Son solo tres Palabras (Rubel...

By solcaeiro

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No puedes proteger a alguien todo el tiempo, pero él es capaz de hacer cualquier cosa por amor. Rubius desarr... More

Empezamos bien (Capítulo 1)
Tú miras pero no ves (Capítulo 2)
Amigos (Capítulo 3)
¿¡Perdonarte qué!? (Capítulo 4)
Chicos buenos y malos (Capítulo 5)
El gimnasio (Capítulo 6)
Problema (Capítulo 7)
Máquinas (Capítulo 8)
¿Por qué nunca puedes salvar a nadie? (Capítulo 9)
Como tener un gato (Capítulo 10)
Gracias (Capítulo 11)
El Hombre de sonrisa Cruel (Capítulo 12)
Confrontación (parte 1 y 2) (Capítulo 13)
La carta (Capítulo 14)
Una lluvia de Mentira (Capítulo 16)
El FuckingBlue (Capítulo 17)
En ese Instante (Capítulo 18)
Cebolla (Capítulo 19)
Red (Capítulo 20)
El Juego de los besos y todas esas Gilipolleces (Capítulo 21)
Lo que no te Atreves a Decir (Capítulo 22)
La Sonrisa más Dolorosa (Capítulo 23)
La Habitación (Capítulo 24)
¿Puedo contarte un secreto? (Capítulo 25)
Postre (Capítulo 26)
Destruido (Capítulo 27)
Fuera de Nuestro Control (Capítulo 28)
El Escape (Capítulo 29)
Porque Estoy Contigo (Capítulo 30)
Sola (Capítulo 31)
Fantasma (Capítulo 32)
"TAG del Psicólogo"
La Voz (Capítulo 33)
Las tres palabras (Capítulo 34)
Tu tristeza (Capítulo 35)
Todo (Capítulo 36)

Sorpresa (Capítulo 15)

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By solcaeiro

Esa semana avanzó rápido; las cosas tomaron un ritmo acelerado y, cuando Mangel quiso darse cuenta, ya era la mañana del sábado.

Había descubierto varias cosas esos días. Una de ellas era que Jeffrey, el rubio ex novio de Gwen, estaba en dos de sus clases. Antes no se había molestado en mirar a su alrededor; más bien, no se había molestado en convivir socialmente con sus compañeros de clase, pero tampoco le hacía falta.

La segunda cosa era que Al y Gwen se comportaban de una manera extraña. Varias veces los había descubierto compartiendo una mirada cómplice entre ambos, o que lo miraban fijo durante esos silencios que se hacen en los almuerzos, como esperando algo de él. ¿Era el cumpleaños de alguien? ¿Quizá su aniversario, y Mangel no sabía? ¿Estarían enfadados con él?

¿Se habían enterado de algo?

No seas gilipollas, se decía a sí mismo. No hay nada de lo que puedan haberse enterado que haga que te pongas así de estúpido.

Sin embargo, cada vez que pensaba en Rubén frente a sus amigos, no podía evitar que se le acelerara el corazón.

Y hablando del rey de Roma, la tercera de las cosas que había descubierto era que Rubén lo miraba. En clase de Literatura – y en Gimnasia, y en los pasillos –, muchas de las veces que se había vuelto para observarlo, él lo estaba mirando con una ceja levantada, como si hubiese estado esperando que se voltease a verlo. Y se reía. Como si le causara gracia la cara que Mangel ponía al descubrir que lo estaban mirando. Al descubrir que él lo estaba mirando.

Ese sábado, cuando Mangel bajó las escaleras del gimnasio y lo vio ahí, sentado en una banca, abrazándose las rodillas y la cabeza contra la pared, le dio un vuelco el corazón.

No, rogó al ver su mirada perdida. Otra vez no. ¿Qué te ha pasado? Mataré a Horace. Mataré a ese cabrón. Lo mataré. Lo juro...

Pero se detuvo en seco cuando Rubén alzó la mirada hacia él. Se iluminó. Sus ojos brillaban con avidez. Relucían.

-          Eh. – le dijo Rubén. – Hola.

-          ¿Qué ha pasado? – preguntó con sarcasmo, para ocultar su repentino nerviosismo. - ¿Le concedes piedad a la bolsa, que no la golpeas?

Rubén sonrió.

-          Esa guarra está aburriéndome. Es por eso que decidí que hoy – se levantó y se acercó a Mangel. – pelearás conmigo.

Miguel tardó en entender lo que decía.

-          ¿Qué...? ¿Que yo...? ¿Contigo? ¿Hablas en serio?

-          En la vida real, cuando estés peleando con alguien verdaderamente, ese gilipollas no se quedará quieto para que le pegues como esta cosa. – le dio un golpe a la bolsa. – Las personas piensan, como tú o como yo, y te golpearán si tú no lo haces.

-          ¿Estás diciendo que tendré que golpearte?

-          Ajá.

-          Y si no lo hago, ¿me golpearás?

-          Exacto.

-          ¿En serio?

-          Sí.

Mangel se quedó sin habla.

-          Anda, primero una entrada en calor.

-          ¿Eh?

-          No te salvarás nunca, Mangel. A correr. Ahora.

-          ¡Tú lo que quieres es cansarme! ¡Temes que te dé una tremenda paliza! ¡Intentas debilitarme!

Rubén reía.

-          ¿Qué tal si lo rebajamos a quince minutos? – propuso.

-          Diez.

-          Trece.

-          Doce.

-          Vale.

Pero lo que Rubén nunca le dijo a Mangel, fue que en realidad había corrido quince minutos.

-          Escucha. – le decía Rubius mientras subía al ring a través de las cuerdas. - Lo primero que tienes que saber es que cuando estás en una pelea real, las cosas no se ponen en cámara lenta como en las películas. Eso es absurdo. Cuando te están a punto de partir la cara, todo se vuelve más rápido, más dinámico, y no te da tiempo a pensar demasiado. O te mueves, o te mueves.

-          Vale. – dijo Mangel, no muy seguro de lo que tenía que hacer. Intentaba subir torpemente al ring, colocando un pie primero y luego pasando el cuerpo. Casi se cae.

-          Regla número uno. Nunca, Mangel, NUNCA le des la espalda a tu oponente. Si son más de uno, debes buscar un ángulo desde el que puedas verlos a todos, más o menos. Si no, puede que te tomen por sorpresa. – Mangel alcanzó a ver cómo se relamía el labio inferior y recordó, semanas atrás, que se lo había partido uno de los subordinados de Eric. << Había un cuarto subordinado. No lo ví venir, pero lo controlé rápido. >> le había dicho. << ¿Peleaste contra cinco hombres, y la única herida que tienes es un labio minúsculamente partido? >> << Ajá. >>

Rubén lo desestabilizó de un golpe en las piernas y Mangel cayó al suelo del ring con un golpe seco, sacándolo de sus pensamientos.

-          Regla número dos. – le dijo, mirándolo desde arriba mientras Mangel asimilaba lo que había pasado. – Eres un lince. Con la mente en el juego. ¿Es que nunca has visto High School Musical? Mantén los ojos y la cabeza en la pelea. Y escúchame mientras te hablo.

-          Pero si ni siquiera habíamos empezado con-

-          Regla número tres. No hay un comienzo ni un final. Nadie define cuándo empieza o termina una pelea. Saber eso no te sirve para vencer.

-          Eso te lo has inventado aho-

-          Regla número cuatro. Cállate.

Mangel resopló, algo cabreado. Se levantó, miró a Rubén y esperó a que le indicara qué hacer. Pero Rubius seguía quieto, observándolo, aguardando.

-          Hum... - dudó Mangel. - ¿Qué se supone que tengo que-

Rubén se movió y le dio un puñetazo en la nariz. O casi. Se había detenido a medio milímetro de la cara de Mangel. Este era incapaz de moverse. Rubén se había desplazado tan rápido que no le había tenido tiempo a reaccionar.

-          Si tú no me golpeas... – le dijo, y retiró el puño, dejando la frase en el aire.

Mangel tragó saliva.

-          Va-vale.

Pero no quiero golpearte, pensó. Aunque se nota que tú no puedes decir lo mismo.

Focalízate de una vez, joder. ¿Que no quieres golpearlo? Lo más probable es que ni siquiera llegues a despeinarle el cabello.

Vale.

Mangel se movió hacia delante y lanzó un puñetazo indefinido. Rubén a penas se movió para esquivarlo.

Lanzó otro y, aunque sin llegar a tocarlo, hizo que diera un paso hacia atrás.

Casi por instinto arrojó otro golpe, pero Rubén lo esquivó y le dio un débil golpe en el estómago.

-          Si avanzas tanto, te expones. Debes retroceder y observar los movimientos, así sabrás si es mejor atacar o defender.

Mangel asintió.

Estuvieron así un buen rato, Rubén explicando y Mangel intentando entender lo que decía. Al final de la clase, lo único que había conseguido eran varios golpes en el estómago y en la cara (que no eran nada, Rubén había tenido cuidado).

No había podido pegarle a Rubius ni una sola vez.

-          Bien. – fue lo único que dijo él. – Lo dejaremos aquí por hoy.

-          Me parece bien. – consiguió decir entre jadeos.

-          Bueno, Mangel, ¿qué te ha parecido tu primera pelea?

-          Eso no ha sido una pelea. Ha sido una humillación a mi imagen.

-          ¿Qué? – rió Rubén. - ¿Una humillación?

-          Sí.

-          Qué va. – lo miró con ojos resplandecientes. A Mangel le dio un vuelco el corazón, y al instante se sintió estúpido por ello. – Oye, - le dijo. - ¿te gustaría acompañarme a un lugar hoy?

-          ¿Qué? – sintió que el corazón se le hacía de espuma y luego se disolvía.

-          Si te gustaría acompañarme a un lugar hoy.

-          ¿Qué? – volvió a decir. – Es decir... bueno... claro. Sí.

-          Genial. – sonrió. Era del tipo de sonrisas que te dicen << Me encantas >>, de esas que no puedes dejar de mirar.

-          Y... esto... ¿a dónde vamos?

-          Es una fiesta, por el cumpleaños de una amiga. ¿Te molesta que vayamos a pié? No queda muy lejos de tu casa.

-          Hum... sí. ¡Es decir, no! No, no me molesta.

-          Vale. – volvió a sonreír. Le brillaban los ojos.

A Mangel le encantaba esa luz.

Rubén llegó a la casa de Mangel diez minutos tarde. Eras las nueve y cuarto cuando sonó el timbre. El sonido le hizo estremecer, aunque no sabía si eso era bueno o malo.

Se miró en el espejo una última vez. Lo normal. Unos jeans oscuros y una camisa encima, unas zapatillas gastadas. No sabía a dónde iba; Rubén le había dicho que era una fiesta. Fue lo mejor que se le ocurrió para ponerse, lo único remotamente seguro.

De todas formas, daba igual. Su único miedo era el hecho de no conocer a nadie. Estaba Rubius, claro, pero él no contaba.

-          ¡Miguel! – lo llamó su madre desde el pie de las escaleras.

-          Voy. – contestó vagamente.

Bajó los escalones de dos en dos y fue hacia la puerta.

-          ¿Por qué no me has dicho que salías hoy? – le preguntó Sandra.

-          ¿Es que tengo que avisarte todo lo que hago? – refutó, con un tono más brusco de lo que pretendía.

-          Supongo que no. – murmuró su madre.

-          Lo siento, mamá. Voy a salir hoy, ¿vale?

Ella esbozó una sonrisa.

-          Está bien. ¿A qué hora vuelven?

-          No lo sé, seguramente después de medianoche. No me esperes despierta, ¿vale?

-          Sabes que sí lo haré.

Mangel abrió la puerta y se paró en seco.

-          ¿Llevarás a mi hermano a una fiesta? – le preguntaba Maia.

-          Sí. – Rubén sonreía con simpatía.

-          ¿Y de quién es la fiesta?

-          De una amiga mía.

-          ¿Es tu novia?

Rubén soltó una carcajada.

-          No, no es mi novia.

-          ¿Tu ex?

-          Vale, Maia. – le dijo Sandra, poniéndole una mano en el hombro. – Vamos, adentro.

-          Adiós, Rubén. – se despidió la niña.

-          Adiós. – le sonrió, amable – Eso fue extraño. – le dijo a Mangel cuando se cerró la puerta.

Mangel rió.

-          Lo siento. Maia puede... ponerte incómodo cuando quiere. – comentó. – Es demasiado curiosa.

Aunque yo también tengo las mismas preguntas que ella.

-          No es nada. – parecía a punto de decir algo más, pero se tragó sus palabras.

A Mangel le costó admitir (para sí mismo) que Rubén estaba guapo. No llevaba nada especialmente de fiesta. De hecho, parecía que acababa de salir del instituto. Llevaba un buzo negro encima de unos jeans. Una muñequera azul se asomaba por la manga de su mano derecha, que devolvió a Mangel en un flashback a su primer día de clases; un libro a punto de caerse por el borde del banco, unos dedos que lo sujetaron con gentileza, una mano que se lo tendía, una muñequera azul arrimándose por la manga de un buzo negro.

 - Eh, Mangel, ¿estás en este mundo aún?

Miguel dio un respingo y volvió al mundo real. Rubén lo miraba, divertido.

-          ¿Qué? Sí, perdona. Estaba...

-          ¿Pensando en otra cosa?

-          S-sí. – En ti, pensó. Aunque eso suena extraño.

-          Tranquilo, yo lo hago todo el tiempo.

Sí, lo sé, quiso decir Mangel. Pero se atragantó con sus propias palabras.

Caminaban por el medio de la calle, envueltos en un silencio sepulcral, asfixiante. No hacía frío pero tampoco hacía calor. Era una noche inaudita.

-          Esto... - dijo Mangel cuando se dio cuenta de donde estaban. - ¿la casa de Ángela?

Rubén se volvió hacia él y le dedicó una sonrisa pícara.

-          Te has puesto guapo, ¿verdad? Es el cumpleaños de Ángela, así que quítate esa expresión de sorpresa que tienes y pon cara de cumpleaños.

-          ¿Qué? ¿Su cumpleaños? ¿Y por qué no me has dicho?

Tomó el rostro de Mangel entre sus manos y lo apretujó.

-          Quería ver tu adorable cara de idiota sorprenderse. Ahora vamos, que se acaba la noche.

Subieron los escalones del porche de madera y golpearon. La puerta se abrió casi al instante.

-          ¡Feliz cumpleaños! – entonó Rubén, abriendo los brazos en plan "tarán".

Ángela parecía pasmada.

-          ¿Co-cómo lo supiste?

-          Calla y déjanos entrar. Tengo frío.

Ella se hizo a un lado, aún atónita. Todas las luces de la casa estaban prendidas; el sonido de algunas voces difuminaba la música que salía del salón. Sentados en el sillón, parados conversando y hasta reposados en el piso estaban los amigos de Ángela. En total habrían sido unos veinte.

-          Chicos, - dijo Ángela. – ellos son Miguel y Rubén. Unos... compañeros de la escuela.

-          Hola. – saludaron todos, con distintas tonadas.

Era gente extraña, aunque no en el mal sentido. Parecían compartir el mismo estilo que Ángela, medio poeta frustrado medio amante del rock. Algunos tenían el mismo carácter tajante que ella, otros eran más resueltos. Buena gente.

-          ¿Compañeros de la escuela? – se les acercó una chica rubia. – Qué extraño.

-          ¿Por qué? – preguntó Mangel.

-          Bueno, Ángela no habla mucho de su escuela. Nunca nos dijo que tenía... amigos ahí.

-          Sí, bueno, nosotros... no la conocemos mucho pero...

-          Es una buena amiga. – concluyó Rubén por él.

-          Sí, lo es. – la rubia echó un vistazo a Ángela, que charlaba animadamente con un grupo de chicos. Parecían estar discutiendo, pero todos sonreían.

-          ¿Y ustedes de dónde la conocen?

-          Somos del club de arte. – dijo un muchacho detrás de la chica. Llevaba el pelo castaño por los hombros y una chaqueta marrón que se le ceñía al cuerpo. Tenía toda la pinta de pertenecer a un club de arte.

-          ¿Club de arte? No sabíamos que Ángela iba a un club de arte. – comentó Rubén, mirando a Mangel.

-          Nosotros no sabíamos que tenía amigos en la escuela. – la rubia se encogió de hombros.

-          Somos unos pésimos amigos. – asumió Rubén. La rubia y el artista sonrieron.

Eso era lo que a Mangel le fascinaba de Rubius. La facilidad que tenía para agradar a la gente. En la escuela también lo hacía, aunque siempre que comenzaba a integrarse demasiado, retrocedía, como si no le gustara la idea de pertenecer a un grupo.

Rato después, se oyó el timbre.

Ángela frunció el ceño.

-          Qué raro. Ya están todos. – fue hacia la puerta principal y se perdió de vista.

-          Ahí está el regalo de Ángela. – le dijo Rubén al oído de Mangel.

-          ¿Qué?

En ese momento se escuchó, hasta en el rincón más recóndito de la casa, un enorme coro de voces que gritaban desde el porche << ¡SORPRESA! >>. Mangel vio que Rubén esbozaba una sonrisa pirata.

-          ¿Qué haz hecho? – le preguntó.

Todos fueron a ver. En el jardín delantero de Ángela se estacionaban un furgón enorme cargado de personas, y una camioneta negra que traía, en la parte trasera, un enorme equipo de música, bebidas (en su mayoría alcohólicas) y vasos de plástico. Hasta había una gran caja con fuegos artificiales. Se habían pasado.

Las personas, notó Mangel, eran de los populares de la escuela.

También advirtió, con un amargo asombro, que Jeffrey descendía del asiento del conductor de la camioneta, con una sonrisa descarada y su dorado cabello descontrolado.

-          ¡Ángela! – se acercó con los brazos abiertos, como si fueran amigos de toda la vida. - ¡Feliz cumpleaños!

Pero la chica parecía completamente petrificada.

Las personas comenzaron a entrar en la casa, cargando con las cosas de la camioneta y saludando a Ángela, dándole las gracias por algo que ella en realidad no había hecho.

Recuperando la razón poco a poco, Ángela se volvió lentamente hacia Rubén, que le sonreía como si le hubiese hecho el mejor regalo del mundo. Mangel se esperaba una sarta de gritos, maldiciones e, incluso, bofetadas; pero todo lo que ella hizo fue preguntarle:

-          ¿Tú hiciste esto?

-          Sorpresa. – sonrió.

-          ¿Tú...? ¿Ellos...? ¿Están aquí por...?

-          Vamos. – le empujó por la espalda.

Mangel iba a seguirlos cuando alguien le tocó el hombro.

-          ¡¡HOLAAAA!! – le gritaron Al y Gwen.

Mangel dio un salto; luego la emoción le subió por el pecho y dio una carcajada.

-          ¿¡Qué hacen aquí!?

-          ¡El cumpleaños de Ángela! – gritó Gwen, como si fuera lo más obvio del mundo. De hecho, lo era.

-          Un momento. – dijo Mangel, observándolos atentamente. - ¿¡Ustedes sabían de esto!?

-          ¡Lo hemos sabido toda la maldita semana! – rió Al.

-          Rubén nos lo dijo. – explicó Gwen.

Así que por eso me miraban así, razonó Mangel. Pero no le pareció importante comentarlo.

-          Y dado que nuestra primera salida fue un fiasco, nos pareció bien darte la sorpresa. – dijo Al.

Mangel no podía tener más ganas de abrazarlos. Definitivamente, son los mejores amigos del puto mundo, sonrió para sí mismo.

-          Bien, suficiente charla. – Gwen interrumpió los pensamientos de Mangel, tomándolos a ambos por los brazos. - ¡VAMOS A LIARLA!

Mangel nunca había asistido a una fiesta de verdad. De verdad, en plan, de verdad.

Como tiene que ser una fiesta.

Con la música a tope de manera que tengas que gritar para oír tus propios pensamientos.

Con el ambiente cargado de risas y humo que hacía que todo pareciese irreal.

Con gente por todas partes. Gente en el salón, en la cocina, en el pasillo, en los jardines, en las habitaciones, en las escaleras, en el baño (vomitando), hasta un par se habían subido al techo.

Los que habían llegado en el furgón habían llamado a sus amigos para que vinieran a la fiesta. Y esos amigos a sus amigos. Y esos amigos a más amigos. Casi no había oxígeno para todos. O peor, según ellos: casi no había alcohol.

-          ¡MANGEL! – gritó alguien a sus espaldas. Se volvió.

Jeffrey se le colgó del hombro, jalándolo hacia abajo. Le revolvió el pelo con un puño.

-          ¿CÓMO ESTÁS, CABRÓN? – le gritó al oído.

-          Bi-bien. – Mangel no entendía nada. ¿Jeffrey llamándolo Mangel? ¿Jeffrey abrazándolo? ¿Jeffrey? Eso carecía de sentido en todos los sentidos.

-          Escucha. – lo soltó. – Creo que empezamos con el pie izquierdo. – ironizó, y se rió de su propio chiste. Miguel podía apostar que, con el nivel de alcohol que Jeffrey llevaba consigo, no podría decir cuál era su pie izquierdo. - ¿Te parece si comenzamos de nuevo? – le tendió una mano.

-          Hum... - lo consideró. Hala, a tomar por culo, joder. – Vale. – estrechó su mano con fuerza.

-          ¡DE PUTA MADRE! – volvió a jalar de él hacia abajo y le despeinó el pelo una vez más. Luego se alejó y fue a gritarle a otra persona.

En eso apareció Ángela.

-          ¡Mangel! – vociferó.

-          ¡Ángela! ¿¡Cómo te está yendo!?

-          ¡Genial! – rió. – De todas formas, mataré a Rubén cuando esto acabe.

-          ¡Pero si te lo estás pasando bien! ¿¡Para qué echarle la bronca!?

-          ¡Yo que sé! ¡Supongo que es lo que haría yo normalmente!

-          ¡Eso no tiene sentido!

-          ¡Yo que sé! – volvió a gritar, riendo. Y se perdió entre la gente.

Mangel no sabía a dónde ir. Al y Gwen estaban en la cocina hablando con los del club de arte de Ángela, que también se la pasaban bien, pero no era del tipo de personas con el que Mangel podía conversar tranquilo. Temía decir algo que los ofendiera sin darse cuenta. El jardín estaba lleno de personas fumando, y no soportaba el humo. Dentro, todo el ambiente estaba demasiado cargado y la música había comenzado a aturdirlo.

Ángela tiene una terraza, recordó. Se la había mostrado la primera vez que había visitado su casa. Estaba cerrada con llave, así que quizá nadie haya entrado aún.

Subió las escaleras con dificultad, sorteando las parejas que se apretaban y a un par de personas que se habían quedado dormidas con un vaso de alcohol en la mano. Dejó atrás el baño y las habitaciones (que curiosamente estaban ocupadas), dobló una pequeña esquina y se topó con la puerta de la terraza. Estaba cerrada. Alzó la mano para tomar la llave que colgaba de la bisagra de superior, pero no estaba.

Maldición.

Jaló de la manija hacia abajo y la puerta se abrió.

Que no haya nadie, que no haya nadie, que no haya nadie.

Pero sí había alguien.

Acostado en el piso de la terraza.

Mirando el cielo y pensando en lo grande que es.

-          ¿Qué...? ¿Qué haces aquí? – consiguió preguntar Mangel a duras penas.

Rubén volvió la cabeza hacia él. Al ver de quién se trataba, sonrió.

-          ¿Qué te parece que hago?

-          No lo sé.

-          ¿Qué haces tú aquí?

-          No lo sé. – reiteró. Sintió el aire fresco en su piel, el viento que le sacudió el cabello, la pureza de la noche aliviándolo. La música se oía amortiguada, como si estuviera debajo del agua. Mangel agradeció por eso. No le gustaba el silencio puro; le parecía demasiado brusco, aturdidor, incluso más que el ruido. – Respiro, supongo. Ahí abajo no podía.

-          Sí, yo también respiro, Mangel. – dijo, medio irónico medio en serio. Se volvió hacia él una vez más. – Ven, - palpó el piso a su lado. – acuéstate conmigo.

Mangel casi lanza una carcajada.

-          No en ese sentido. – aclaró Rubén con una media sonrisa. – No te emociones tanto.

-          Ya.

No estaba seguro de si quería acostarse ahí; el piso estaba helado y sucio, por no decir que parecía horriblemente incómodo. Pero se acostó de todas formas. El frío le recorrió la espalda como un cubito de hielo, haciéndolo estremecer. Imitó a Rubius y se colocó las manos detrás de la nuca para hacer de almohada.

No era tan horriblemente incómodo. De hecho, estaba bastante bien. Era casi relajante.

Miró el cielo.

Como vivían en una ciudad, las estrellas no se veían muy a menudo, aunque tampoco se había molestado en buscarlas. Pero esa vez, pasado un momento, comenzó a divisarlas. Una por una, aparecieron para salpicar el cielo de luces.

-          ¿No te gustan las fiestas? – preguntó Mangel. – Digo, porque... es decir... tú haz organizado todo esto. ¿No deberías estar abajo... socializando o algo así?

-          Lo hice por Ángela. No es mi fiesta. – respondió con los ojos cerrados, sin molestarse en girar la cabeza. – Pero sí, me gustan las fiestas.

-          Y entonces... ¿por qué no...?

-          ¿Por qué no estoy abajo con todos ellos?

-          Ajá.

-          Porque estoy aquí contigo, ¿no es obvio?

-          Sí, pero...

-          ¿Por qué estoy aquí contigo?

-          Ajá.

Lo pensó un momento.

-          No lo sé. – dijo finalmente.

-          Eso no tiene sentido. – razonó Mangel.

-          ¿Y qué? – Mangel no supo qué contestar. – A veces las mejores cosas son las que no tienen sentido.

-          Sí... - No quería pensarlo demasiado. Él tenía razón. Era lindo dejar de cuestionar las cosas de vez en cuando, y solo... asumirlas. – supongo que tienes razón.

-          Siempre la tengo. – le sonrió al cielo.

Hubo un momento de silencio en el que se dedicaron a oír el roto silencio que los cubría. Escuchaban los gritos y las risas de las personas de los jardines, de algunos que hacían el gilipollas y subían al techo delantero de tejas, sin llegar a verlos.

-          ¿Conoces a toda esa gente de allá abajo? – A los populares, estaba apunto de decir, pero se detuvo.

-          ¿Te refieres a los que llegaron con los equipos y eso? Sí, los conozco.

-          ¿Y te llevas... bien con ellos?

-          Sí, lo normal. Hablamos de vez en cuando. A veces nos cruzamos en un par de fiestas... Parecen un rejunte de puteros y guarras, pero hay algunos que son buena gente. Como Ky, o como Jeff...

-          ¿Jeffrey?

-          Sí.

-          ¿Conoces a Jeffrey? ¿Jeffrey, el rubio, cara de cowboy?

Rubén soltó una carcajada.

-          Sí, el cara de cowboy. Ese cabrón. Es un gilipollas. – parecía decirlo con cierto cariño.

-          ¿Os conocéis hace mucho?

-          Bastante. Éramos mejores amigos en preescolar. Luego se hizo uno de los populares y casi ni hablamos desde entonces. – Mangel sintió una pizca de alivio al descubrir que no solo él se refería a ellos como "los populares". – Sin rencores, de todas formas. Sé que puedo contar con él para cosas como esta. Él organizó todo esto sólo porque yo se lo pedí. Es majo cuando se lo propone. – se volvió hacia Mangel. - ¿Por qué preguntas?

-          ¿Eh? Oh, bueno... hum...

-          ¿Os conocisteis?

-          Eh, sí, algo así.

Rubén negó con la cabeza.

-          Ya te la ha liado ese cabrón...

-          No, eh, que está bien. Ya lo hemos superado.

Rubius volvió a reír.

-          Más le vale.

Se hizo otro silencio, esta vez más largo. Rubén tenía los ojos cerrados, notó Mangel. Parecía tan a gusto allí, tendido en medio de la noche, con el cielo cerniéndose sobre él como una manta. Parecía dormido. Tenía una sonrisa medio desdibujada en los labios.

-          Rubius. – dijo Mangel, mirando el cielo, hablándole a las estrellas. – Gracias por hacer esto.

-          ¿El qué? – preguntó él sin siquiera abrir los ojos.

-          Esto. La fiesta. Fue un detalle muy lindo para Ángela. Se lo está pasando genial.

-          Es una forma de decirle gracias. Espero que lo capte, me ahorraría tener que decírselo luego.

-          ¿Tú...? Esto... ¿te quedarás con ella?

Rubén no contestó al instante.

-          Sí.

Mangel decidió que era mejor no preguntar más.

-          Mangel... - dijo Rubius, mirándolo. Pero no pudo continuar.

Se oía un silbido interminable que se hacía más agudo cada vez. Un punto sobre sus cabezas surcaba el cielo dejando una estela de humo detrás, dibujando un arco ante las estrellas. El fuego artificial explotó y Mangel pudo ver cómo los colores se extendían como gotas de pintura sobre un papel azul, que se expandieron hasta desaparecer.

A ese  le siguió otro, y otro y otro. Las chispas de colores estallaban sobre sus cabezas, pequeñas, fuertes, hermosas, abriéndose paso por la inmensidad del cielo.

Y entonces Mangel lo vio.

-          Tienes razón. – le dijo por encima de los estallidos, las risas, los gritos y la música. Por encima de todo, porque no importaba. Porque no tenía sentido y no tenía que lo tuviera. – El cielo es muy grande.

Rubén volvió a apoyar la cabeza sobre sus manos y cerró los ojos. Sonrió, más para sí mismo que para Mangel.

-          Sí, lo es.

DAAAAAAAAMN. ¿¡Qué les pareció!? :D Perdón por tardar tanto, es que, como pueden ver, el capítulo es bastante largo pero sinceramente I LOVE IT. Quedé bastante satisfecha n.n ¿ustedes? Lo sé, lo sé, estaban esperando un beso pero NO. MUAJAJAJAJA.

PD: AAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAA

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