interés detrás, pero sus acciones demostraban lo contrario. «No lo sé.» Hubo silencio por unos quince minutos. Teníamos miedo de lastimar los sentimientos de cada uno, así que decidí dar por terminada la reunión entregándole los dibujos de Yevgeny. Frieda los tomó y los abrazó tal y como yo abracé el libro de Yevgeny. Ese gesto me dio una pizca de felicidad, porque significaba que el recuerdo de Yevgeny prevalecía. Me retiré con la vista en frente, pero Frieda me entregó un último pedazo de papel: «Lo siento.»

Partí a casa con el corazón roto. Conocer el pasado de Yevgeny me inspiraba a buscar la verdad sobre mis amigos, pero a la vez, me desmotivaba. Sentía lo que me había pasado y en mi estado actual las palabras para describir la tristeza que me inundaba se escapaban. Que Frieda decidiera cuidar de mí era una cuestión que nos incumbía a los dos, pero, ¿de verdad sucumbiría ante una falsa esperanza? Sí: caería en una trampa sin salida. Necesitaba pensar en cada una de las posibilidades, en lo que significaba hablar con Frieda. Era un puente hacia mi pasado y hacia el futuro. Era una cuestión complicada de procesar, así que cuando llegué a casa decidí dormir y cavilar sobre el asunto por los siguientes días. Mi abuela me preguntó cómo me había ido en la reunión, y respondí con un simple bien. No indagó en más detalles y me dejó en paz. Le prometí que le contaría mis pensamientos cuando fueran más claros. Tal vez tenía razón: Frieda era una figura divina y una enviada del cielo, decidida a guiarme por una vida que creía que ya había perdido. 

La guerra que nos pondrá finWhere stories live. Discover now