Son solo tres Palabras (Rubel...

Bởi solcaeiro

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No puedes proteger a alguien todo el tiempo, pero él es capaz de hacer cualquier cosa por amor. Rubius desarr... Xem Thêm

Empezamos bien (Capítulo 1)
Tú miras pero no ves (Capítulo 2)
Amigos (Capítulo 3)
¿¡Perdonarte qué!? (Capítulo 4)
Chicos buenos y malos (Capítulo 5)
El gimnasio (Capítulo 6)
Máquinas (Capítulo 8)
¿Por qué nunca puedes salvar a nadie? (Capítulo 9)
Como tener un gato (Capítulo 10)
Gracias (Capítulo 11)
El Hombre de sonrisa Cruel (Capítulo 12)
Confrontación (parte 1 y 2) (Capítulo 13)
La carta (Capítulo 14)
Sorpresa (Capítulo 15)
Una lluvia de Mentira (Capítulo 16)
El FuckingBlue (Capítulo 17)
En ese Instante (Capítulo 18)
Cebolla (Capítulo 19)
Red (Capítulo 20)
El Juego de los besos y todas esas Gilipolleces (Capítulo 21)
Lo que no te Atreves a Decir (Capítulo 22)
La Sonrisa más Dolorosa (Capítulo 23)
La Habitación (Capítulo 24)
¿Puedo contarte un secreto? (Capítulo 25)
Postre (Capítulo 26)
Destruido (Capítulo 27)
Fuera de Nuestro Control (Capítulo 28)
El Escape (Capítulo 29)
Porque Estoy Contigo (Capítulo 30)
Sola (Capítulo 31)
Fantasma (Capítulo 32)
"TAG del Psicólogo"
La Voz (Capítulo 33)
Las tres palabras (Capítulo 34)
Tu tristeza (Capítulo 35)
Todo (Capítulo 36)

Problema (Capítulo 7)

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Bởi solcaeiro

Rubius nunca tuvo miedo al caminar solo por la calle. Esa sensación de que te están mirando, de que en cualquier momento saltará alguien a golpearte, era lo que más lo motivaba a hacerlo. Sus ojos se movían, inquietos, buscando, casi deseándolo.

Se fue del gimnasio una hora después que Mangel. El día anterior no había entrenado, y se odió por eso. No faltaba ni un día. Nunca. No por obligación, sino porque no podía perdonárselo a si mismo; se había transformado en un mal hábito.

Pero Mangel lo había hecho desistir.

Mangel...

Es extraño, pensó Rubén. Era lo único que podía articular en su mente.

Vivía en un edificio de siete pisos, en el último de todos. No era un departamento muy grande, pero tampoco necesitaban uno; su madre, su hermanita y él no se quejaban. Tenían lo que tenían.

Al llegar al séptimo piso y abrir la puerta, la niña salió disparada hacia él para abrazarlo. Este se agachó y la recibió en sus brazos; era muy pequeña, aún para una chiquilla de cinco años.

-Ruby – dijo con su minúscula voz.

-Hey, Ginny – la saludó, conmovido por semejante bienvenida. Nunca fue muy bueno demostrando sentimientos, pero Ginny era su debilidad -. ¿Qué pasa?

-Papá está aquí.

A Rubén se le subió el corazón a la garganta. Su mirada se ensombreció, una oscuridad llena de alerta, de amenaza, de instinto. Fue soltando a su hermana de a poco y la miró a los ojos, verdes como los suyos.

 - ¿Qué haz dicho?

 - Papá esta aquí, hablando con mamá, en la cocina – estaba inquieta. Se retorcía las manos y sus pies no dejaban de moverse. Ginny era una niña inteligente, pensó Rubius. Sabía que nada bueno podía salir de aquella situación.

 - Ve a tu cuarto – le dijo –. Hablaré con él y en un segundo estaré contigo, ¿vale? – Ginny asintió, con sus redondos ojos preocupados –. No estés asustada, Ginny. No dejaré que haga nada. ¿Confías en mí? – ella volvió a asentir – Bien, ve.

Se fue corriendo a su habitación. Él suspiró y se dirigió a la cocina, con el pulso disparado y la adrenalina recorriéndole las venas, las manos deseosas de cerrarse en puños.

Beatrice, su madre, estaba cocinando un omelette; tenía el castaño cabello recogido en un rodete a lo alto de la cabeza, desprolijo. Las ojeras resaltaban en su pálido rostro. Sus ojos verdes lo miraron al entrar en la cocina y, por un breve momento, el cansancio abrió paso al alivio, pero luego a la tensión.

-Hola, Rubén – le saludó con una sonrisa apretada.

El sujeto que estaba sentado en la mesa leyendo el periódico levantó la vista.

-Hola, hijo.

Horacio Doblas tenía el oscuro cabello salpicado de canas, que enmarcaba un rostro de piel morena y unos ojos celestes claros. Su boca era una fina línea que simulaba una sonrisa. Por suerte para la familia, ni Ginny ni Rubén habían heredado mucho de su padre como para hacerle honor, pero en ese momento, él estaba ahí, en persona, como un puñal de miedo en sus corazones.

-¿Qué hace él aquí? – preguntó Rubius a su madre, en el tono menos brusco del que fue capaz. Prefería no mirar directamente a Horace.

-Tu padre – dijo Beatrice en un suspiro – nos visita el fin de semana.

-¿Y no pensabas avisarme?

-No lo sabía, Rubén. Fue una sorpresa.

-¿Y estás cocinando para él?

-Rubén...

-Sabes que no tienes que hacer nada, mamá. Este hombre no es nada para ti-

-Rubén.

-...ni para nuestra familia.

-Yo soy tu familia – dijo Horace, mirando a su hijo con las cejas levantadas.

Rubius lo miró fugazmente para luego volver a mirar a su madre, absteniéndose de contestar.

-¿Puedo hablar contigo a solas, madre?

Ella lo miró, suplicante. Rubén sintió cómo su corazón se retorcía en esa mirada. No quería lastimarla, pero debía hacerlo antes de que su padre lo hiciera por él.

Ambos entraron en el cuarto de su madre. Rubén cerró las manos en puños al ver que habían agregado otra almohada a la cama matrimonial.

-¿Él dormirá aquí? – se volvió para mirarla. Parecía asustada.

-No lo decidí yo.

-Claro. ¿Desde cuándo decidimos algo, verdad?

-Rubén...

-¿Por qué lo dejaste pasar?

-No podía cerrarle la puerta en la cara así como así... Él pasó a saludar a Ginny y luego me dijo que iba a quedarse... Me preguntó por ti, y pensé...

-¿Qué? ¿Qué pensaste? ¿Que había cambiado? ¿Que ahora sería un buen hombre? ¿Un buen padre, es eso?

-No, hijo, no lo sé...

-¡Ese es el problema! ¡No lo sabes! ¡No sabes nada! Ni cómo, ni por qué, ¡ni nada! ¿Es que acaso olvidas lo que te hizo? ¿Olvidas lo que nos hizo?

-No, no lo olvido – dijo bajando la mirada, llena de vergueza. Rubius podía verlo, casi sentirlo. Le partía el corazón verla tan frágil, indefensa. Porque así se sentía él. Si hay algo peor que saber que no puedes hacer nada, es ver que tu madre tampoco puede.

-Si mal no recuerdo, soy parte de esta familia tanto como tú, y creo que mi palabra también vale.

-Esto no es una democracia, Rubén.

-Tampoco es una dictadura, mamá. Pero eso es lo que parece.

Ella suspiró.

-Debes entenderme, hijo. No puedo echarlo. Al menos... al menos deja que se quede el fin de semana.

Él se quedó pensando. Un fin de semana. Dos días. Sería poco tiempo, pero demasiado. 

Decidió hacerlo por su madre.

-No gastará ni un euro de nuestro dinero. No levantará la mano ni la voz en esta casa ni hacia ninguno de nosotros en ningún momento. No dormirá aquí, dormirá en el sofá del salón. No te obligará a hacer nada que no quieras hacer. No respirará más de lo necesario bajo este techo. ¿De acuerdo?

-Me parece perfecto – dijo Horace, desde el umbral de la puerta. Miraba a su hijo con una expresión de diversión en el rostro, como si le causara gracia ver a Rubén tomar decisiones.

Rubius tomó la almohada sobrante de la cama de su madre y se la lanzó, no con poca fuerza. Este la atrapó al vuelo sin cambiar de expresión y se fue al salón.

Rubén se acercó a su madre y la abrazó. Esta le correspondió, temblando, llorando lágrimas que no querían salir, diciendo cosas que no se animaba a nombrar.

-Lo siento, mamá – le dijo. Ella asintió – Es que yo también tengo miedo, ¿vale? – ella volvió a asentir – Lo siento.

Esa noche salieron a cenar, a pesar de la mirada amenazadora que Rubius le lanzó a su padre cuando este propuso la idea. Fueron a un restaurante, comieron bien y hasta hubo helado de postre. Todo, hasta lo último, lo pagó Horace. Incluso el algodón de azúcar que le pidió Ginny mientras caminaban por la plaza. Los fines de semana habían ferias artesanales y nunca, nunca habían ido a una, por el simple hecho de que no iban a poder comprar nada.

Pero resultó que Horace compró regalos para todos.

-Para ti, linda – le dijo a Beatrice, y le dio un collar de madera con una piedra azul en el centro – Para ti, reinita – le dijo a Ginny, y le tendió una marioneta; era un caballo de colores – Toma – le dijo a Rubén. Le tendió una bolsa de papel; Rubius la cogió, con desconfianza, y miró dentro: dos guantes de lona que le cubrían gran parte de la mano, dejando al aire la muñeca y los dedos – Para ti y tus nudillos – aclaró en voz baja.

Rubén cerró la bolsa y se apartó, sin mirarlo, preguntándose de dónde cojones había sacado tanto dinero de pronto como para gastarlo en regalos.

Por otra parte, Ginny parecía muy contenta con el suyo, mientras que Beatrice no sabía que decir. Se había quedado observando fijamente el collar en sus manos, como si no lo estuviera viendo en realidad, sino algo más allá.

-Ruby - se acercó su hermanita a él. Rubén se agachó a su altura -, ¿lo haces andar? – pidió, y le tendió el caballo.

Rubén tomó la marioneta por los hilos y la hizo caminar por la acera. La hizo sentarse y comer del suelo. Ginny aplaudía y reía.

Mientras volvían al edificio, la niña se acercó a su padre y le dijo:

-Gracias, papi, por el caballo.

-De nada, reinita – dijo este, sacudiéndole el cabello.

Rubén y su madre permanecieron en silencio.

Nadie durmió muy bien esa noche. Horace estaba incómodo en el sofá. Rubén no podía ni quería cerrar los ojos. Su madre no dejaba de dar vueltas, pensando. Y Ginny tenía pesadillas. Pesadillas horribles. La clase de pesadillas que te persiguen toda la noche, por más que despiertes y te frotes los ojos, te sientes en la cama y digas "no fue real". Y sabes que eso no importa, porque podría serlo.

-Ruby – llamó a su hermano, quien le daba la espalda en la cama contigua. 

Este se volvió en seguida.

-¿Qué pasa, Ginny?

-Tuve una pesadilla.

-¿Qué soñaste?

Ella negó con la cabeza.

-No quiero.

-¿No quieres decirme?

Ginny volvió a negar.

Rubén se sentó en su cama y la miró.

-¿Por qué no quieres decirme?

-Es muy feo.

-¿No quieres decirme porque es muy feo o porque tienes miedo de que suceda de verdad?

Ginny se limitó a volver a negar.

Rubén suspiró y se acostó en su cama nuevamente.

-Ven aquí – le dijo a su hermanita, haciéndole lugar.

Esta fue con él corriendo, se acostó a su lado y se acurrucó contra su hermano.

-Puedes decirme qué soñaste, Ginny. Puedes decirme lo que sea. Te prometo que no dejaré que pase en la vida real. Lo juro – la miró.

Esta se sorbió la nariz; estaba llorando, comprendió Rubius.

-Soñé con papá. Y con mamá – le dijo con voz temblorosa – Él... ellos peleaban en la cocina y... y yo miraba desde la puerta. Tú te habías ido y... y él le pegó a mamá porque ella no quería cocinar omelette, ella quería hacer una tarta, Ruby. Ella solo quería hacer una tarta y papá le pegó. Y yo me puse a llorar y él me miró y me pegó a mí también. Dolió mucho y mamá lloraba y tú no estabas... tú te habías ido – se le quebró la voz.

Rubén estaba temblando y no se dio cuenta de que lloraba hasta que besó la frente de su hermanita, sintiendo el sabor salado de las lágrimas en su boca.

-Tranquila, Ginny. Está bien – la consoló –. Todo estará bien – se consoló –. No dejaré que nada de eso pase, ¿vale? No me iré a ningún lado – le sonrió torcidamente –. No voy a dejarte, ni a ti ni a mamá. Yo jamás haría eso.

El domingo fue un día extraño. Todos estaban cansados, menos Horace, quien se había levantado temprano para hacer el desayuno. Ginny y su madre se habían quedado durmiendo hasta tarde. Rubén se levantó al oír ruidos en la cocina, con todos sus sentidos disparándose al instante, alertas. Había dormido tenso y le dolía la espalda.

Horace estaba preparando tostadas. Vio entrar a su hijo en la cocina y sonrió. O algo así.

-Buenos días.

Rubén no dijo nada. Iba en camino a la heladera cuando descubrió unas bolsas de compra en el suelo. Reconoció una de las cajas que contenían.

-¿Has comprado Chocokrispis?

-Sí – respondió Horace –. Eran tus favoritos, ¿verdad? Espero que lo sigan siendo.

Rubén permaneció en silencio. Revisó las bolsas y descubrió que su padre había comprado varias cosas: cereales, fideos, aceite, jabón, shampoo, un cepillo de dientes y crema de afeitar. Hasta una barra de chocolate.

-¿Con qué dinero has comprado todo esto?

Horace rió secamente.

-Tranquilo, hijo. Lo he pagado todo desde mi bolsillo.

Sin decir más, Rubén tomó la caja de cereales y se sirvió en un pote con leche. Se puso a desayunar en la mesa.

-Rubén, ¿nunca más me dirigirás la palabra además de lo mínimo humanamente posible?

Él no contestó. Horace suspiró.

-¿Sabes? Sé que he cometido errores en el pasado, pero-

-Lo que hiciste no fue un error – le cortó –. Deja de intentar justificarte y dime qué mierda estás tramando.

-¿A qué te refieres?

-Oh, cierto, que ahora eres un hombre puro e inocente. Es un poco obvio, papá – dijo, poniendo énfasis en la última palabra –. Apareces en la puerta, te alegras de ver a tu hija, salimos a comer, nos compras regalos, preparas el desayuno... como si no hubieras hecho mierda a esta familia – finalizó apretando los dientes –. Crees que somos idiotas, que con una sonrisa de mierda puedes aparecer de nuevo y arreglarlo todo. O quizá ni siquiera quieres arreglarlo – razonó, mirándolo con los ojos entrecerrados – Eso es, ¿verdad? Has venido porque quieres algo de nosotros, ¿no es así?

Horace permaneció en silencio, observando a su hijo con una mirada impasible. Hasta que rió. Se rió a carcajadas en frente de Rubén, sujetándose el estómago a causa de la falta de aire. Carcajadas fuertes, secas, estremecedoras.

-Ay, Rubén – suspiró, mirándolo con cariño –. Qué gran hijo tengo.

Continuó riendo en silencio. Rubén no dijo nada.

-Buenos días – dijo su madre entrando en la cocina, medio adormilada. Vio a Horace haciendo el desayuno y se despabiló enseguida –. Horace, ¿qué...?

-Buenos días, cariño – la saludó, y la besó fugazmente en los labios. Ella se quedó plantada, sin saber muy bien qué decir –. Espero que no te moleste que haya echo las compras por la mañana – dijo, señalando las bolsas –. Rubén ha estado haciéndome compañía desde entonces.

-¿Qué? – exclamó Beatrice, aturdida. Parecía querer volverse a dormir -. ¿Que tú... qué?

-Hola – saludó Ginny, que hasta entonces había estado durmiendo plácidamente en la cama de Rubén. Tenía los cabellos alborotados y el pijama arrugado, sus ojos aún desprendiendo un aura somnolienta.

-Buenos días – saludó Horace.

Ginny se sentó frente a Rubén.

-Bien - dijo Horace –, ahora que estamos todos reunidos, me parece el momento perfecto. Cariño, ¿puedes sentarte? – Esta le hizo caso y se sentó junto a sus hijos. Parecía extraviada. El padre les sirvió el resto del gran y muy poco usual desayuno, que no podía compararse con el que estaban acostumbrados, y se aclaró la garganta, parándose en frente de todos –. Me quedaré el resto de la semana con ustedes.

Rubén se atragantó con la cucharada de Chocokrispis que se había llevado a la boca.

DAMN. ¿Qué les pareció? D: Este capítulo fue para que conozcan un poco acerca de Rubén y su familia. Confieso que se me llenaron los ojos de lágrimas al escribir la pesadilla de Ginny (que, por cierto, no es el nombre real de la hermanita de Rubius).

PD: AAA :(

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