Sabor a sangre.

942 59 0
                                    

Intenté respirar hondo y tranquilizarme. No quería arruinar la cita de Cele.

Pedro parecía totalmente tranquilo. Como si un momento antes hubiéramos estado contando margaritas en vez de amenazándonos.

-no ha pasado nada,- dijo él.

-¿qué no ha pasado nada?,- dije yo, impresionada.

-no,- contestó él,- estás muy alterada, tranquilízate.

Estaba anonadada. No entendía nada, os juro que si alguien hubiera aparecido diciéndome que saludara a una cámara oculta, no hubiera dudado en saludar.

Raúl le miró, desconcertado. Él se defendió añadiendo:

-bueno. La he gastado una broma y se ha cabreado. Quería marchase, y yo la he agarrado del brazo para que no lo hiciera y parece que se lo ha tomado a mal.

-¿qué?,- casi chillé.

-ella no se pone así por una broma,- dijo Cele.

-bueno, todos sabemos que está a la defensiva conmigo,- dijo Pedro.

No daba crédito a lo que me estaba pasando. Menudo idiota, pensé. ¡En qué momento se me ocurriría aceptar esta cita!

-está bien,- dije todo lo calmada que pude,- iros Raúl y tú, nosotros nos vamos a casa.

-pero…- comenzó Cele.

-no me van a secuestrar en mitad de la calle más transitada de esta ciudad. Vamos, vete.- la dije esto último sonriéndola.

-o si quieres podemos acompañarla y luego nos vamos nosotros dos,- dijo Raúl, sacando el móvil del bolsillo y mirando lo que supuse que era la hora,- tenemos tiempo,- dijo sonriendo a Cele.

-para estar de sujeta velas prefiero ir sola,- dije por lo bajito.

Le di un beso a Cele y, antes de que pudieran hacer nada, me marché, no sin asegurarme antes de que Pedro no me seguía.

Cuando llegué a casa mamá me había dejado una nota.

“Cenamos fuera, avisa a Cele si quieres y comed juntas”                                                                            Te quieren, papá y mamá.”

-Me temo que Cele está hoy ocupada-, dije para mí misma.

Pensé en lo que había pasado en la cita. ¿Realmente era como yo lo veía? ¿O estaba a la defensiva?

 ¿o te estás volviendo loca? dijo una vocecita en mi cabeza.

Todo era demasiado raro, las pupilas engulle ojos, el cansancio, y lo que ahora parecía una distorsión demasiado grave de la realidad, si es que no lo era ya lo de colorear los ojos de la gente a mi antojo.

No sé que me ponía más los pelos de puntas: que fuera fruto de mi mente. O que fuera verdad.

Entonces volvió a sonar. El pelo de mi nuca se rizó. Sentí un escalofrío recorrerme. Todo mi cuerpo estaba en tensión, esperando. Otro ruido, otro, otro más.

Me quedé escuchando el suficiente tiempo para adivinar que no lo habría provocado una persona, de ser así habría llamado a la policía. Ni un animal, aunque de eso no hubiera estado tan segura de no ser porque la noche antes era el mismo ruido.

Cogí un cuchillo de la cocina, que estaba al lado del comedor. Puse la linterna en el móvil, y subí.

El sonido seguía sonando. Subí las escaleras, de pronto todo parecía más oscuro y en silencio que de costumbre.

Me recordé que era de esas personas a las que les gustaba el silencio, la calma, la oscuridad.

Pero aquella oscuridad era distinta a la que yo tanto amaba.

Era una oscuridad extraña, irreal.

Llegué al pasillo de arriba y miré en todas direcciones, no había nada. Entré en mi habitación. Entonces toda la piel se me erizó. La temperatura era claramente más fría aquí. Los dientes comenzaron a castañearme. Abrí el armario de un golpe.

No sonó nada.

Y entonces ¡PUM!

Parecía que en cualquier momento se iba a caer encima de mí. Parecía que toda la habitación se iba a derrumbar. Me caí al suelo por el temblor, aunque no veía los objetos de la habitación oscilar ni caerse. Parecía que todo aquello solo tenía efecto sobre mí. Quería gritar, pero salió una especie de chillido ahogado. Ahora el ruido venía de todas las direcciones. Intenté salí por la puerta, pero estaba… húmeda. El picaporte se resbalaba de mis manos. De pronto empecé a sentir el frío por todo mi cuerpo.

Y, después, me di cuenta, no era frío. Era agua.

Me estaba ahogando.

Quería nadar, todo se inundó de oscuridad, no podía respirar. Tampoco nadar, tenía las extremidades congeladas. Intenté moverme, andar, arrastrarme, lo que sea. Tenía que salir de allí. Mis pulmones no aguantarían. Iba a morir.

Ahogada, en la oscuridad de mi habitación. Era imposible. Intenté moverme pero chocaba contra objetos que no reconocía. Mis pulmones ardían cada vez más. Al fin, conseguí agarrar algo en aquel mar azul oscuro. Era un espejo.

Desde ellos me miraban unos ojos negros.

Lo solté aterrorizada.

Nunca, en la vida, nada me había quemado tanto, como lo hacía aquella agua helada. Me llevé las manos al cuello. Y mi cuerpo se rindió. Sentí como entraba el agua, como mis pulmones estallaban. Ese dolor atroz.

El extraño sabor que tenía en la boca a cieno y algas, fue sustituido por el sabor a sangre.

Solo deseé una cosa en esos segundos de horrible dolor.

Morir.

Y  lo que a mí me pareció una dulce oscuridad, indolora, se apoderó de mí.

Mi amigo imaginario.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora