Capítulo 51

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Para Margarita debió ser una honda humillación acompañar a trabajar a su padre en nuestro jardín de nuestro chalet de Marbella. Tras la muerte de la madre de Margarita, todo se había derrumbado cómo una pirámide de naipes en su familia. Javier, el padre de Margarita, había mentido a sus hijos. No era abogado sino jardinero y manitas para todo. El dinero lo conseguía de un fondo de inversiones que tenía la madre. Pero todo se había pulverizado porque ya no quedaba más dinero. No quedaba más pasta que rascar ni más mentiras qué amortizar. Estaban en la ruina.

Javier se lo había contado a Margarita, y ella -después del trauma de perder a su madre a quien adoraba- se lo tomó bastante bien. A mi amiga, poco le importaban los cuentos de su progenitor mientras pagara las cuentas y cuidara de ella y de sus dos hermanos. Le preocupaba mucho más Martín, su hermano con Síndrome de Down. pPnsar en su futuro le desazonaba mucho. Pero ¿qué podía hacer?

Margarita ya sabía que, en cuanto cumpliera los 16 años, se pondría a trabajar de camarera en cualquier garito de la noche de Málaga, para ganar dinero poniendo copas a tipos borrachos y lujuriosos que se querrían meter dentro de sus bragas. Pero quería compaginar el trabajo con los estudios. No había abandonado su sueño de ir a la Universidad. Sabía que era el único billete de salida para escapar de la ratonera de su claustrofóbica y exigente familia.

En cambio, mi vida estaba en sus antípodas: mi familia era rica, tenía un chaletazo en Marbella, cerca de la playa con palmeras que acunaba la brisa del Mediterráneo. Yo iba a ir a estudiar Periodismo a Madrid con todos los gastos pagados sin preocuparme por tener que trabajar en trabajos basura, sin angustiarme por el dinero.

Pero el jardín nos unió a Margarita y a mí.

Mi padre había creado un jardín pantagruelico plantando naranjos, limoneros, ciruelos, nísperos, manzanos, higueras, fresas y rosales de tres tipos diferentes: los que daban rosas de té, los que daban rosas de pitiminí y los que daban rosas rojas como la sangre. Había plantado también césped en las cuadtro laderas del terreno, y árboles llorones en la piscina vallado por una cerca de varas de aluminio cruzada. 

Los Rojas solíamos pasar allí los fines de semana. Como  yo no tenía amigos, a mí me daba igual. Sólo era un agujero más grande y más cómodo donde esconderme.

Tras la muerte súbita y brutal de la madre de Margarita de un ataque al corazón, ella había cambiado de personalidad. Había dejado de ser la niña dulce y bien adaptada a la que todo el mundo quería e invitaba a sus fiestas y se había vuelto feroz y rebelde, una lenguaraz indomable, una loba herida que hería con su lengua vitriólica que escupía veneno a cualquiera que se le acercara.

Para Margarita, la muerte de su madre supuso el fin de su adolescencia. Y me avergüenza mucho pensar que a mí me beneficio. La muerte de su madre abrió la puerta de nuestra relación e hizo que ella se fijara en mí después del desastre del tornado emocional que había destrozado su vida.

Sin duda, en la vida de mi amiga, hubo un antes y un después de morir su madre.  El trauma abolió su felicidad. A partir de ese traumático momento, tuvo que ocuparse de Martín, hacer las tareas domésticas, fregar, planchar, limpiar la casa, hacer las camas, barrer, cocinar. Conoció las verdades inquietantes de su familia. La vida le robó la inocencia, le cortó las alas y le echó veinte años encima.

En Marbella, una tarde de verano, cielos azules, palmeras verdes, yo estaba tumbada en la toalla junto a la piscina mientras leía "Orgullo y Prejuicio" de Jane Austen cunado la vi entrar por la puerta del jardín con cara de vergüenza siguiendo a su padre y cargando con una pala y un rastrillo. Su padre le llevaba la delantera empujando una carretilla llena de mantillo de estiércol.

La miré. Me miró. Me puse roja. La cara me ardía de emoción y excitación y culpa. ¿Me tenía rencor porque yo presenciaba cómo ella había empezado a formar parte del servicio de mi familia? Tuve miedo de que me odiara.

La miré. Me miró. La sonreí. No me devolvió la sonrisa.

Yo seguí leyendo "Orgullo y prejuicio", sin poder concentrarme mientras miraba cómo Margarita empujaba un cortacésped por nuestro jardín. Con unos pantalones vaqueros cortos y deshilachados, y una camiseta blanca empapada en sudor, estaba guapísima. 

Tuve la fantasía de levantarme. Acercarme a ella. Apagar el cortacésped. Coger su cara entre mis manos y besarla, explorarla con mi lengua, besarla para siempre, sin importar la gente, sin importar las barreras que nos separaban. 

Me levanté y me acerqué a Margarita, con timidez, más cortada que una paraguaya. 

-Valor, Sara, valor-me dije a mí misma, mentalmente.-Vamos, que tú puedes-añadí para mi coleto.  

Caundo me vio, no apagó el cortacesped que hacía un ruido infernal. Siguió trabajando como si nada.  

-¿Cómo estas?-le pregunté. 

No me oía. Hizo un gesto de llevarse el dedo índice a la oreja para indicarme que no me escuchaba. 

-¿Estás bien?-le pregunté. 

Me enfadé al ver que Margarita me ignoraba, y apagué el cortacesped. Se vlvió hacia mí como una loba furiosa. 

-¿Qué haces?

-Te estoy hablando. 

-Vale, perdona, tú mandas. Eres la hija del jefe. 

-No digas chorradas. 

Suspiro de puro hastío. 

-¿Qué pasa? 

¿Cómo estás?

Algo se aflojó en su interior. Su cara de desmoronó. Me miró con los ojos llenos de lágrimas. La barbilla le temblaba. 

-No se como estoy. 

-Normal. Es muy fuerte lo que te ha pasado. 

-Me parece increíble que mamá esté muerta. Me levanto y digo: voy a contar tal cosa a mamá, le va a hacer gracia, o al salir de clase quieo llamarla, me meto en la cabina y marco el número de casa. Luego me acuerdo, y el dolor es tan fuerte. 

-Te entiendo.  

-¿Por qué, Sara? ¿Por qué ha tenido que pasar esto? Me parece estar dentro de una pesadilla. 

Sin mediar palabra, la abracé con toda la fuerza de mi amor, con toda la potencia de mi consuelo. Me desgarré de ternura por ella. Margarita me devolvió el abrazó, que duró una eternidad.  

MÁLAGA 82Donde viven las historias. Descúbrelo ahora