Obscuridad (parte 1)

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Hay momentos en la vida de una persona que están escritos con sangre, fuego… y oscuridad. Nadie sabe si hay espíritus por ahí que están escribiendo nuestra historia y se están riendo de nosotros, que la vivimos pero que no la controlamos. Sufrimos, padecemos y no hacemos otra cosa  que caer al vacío. Y debajo del vacío hay cada vez más vacío. Y la sensación en el estómago es cada vez más y más fuerte, y cada vez la bilis está más cerca de las papilas gustativas. Hasta que nos provoca una nausea difícil de evitar.

Hay días que mejor sería no vivirlos, por que querrías simplemente estar muerto.

Camino al cementerio.

Se despertó más pronto que de costumbre. Todavía era de noche. Las persianas de la ventana no dejaban de crujir, quejándose por los embates del viento. Miró la hora en el reloj de la mesilla al tiempo que preguntaba incrédula: ¿qué hora es? con la voz todavía somnolienta. Las cinco y media…—simuló que le estaba contestando él—; en realidad, diez minutos antes, pues solía adelantar los relojes. Se levantó de un brinco, tocando con la mano la zona donde debería estar el cuerpo de él, a la vez que ponía los pies en el suelo.

Fuera, el viento despeinaba los árboles con furia. Costó cerrar la puerta, pues quería colarse para campar a sus anchas en la casa y revolverlo todo. Pero ella ahora era más fuerte y no lo dejó. Nada podía ya con su determinación. Tenías que haber cerrado la ventana —le recordó él en su mente al echar la llave. Ya lo hice —le respondió ella— después de ir al baño y peinarme la cerré. Pensó un instante. Correcto.

Enfiló el sombrío camino al cementerio. Algo de niebla por aquí y por allá conquistando territorios. Estaban apareciendo las primeras luces del alba, todavía tenues. Pero ya no se veía todo oscuro, más bien un esfumado veleidoso se adueñó del paisaje dejando los contornos en suspenso. Lo más claro que veía eran las puntas rojas y mojadas de sus zapatos. Todo eso mientras ascendía por la vereda y dejaba atrás las últimas casuchas del pueblo.

Cuando entró por la verja del viejo cementerio, se sintió observada. Un banco vacío de piedra, solitario y húmedo por la escarcha de la madrugada, la saludó al pasar. Ella creyó que tenía que haber alguien allí sentado observándola con detenimiento. ¿Un vigilante, un espíritu avanzado? La presencia era fuerte y después de lo que había investigado en los últimos meses ya creía que todo era posible. Sintió el frío de la losa del asiento, al rozar con las pantorrillas una de sus esquinas. Al doblar el primer seto de cipreses, recios, de un negro cálido y protector —por lo poco que podía reconocer en aquella espesa niebla—, pudo al fin ver al grupo. Una mancha clara entre tanta piedra gris y marchita.

Se dio cuenta de que aún no se había puesto la túnica. Sacó del bolso una tela blanca y delicada, se la echó por los hombros y se colocó la capucha ocultando sus cabellos. A partir de ahora, calla y escucha —le dijo él en su mente. Y ella calló y escuchó. Pero lo que más escuchaba era la cháchara incesante de su propio cerebro. Miles de preguntas revoloteaban en las circunvoluciones de su cerebro, a las que no podía dar respuesta. No entendía nada.

Un poco apartado del grupo, estaba el Gran Maestre, @Asclepio-25, con quien había contactado por Facebook hacía como dos o tres meses. Lo reconoció enseguida, inconfundible, enjuto, pelo rubio, de alto porte y cara de niño, ojos gatunos. Entonaba algún ensalmo, sortilegios que ella no logró descifrar. Muy joven para ser una figura tan importante en el grupo; pero allí estaba él, tocado con una especie de mitra blanca y reluciente, igualmente ataviado con túnica blanca, como todos los demás asistentes. Se encontraba en esos momentos haciendo pases con las manos sobre un ataúd blanco, pequeño… muy… muy pequeño. Como… como el de un niño… como el de su propio hijo… Sí. ¿Por qué no se había podido olvidar de lo que había venido a hacer allí? Hubiera sido lo mejor. Desde luego. Estaba temblando.

Llegado un momento, sin que ella pudiera saber cómo lo hizo, entre las manos del Gran Maestre aparecieron dos serpientes, que se retorcían con grandes espasmos. Alguien levantó la tapa del ataúd y su corazón dio un vuelco. No, no salió nada ni nadie de allí. Ayudados de un báculo, otros dos oficiantes metieron a las dos serpientes en el pequeño arcón y volvieron a poner la tapa. En ese instante fue cuando ella se desmayó.

Puro Terror (La Web del Terror)Where stories live. Discover now