XX

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Se me hace irresistible no cruzar las puertas. Dejando que el olor de los pasteles, galletas y magdalenas se vuelva todo lo que mi nariz pueda reconocer. Escondida entre esos aromas dulces y deliciosos, se encuentra la mujer que me ha visto crecer.

—¡Niñita! —dice con alegría la señora Dawsey cuando entro a la cafetería.

—Solamente tú estarías a estas horas aún en la cafetería —digo poniendo los ojos en blanco. Deben ser las nueve y pico de la noche. He visto las luces encendidas, y no he podido evitarlo.

—Ay, ven aquí preciosa —sale casi dando saltitos pequeños del mostrador y acoge mi cara entre sus manos—. Sigues igual, aunque pareces mayor. Y brillas más.

—¿Desde cuándo brillo? —la miro medio perdida—. Deberías salir más a que te dé el aire, eso de pasarte todo el día en la cocina te está perjudicando la cabeza.

Pasa de mi comentario haciendo un movimiento perezoso con la mano y se vuelve para entrar a la trastienda, la sigo. Se sienta en una de las sillas acolchadas, yo hago lo mismo pero en un taburete de madera.

—¿Sabes que en esta misma trastienda, diste tus primeros pasos?

Vale, ya sé por dónde va a ir esto...

—No.

—Claro que no, siempre ha sido un recuerdo que me he guardado para mí. Además, eras un bebé, no tienes tan buena memoria niñita.

Se cruza de brazos y mira las paredes llenas de estanterías de metal, despensas llenas de material y hornos que parece que nunca dejan de funcionar. En este mismo lugar también me escondí durante mi adolescencia cuando me encontraba con mis compañeros de clase en verano. Ahora, si lo miro con más perspectiva, no entiendo por qué me avergonzaba de trabajar durante las vacaciones. Gracias a esos interminables días puedo pagarme la universidad.

—Me acuerdo perfectamente de esa tarde —dice con calma—. Estábamos a mediados de febrero, en poco cumplirías un año de vida, y tu madre se había pasado gran parte de la mañana trabajando en la cafetería, para después hacer turno de tarde en el hospital. Tu madre es muy trabajadora, lo sabes, ¿no?

Asiento.

—La pobre estaba tan cansada, que se pegó una siestecilla en esta misma silla en la que estoy sentada. Y cerré la tienda por un rato para vigilarte. Te cogí en brazos y te puse de pie en el suelo, aguantándote con esas minúsculas manitas. Tan suaves y tan delicadas. Giraste la cabeza para buscar a tu mamá, y sonreíste. Una sonrisa tan pura como la nieve que cae en invierno y no se ensucia por los zapatos de la gente. Algo tan precioso como adorable.

Parece una tontería quizás, pero en este instante, pienso en Darren, y en sus cuentos. Sus abuelos siempre le contaron historias inventadas para que se durmiera, y en su momento me sentí triste por nunca haber tenido eso. Sin embargo, me doy cuenta de que siempre lo he tenido, solamente que de forma distinta. Las historias de la señora Dawsey sobre mi infancia siempre han estado ahí. Nunca las he tenido tan en cuenta, estaría bien empezar a hacerlo. Así que me dejo llevar. Dejo que una de las decenas de historias de Molly se quede en mi mente. Quién sabe, quizás algún día pueda devolverle el favor a Darren, y hacer que se duerma.

—De repente, empezaste a caminar hacia ella, y yo estaba demasiado sorprendida como para gritar de la emoción o siquiera intentar buscar una cámara —sonríe al recordarlo—. Fuiste hacia tu madre, pues no importaba cuán cansada ella estuviese, cuán poco la pudieras ver, siempre ibas a ella.

—¿Por qué mamá nunca me ha contado esta historia? —pregunto—. Siempre que me lo ha explicado me dice que ocurrió en el parque de delante de casa, que me levanté y corrí hacia el tobogán.

Cállame con besos [COMPLETA]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora