Problema (Capítulo 7)

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Rubius nunca tuvo miedo al caminar solo por la calle. Esa sensación de que te están mirando, de que en cualquier momento saltará alguien a golpearte, era lo que más lo motivaba a hacerlo. Sus ojos se movían, inquietos, buscando, casi deseándolo.

Se fue del gimnasio una hora después que Mangel. El día anterior no había entrenado, y se odió por eso. No faltaba ni un día. Nunca. No por obligación, sino porque no podía perdonárselo a si mismo; se había transformado en un mal hábito.

Pero Mangel lo había hecho desistir.

Mangel...

Es extraño, pensó Rubén. Era lo único que podía articular en su mente.

Vivía en un edificio de siete pisos, en el último de todos. No era un departamento muy grande, pero tampoco necesitaban uno; su madre, su hermanita y él no se quejaban. Tenían lo que tenían.

Al llegar al séptimo piso y abrir la puerta, la niña salió disparada hacia él para abrazarlo. Este se agachó y la recibió en sus brazos; era muy pequeña, aún para una chiquilla de cinco años.

-Ruby – dijo con su minúscula voz.

-Hey, Ginny – la saludó, conmovido por semejante bienvenida. Nunca fue muy bueno demostrando sentimientos, pero Ginny era su debilidad -. ¿Qué pasa?

-Papá está aquí.

A Rubén se le subió el corazón a la garganta. Su mirada se ensombreció, una oscuridad llena de alerta, de amenaza, de instinto. Fue soltando a su hermana de a poco y la miró a los ojos, verdes como los suyos.

 - ¿Qué haz dicho?

 - Papá esta aquí, hablando con mamá, en la cocina – estaba inquieta. Se retorcía las manos y sus pies no dejaban de moverse. Ginny era una niña inteligente, pensó Rubius. Sabía que nada bueno podía salir de aquella situación.

 - Ve a tu cuarto – le dijo –. Hablaré con él y en un segundo estaré contigo, ¿vale? – Ginny asintió, con sus redondos ojos preocupados –. No estés asustada, Ginny. No dejaré que haga nada. ¿Confías en mí? – ella volvió a asentir – Bien, ve.

Se fue corriendo a su habitación. Él suspiró y se dirigió a la cocina, con el pulso disparado y la adrenalina recorriéndole las venas, las manos deseosas de cerrarse en puños.

Beatrice, su madre, estaba cocinando un omelette; tenía el castaño cabello recogido en un rodete a lo alto de la cabeza, desprolijo. Las ojeras resaltaban en su pálido rostro. Sus ojos verdes lo miraron al entrar en la cocina y, por un breve momento, el cansancio abrió paso al alivio, pero luego a la tensión.

-Hola, Rubén – le saludó con una sonrisa apretada.

El sujeto que estaba sentado en la mesa leyendo el periódico levantó la vista.

-Hola, hijo.

Horacio Doblas tenía el oscuro cabello salpicado de canas, que enmarcaba un rostro de piel morena y unos ojos celestes claros. Su boca era una fina línea que simulaba una sonrisa. Por suerte para la familia, ni Ginny ni Rubén habían heredado mucho de su padre como para hacerle honor, pero en ese momento, él estaba ahí, en persona, como un puñal de miedo en sus corazones.

-¿Qué hace él aquí? – preguntó Rubius a su madre, en el tono menos brusco del que fue capaz. Prefería no mirar directamente a Horace.

-Tu padre – dijo Beatrice en un suspiro – nos visita el fin de semana.

-¿Y no pensabas avisarme?

-No lo sabía, Rubén. Fue una sorpresa.

-¿Y estás cocinando para él?

Son solo tres Palabras (Rubelangel)Where stories live. Discover now