Obscuridad (parte 2)

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Algunos días antes.

Era tarde, de noche, alrededor de las diez. Estaba viendo páginas sin ningún orden ni concierto. Lo suyo ya no era navegar. Ella estaba segura de que iba a la deriva más profunda. Se estaban dando las condiciones para que una tormenta perfecta de la Internet se produjera de forma inminente. Así llevaba meses, para ella una eternidad. Haciendo clic de enlace en enlace. Visitando páginas sin fin, conectándose con charlatanes, videntes del tres al cuarto, pederastas que la confundieron con una niña. Una cascada de sordidez en un submundo más que tétrico, sin viso alguno de llegar a ningún remanso de paz. Quería investigar por todos los huecos donde veía o intuía una salida.

Cuando ya iba a tirar el queso de la pizza encima del teclado, escuchó la llave de la puerta. Era él.

—Pero, cari, ¿todavía estás en el ordenador? —le habla como si le hablara a la niña que hay en ella, con cuidado paternal.

—¿Eimm…? Sí, sí, he visto… he visto algo interesante.

—¿Interesante…? ¿Algún trabajo…?

—No, no, trabajo no… es algo que he visto… no sé, creo que fue hace… una…, dos horas… o así… ¿Cómo se buscaban las páginas que has visitado…?

—En el Historial… ya te lo he dicho mil veces… Pero también podías haber colocado un marcador en la barra de… Aquí…

Ella le quitó el ratón de las manos, furiosa.

—¡No… te he dicho que lo hago yo! ¡Sí, esta es…!  Mira…, lee. —Le deja su silla y se pone a su lado, con los brazos en jarras y caminando alrededor, nerviosa.

Facebook. HDLM. Grupo cerrado. Actividad reciente. “Ceremonia de Resurrección…”

Cuando él termina de leer, se vuelve hacia ella. Está a punto de sonreírle, pero la cosa ya no le hace ninguna gracia. Se gira para apagar el ordenador. Ella sabe que ahora llegará la tormenta, esa tormenta perfecta que ha estado esperando todo el día. Las olas crecen, los gritos vuelan, el orgullo y su integridad mental se sumergen en remolinos de reproches. Bajo el agua, las voces reverberan con sordo sonido, ella siente que se ahoga sin remisión. Te estás haciendo mal. ¡Glup! No puedes seguir así. ¡Glup! Te estás volviendo loca ¡loca! ¡Glup…, Glup…! Pero ¿por qué! ¿No lo ves tú como lo veo yo! ¿Acaso no está claro! ¿No lo ves?

—¡Que no! Que ya te dije que nuestro hijo murió, que no pudimos hacer nada. Todo lo que pudimos hacer por él, lo hicimos. No hay más. ¡No va a volver! Tienes que aceptarlo ¿entiendes? ¡Tienes que aceptarlo por tu bien…! Por nuestro bien…

Él la acoge entre sus brazos, contra su pecho. Ella llora, inconsolable.

—Acéptalo, por favor… Los muertos no vuelven. Eso que pone ahí es sólo una patraña, una forma de darle esperanza a la gente. Pero no es real. ¡Nada de eso es real! Reales somos tú y yo. Tenemos que superar esto… ¡Tenemos que superarlo...! ¿Okay, nena?

Ella asiente, cabizbaja.

—Pero él me dijo… —dice ella con la voz entrecortada.

—Ssss, calla, ya no más. Venga, vamos a comer ¿has preparado algo…? Ah, sí…, pizza…, —se sonríe—bueno, lo que queda de ella…, tragona. Venga, ven a la mesa…

Días más tarde, en casa.

—¡Cariño…! —ella lo llama, no hay respuesta— ¿Cariño? Lo busca por toda la casa, entra y sale de las habitaciones. Sube las escaleras, baja. —¡Cariño! —se empieza a impacientar. De pronto, respira, lo ve en la mesilla del salón, junto a la ventana que recibe la luz del sol de la tarde. Dibuja o escribe, de rodillas en el suelo.

—¿Cariño…, no me has oído? —le dice dulcemente. El chico la mira, no dice nada. La mira con unos ojos helados. Totalmente mudo. Niega con la cabeza. Vuelve a sus tareas. Ella se arrodilla a su lado. Observa sus dibujos. Están hechos en blanco y negro. No con lápiz, no, a rotulador y ceras. Rotulador negro, cera negra. Manchas negras, niño con trazos negros, ojos negros, sonrisa negra. Un corazón enorme y desproporcionado pero todo negro.

—¿Y eso…? —se sonríe, risa nerviosa—¿No hay colores en tu dibujo?

Hay otros dos dibujos más sobre la mesa. El mismo estilo. No sabe mucho de psicología, pero intenta iniciar con él una conversación que le aclare. Los del grupo le insistieron en que hablara con él, que no lo dejara solo. Hablarle a su altura. Se incorpora; todavía de rodillas, sentada sobre sus muslos, lo coge de los hombros y lo gira para que la mire. Pronto recuerda que su mirada no es tan clara. Tiene la misma caída de párpados que su padre. Las mismas ondulaciones en el pliegue del lagrimal. Las mismas cortas pestañas. Los mismos ojos marrones, ahora menos expresivos. Por eso cesa en su empeño. Los ojos la miran pero ella entiende que no va a sacar nada en claro.

Al levantarse se da un susto de espanto. Su marido está allí en el centro del salón. No advirtió de su llegada. Cuando él ve al niño allí, se le cae el maletín de las manos. Los ojos desorbitados, la boca abierta. El vello erizado. No sabe cómo actuar. Unos ojos pardos, tristes, opacos, de muerto, le miran sin pestañear.

Ella no se escandalizó cuando el cuerpo cayó al suelo y la cabeza golpeó el terrazo. Quizás pensó que algún tipo de justicia se había ejercido aquella tarde. Esa tarde, cayendo el sol, él también cayó. Como un fardo fofo, falto de consistencia y de alma. Por supuesto, nunca pensó en pedirle a Los Hermanos que le hiciesen la ceremonia. Arrastró como pudo el cuerpo hacia el sótano. Allí ya no entraban desde los gritos del niño al bajar en lo oscuro…

Puro Terror (La Web del Terror)Where stories live. Discover now