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El cielo de Londres esa noche parecía encogido, tan lamentable como se sentía él. 

Erick lo miraba por la ventana, sentado en su cama, con las piernas infantilmente contra su pecho y la cabeza inclinada contra la pared. Y solamente se escuchaba el ligero ronroneo de Noah en sus propios sueños. Había vuelto a dormir con él, sin buscarle una explicación. 

Cuando decidió que simplemente era suficiente pensamiento, se levantó de la cama y caminó descalzo entre las paredes de su hogar tenebroso y oscuro. 

Respiró profundamente y se dejó caer contra el sofá, con esa funda mostaza y los dedos de los pies enredados en la alfombra apelmazada que le ocasionó tantas peleas estúpidas con Joel, pues ninguno acordó en ningún momento cuál era su verdadero color. 

Dos meses habían pasado ya. Dos meses. 

¿Era sano eso? Sentir que tu corazón se desprende lentamente de tu cuerpo y que encima tiene el descaro maldito de despedirse con un movimiento de mano a la distancia. Durante algún tiempo sintió las puntadas de una aguja cosiendo su alma a otra. Ahora sentía que jamás podría dejarla ir. 

No. Definitivamente no podía ser sano. 

Así que Erick cerró sus ojos y se permitió viajar dentro de sus propios recuerdos, como había estado haciendo en los últimos dos meses. Dos meses. 

Se vio en la misma casa, en ese mismo sofá, con un botellín de cerveza en la mano y la voz calmada, pues Noah estaba durmiendo. 

Y casi vio de verdad a Joel caminando hasta él, con una sonrisa y la vista variando entre Erick y el pasillo a su espalda. 

—Ya lo he acostado— le había dicho, dejándose caer sólidamente a su lado—. ¿Sabes que tu hijo abraza la almohada cuando duerme? 

—¿De verdad me acabas de hacer una pregunta sobre cuánto conozco a mi hijo? 

Y ambos rieron, tan vivos y felices, como si fueran eternos. 

La claridad de la luna se colaba entre las rendijas de la persiana bajada. La voz de la tele solamente era un sonido ambiental, con la melodía aguda de una serie infantil que Noah había querido ver. 

Pero en ese momento sólo estaban los dos, con olor a patatas y sabor de hamburguesas, compartiendo un botellín de cristal, pateando la manta lejos porque era mucho mejor el calor que se podían dar ambos. 

Los dos hablaban y hablaban y hablaban… Era una de esas noches donde solamente estaba permitido reírse, donde estaba jodidamente prohibido todo lo que pudiera hacerlos flaquear. Ellos habían impuesto la norma tácita de reírse de sí mismos, aunque, en verdad, jamás lo habían comentado en voz alta, a pesar de que los dos sabían que la regla existía. 

Pero es que Joel tenía esa sonrisa, tenía esa forma de reírse y provocar que su cuerpo entero lo hiciera con él… Sus ojitos se definían, sus dientes brillaban malditamente y su cuello se estiraba al tirar la cabeza hacia atrás. 

A él no le era posible escucharlo reír y no hacerlo también. Lo había intentado, sí; pero a esas alturas se rehusaba. 

“No esta noche”, se dijo a sí mismo. 

Así que le pasó el botellín a Joel y después se lanzó contra él, haciéndolo reír.

Erick se acomodó en el regazo de Joel, mirándolo fijamente con los luceros entrecerrados y una mano rodeando su cuello para sostenerse. En realidad era una excusa, podía sostenerse por su cuenta, pero le gustaba acariciar los rizos que Joel tenía en la nuca. 

Y Joel lo miró mientras bebía, con su mano izquierda tanteando la cintura ajena para mantenerlo más cerca; para alimentarse de su calor y robarle el habla. 

Arkhé || JoerickWhere stories live. Discover now