Capítulo 47

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La calle es pina, silenciosa, desierta. Cae un silencio ardiente y sobrenatural sobre Margarita y yo. Flanqueamos madreselvas y zorzales, en íntima comunión, sin decir nada. Yo tengo miedo de decir una tontería y estropear el momento como si fuera una pompa de jabón que un niño hace con tembloroso cuidado.
-¿Es verdad que eres tortillera?
Me quedé helada. Herida como si una punta de diamante tatuara mi corazón.
-¿Qué?
-No, si lo entiendo porque los niños son unos burracones.
Tierra trágame.
Me puse de color púrpura. Las piernas me temblaron como estúpida gelatina.
Miré las punteras chamuscadas de mis abrasadas zapatillas Karhus. Tenía una pinta lamentable. De repente, me vi a mì misma como me veía Margarita, como una pringada patética, como una fucking looser total.
Me sentí la chica más idiota del planeta Tierra.
Menuda puta mierda de vida.
Nada salía como yo quería. Eso sólo pasaba en las películas de John Hugues, en "La chica de rosa"; en " El club de los cinco", en "16 velas". Bueno, era verdad que mis padres se habían olvidado de mi cumpleaños y que mi vida estaba hecha mangas y capirotes como le pasaba a Molly Ringwald en "16 velas". Pero el resto para de contar.
Miré a Margarita, recelosa, como una gata castigada.
-¿Te has mosqueado?
-No. Para nada-mentí mientras agachaba la cabeza como un cabestro manso.
Para nada. Se podía ser más imbécil. Para nada. ¿A quién se le ocurre?
De repente, me odié a mí misma violentamente.
Una náusea fría se enroscó en mi tripa y subió como una cruel Cobra hasta mi garganta, me asfixió, me envenenó.
Cinco minutos antes, me embargaba la ilusión fútil de besar a Margarita. Pero vi como me hacía la cobra en mi neurótica cabeza y me corté como una paraguaya.
Ay Dios mío, qué humillación. Sólo quería irme a mi casa. Pero no quería ser la primera en decirlo para que Margarita no pensara que me había herido y sintiera pena por mí.
Aborrecía suscitar conmiseración.

-Ya vé. Dos de mosqueo-dijo Margarita dándome dos collejas con ternura.
Estaba tan azorada que el gato me había comido la lengua.

Gracias a Dios, fue Margarita quien rompió el hielo y dijo:
-Me tengo que ir.
Cuando desapareció, en la estremecida luz de la mañana, me sumergí en un una piscina helada de tensión y silencio.
Una angustiosa incomodidad me colonizó el pecho.
Me aborrecí a mí misma por no ser más tranquila y elegante.
Tendrían que pasar treinta años para que aprendiera a quererme.
El exceso de expectativas envenenaba mi vida.




MÁLAGA 82Where stories live. Discover now