El ángulo muerto (parte 3)

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Esa noche hablamos durante horas. Terminó el concierto y ya los guardias de seguridad nos miraban con recelo. Tuvimos que apresurarnos a dejar el recinto. Tellevas años y años anhelando a alguien que te comprenda, que te escuche sin prisas, con interés y reafirme tus sueños e ilusiones. Yo lo encontré el día más inesperado. Un día que en realidad fue una noche. Y una noche que ya nunca acabó. Primero, se hizo luminosa como el mediodía, que fue cuando conocí a Nadir, y luego más tarde lo que mostró hizo que aborreciera la luz como si me hubieran herido los ojos con un hierro candente.

Si en ese momento hubiese sospechado lo que hoy sé, quizás ya haría tiempo que hubiese venido a su consulta. Ese fue el día en que vi al primero de los fantasmas, pero lo que me ocurrió era de tan poca importancia, que ni yo mismo quise darle crédito. Así que pronto olvidé mi primera impresión, como olvidamos todos el daño, quizás inocente o no, de un ser querido o un mal sueño al despertar. Y así fue cómo Nadir se convirtió en mi alma gemela, en mi amigo del alma…

Le perdoné su desaparición espontánea. Que, luego, y tan pronto me borrase este leve recuerdo tan sólo con una sonrisa, una sonrisa seráfica, y con sus mil y un encantos. Le perdoné su primer desprecio, el ignorarme y luego, cuando ya lo fui conociendo, el no mirar a los demás sino como a escoria o desechos humanos. Nadir es del tipo de persona egocéntrica, centrada en sí misma que sólo ve a los demás como instrumentos para su propio beneficio. Quizás por ser consciente del efecto magnético que causa. Por su belleza demoníaca. Una belleza que de tan evidente era ofensiva.

A partir de entonces, los demás nos llamarían “Sombras”, pero yo creo que no era más que por pura envidia. Tampoco nunca lo hablamos él y yo, pero ambos sabíamos que así era. Pocas veces se tiene a alguien tan valioso junto a ti y eso mismo es lo que suele despertar los celos en los otros. No lo decían a nuestra cara. La actitud de desprecio, el ignorarnos constantemente y el silencio que se hacía cuando aparecíamos eran suficientes para dar forma a nuestras impresiones. La mayoría de las veces, la gente no soportaba nuestra presencia y abandonaba pronto el lugar allí donde nos encontráramos. Todavía no era el momento de que yo reparase en que la soledad de Nadir tenía que deberse a algo en concreto.

Luego, más tarde, con el paso de los días, conocimos a unas chicas, quienes del mismo modo extraño se agregaron a nuestro círculo, como si hubiésemos estado buscándonos a lo largo y ancho de toda la faz de la tierra. Una de ellas era pelirroja, Mary Ann, Annie para los amigos. Bien es conocida mi debilidad por las pelirrojas. Tenía ese aire fresco de las chicas del campo. Su tez sonrosada y pecosa incitaba a juegos lujuriosos. No sé si por la similitud de las pecas con el pecado o qué. Ya lo sé, sólo es un juego de palabras… La otra era dulce como la melaza pero pelín mohína. Clara Elizabeth, con modales desenfadados y más basta que una mula. “Un bomboncito de ortigas”, como decía de ella mi amigo. A Nadir le parecía deliciosa. Le gustaba hasta en los andares. Se marcó el firme propósito de desvirgarla en cuanto tuviera ocasión. Hasta que se enteró que ya no era virgen.

Justo antes de acabar el verano, alguien que decía conocer Nadir nos dejó una casa cerca de la playa. La ocasión que habíamos deseado. Era muy pequeña y sólo tenía dos minúsculas habitaciones. Para llegar a ella tuvimos que recorrer algún que otro tramo enfangado, por la cercanía de las marismas. Tanto fue lo que nos perjudicaba el barro, pues varias veces patinamos y derrapamos, que tuvimos que dejar el coche unos metros antes de llegar a la casa y seguir el resto del camino a pie. No es que esto fuese mucho mejor, pero quizás sí más seguro.

El faro del espigón nos daba la bienvenida. Con nuestro caminar pastoso, pringados de barro hasta las cejas, lo observamos con cierto enfado, habiendo preferido que nos echase una mano y abandonara su imperturbable postura. Allí plantado, mudo testigo, un cíclope descomunal hecho pequeñito por la distancia que nos separaba de él, sin imaginarnos lo que representaría en nuestra aventura…

De camino, yo iba pensando que quizás no había sido una buena idea habernos embarcado en aquella hazaña. Pensaba que si en ese momento, una legión de zombis nos alcanzase, en medio de aquel pantanal que podía contener incluso bancos de arenas movedizas, nadie nos libraría de morir despedazados entre dientes infectos y babas negras putrefactas. De hecho, llevaba en mi mochila la colección completa de The Walking Dead. Y eso que mis padres me habían prohibido terminantemente que me trajese conmigo los cómics. “¡Zombis, no; nada…, nada de zombis!”, me habían escupido con la misma rabia que los descerebrados caminantes tronchaban huesos y mascaban carne humana. Pero yo no les hice caso, los zombis venían conmigo. Y fueron como mi condena y mi maldición durante ciertos minutos. Bien, vale, unos minutos angustiosos, pero sólo hasta que divisamos la casa…

Cuando llegamos, al fin, ya a salvo de zombis y arenas traga-personas, comprobamos que una de las habitaciones cogía el salón y se convertía pronto en dormitorio abriendo un desvencijado sofá. También vimos que carecía de la más mínima cocina y de otras muchas comodidades de la vida urbanita. Por no tener, no teníamos ni agua corriente. Pero lo que peor llevamos fue tener que hacer nuestras necesidades en un cubo, pues por aquella zona no se podían hacer pozos ciegos donde recoger… la mierda. Creo que no hay otra manera más fina de decirlo. Y luego, para empatarla, las chicas se asustaron del tétrico lugar, y es que en verdad el sitio imponía; y no quisieron dormir por separado. Así que, cuando llegó la hora, todos juntos nos acostamos en el sofá-cama del salón como pudimos. No fue una gran noche. La noche que mi amigo y yo hubiéramos deseado. De hecho, fue peor…

Puro Terror (La Web del Terror)Where stories live. Discover now