Ohana - (1001 Cuentos de Alba...

Od albxlia69

1.1M 44.5K 52.5K

Natalia desordenó mi vida. Y Alba Reche ordenó la mía. Historia extraída de 1001 Cuentos de Albalia. Puede co... Viac

1. Un miércoles de mierda
2. Unas vacaciones de clase media
3. Un sábado cualquiera
4. Un vino blanco y Alba Reche
5. El alucinante show de Natalia Lacunza
6. Jugando al escondite
7. El ruido que necesita
8. El verano que nos conocimos
9. La madre de ella
10. Los primeros días
11. En las buenas, en las malas y en las peores
12. Septiembre siempre llega
13. La aventura de ser mamás
14. Saltarse las normas
15. ¡Grabando!
16. Mi secretito oscuro
17. Una oportunidad de oro
18. Nuestra primera vez
19. Las cuatro estaciones de Vivaldi
20. Noches de confesiones
21. La hematofobia
22. El sonido ambiente
23. La Alameda de Hércules
24. La droga del amor
25. Siempre vuelve
26. Mudanzas
27. Promesas
28. Mi Navidad eres tú
30. Un amor para toda la vida
31. Un amor para toda la vida (II)
32. Un regalo de capítulo
33. Como dos hermanas
34. Consejeros matrimoniales
35. Hablemos de educación
36. Hablemos de sexo
37. Pompas de música y amor
38. El niño mimado
39. Mi metrónomo
40. Mami Albi
41. Todo
42. Pesadillas
43. El padre de ella
44. Los espacios
45. Mi orden desordenado
46. Otras alas
47. Una canción para la espera
48. El silencio
49. La hora del baño
50. La boda de su hermana
51. Los Reche y yo
52. La culpa
53. La magia del cine
54. 5.000 euros
55. Felicidades, bichito
56. Sueños que se rompen y sueños que despiertan
57. Espejito, espejito
58. Como dos adolescentes
59. The show must go on
60. Las dudas
61. Antes y después de decirnos sí
62. Vulnerables
63. Estrella
64. La caravana
65. El tiempo
66. El Mi arbar
67. Siempre sí
68. Una cuestión de fe
69. El fin de una gira
70. Una gran historia de amor
71. Hablemos de conciliación laboral y familiar
72. La enfermera Reche
73. ¿Quieres casarte conmigo?
74. Instinto maternal
75. La lluvia en Sevilla es una maravilla
76. Los pestiños de la Rafi
77. Lo que le dije aquella noche
78. Hablemos de futuro

29. Buscando a Elena

19.7K 674 1K
Od albxlia69

Aparece difuminada entre mis párpados.

Su cara en la oscuridad haciéndose un hueco entre mis pestañas. Sus ojos medio abiertos, su boca cerrada.

Parpadeo, y sigue ahí.

Por muchas veces que cierre y abra los ojos, Natalia sigue ahí.

Cada vez más sonriente, cada vez más cerca.

Su brazo me rodea por debajo de las sábanas desde anoche. Su cuerpo está boca abajo, tumbado al lado del mío.

El reloj marca las siete de la mañana.

Sus labios en mi mejilla me dan los buenos días demasiado pronto.

Acaricio su nuca, y mis dedos inventan un camino hacia su cabello. Mi otra mano se une al juego.

Ella ríe, ríe sin dejar de besarme la cara. Le encanta que me encante su pelo. Y a mí me encanta despertarme con ella.

Su boca aterriza en la mía después de recorrer por completo mi rostro. Se salta la aduana instalada en mis labios, y se cuela sin pasaporte. Mis caderas se levantan tan sorprendidas como yo. Y mi lengua, que no entiende de papeleo, la recibe con una calurosa bienvenida.

El vello de mi piel se levanta mucho antes de que suene la alarma. Su cuerpo también. Su cuerpo también madruga sin necesidad. Deja el colchón para colocarse sobre mí, para seguir besándome.

Cada vez más profundo, cada vez más necesitado.

Esto sí que son unos buenos días.

—Nat—gimo cuando sus dientes se compinchan con su lengua para despertar a mi cuello.

—Dime... —susurra juguetona, repitiendo la hazaña numerosas veces para espabilar también a mi garganta, que se rasga a cada húmedo mordisco.

—Jo...der—logro pronunciar después de otra oleada. Cómo has amanecido hoy, cariño...

—¿Te gusta, nena?

—Quita... Voy a echar el pestillo.

—¿CÓMO? ¿QUE HA COLAO'? —ríe incrédula, dejando que escape de la cama. Se gira y coloca sus brazos detrás de la cabeza para mirarme mientras cierro la puerta de nuestra habitación. Sonríe de medio lao', y se cruza de piernas.

Qué irresistible.

Vuelvo a nuestra cama oscura. A su cuerpo de altas temperaturas. Ella me sujeta las caderas, y yo me inclino hasta secuestrar sus labios. Resbalamos por el reposacabezas hasta caer en la almohada.

Cierra los ojos mientras me besa, mientras la provoco. Yo los dejo abiertos para mirarla. Me gustan sus gestos de impaciencia, de nervios, de deseo. Su sonrisa espontánea. Su manera de fruncir el ceño cuando me muerde. Lo relajada que se vuelven sus facciones cuando aminoramos la velocidad. Lo estática que se queda cuando nota que mi mano encuentra su intimidad por debajo de la ropa interior. Alza los párpados y me mira, apretándome la nuca. La acaricio, la estimulo, la despierto. Beso sus labios temblorosos, su rostro de infinitas y cambiantes reacciones. Ella vuelve a cerrar los ojos, dejándome a solas con su placer.

—Alba... —suspira con dolor, denegándome el paso en la frontera que da a su interior.

—¿Ni un poquito...? —lo intento, y ella niega, acariciándome la mano para devolverme a los pliegues donde más disfruta.

No insisto más. La conozco, me conoce. Sabe que la escucho. Me centro en ella, en lo que quiere. Y vuelven sus mordidas a mi boca, sus gemidos arañándome las ganas, sus golpes al colchón buscando el final. Su abrazo infinito. Su sudor empapándole las prendas que usa como pijama y que hemos olvidado quitar.

—Buenos días, mi amor—le digo con sorna cuando llegamos a la meta.

—Que te gusta un mañanero, Alba Reche... —suspira vacilona, recuperándose con lentitud del asalto.

—Para empezar bien el día—me excuso—. Con energía.

Me quedo sobre su pecho, relajando nuestra respiración. Nuestras pulsaciones.

Al cabo de unos minutos me separa para quitarse la camiseta. Está chorreando.

—Ven aquí que te de yo mis buenos días tardes noches...

Oh. Ya tardaba.

—Pero no vayas a acostumbrarte a esto de hacerlo todos los días, eh... —bromeo en su boca, y ella me muerde al tumbarme bajo su cuerpo húmedo.

—Estamos empezando a salir... Normal que no podamos parar—susurra al bajarme los pantalones del pijama—. Además, anoche no lo hicimos.

—Pero lo estamos haciendo ahora—rebato.

—Pa' no romper el pleno de la semana—ríe, provocándome un cosquilleo.

—Que ya no tenemos veinte años para aguantar este ritmo, Nat... —sigo bromeando, incapaz de contener la sonrisa. Ella se deshace de mi ropa interior.

—Ya... y lo de ser madre agota—suspira. Ella tampoco ha dejado de sonreír—. Bueno, vale... Pues nos olvidamos del sexo diario... ¿Qué tal si echamos siete a la semana?

—Eso es todos los días, tramposa.

—No tiene por qué. Podemos repartirlos. Por ejemplo: tres el martes, tres el jueves, y uno el sábado—bromea con un tono muy serio, y yo no puedo evitar soltar una carcajada—. ¿Qué te hace tanta gracia?

—Tú.

—¿Ah, yo? Pues ahora te quedas sin buenos días felices.

—No eres capaz—la pico. Ella me mira desafiante durante dos segundos eternos.

—Es verdad—reconoce resignada, rindiéndose antes de lo esperado.

Desaparece de mis ojos escondiéndose en mi cuello. Sus manos se pierden por mis piernas, amoldándolas a su antojo. Las mías le arrancan la poca ropa que le queda. Se mueve sobre mí, incendiándome como solo ella sabe hacer.

Inflándome la sed para luego calmarla como solo ella sabe hacer.

Como solo ella consigue de mí en una mañana cualquiera antes de que suene el despertador de nuestra rutina.

Y eso me deja una sonrisa de idiota que se viene conmigo a la cocina. Se baña en los cereales de Elena, y en la nocilla que unto en su bocadillo. Se revuelve y crece cuando mi niña, como cada mañana, nos pregunta cuántos días quedan para el concierto de mamá. Se queda fija en mi cara cuando Natalia le pone los deditos con la cuenta atrás.

También se pone el cinturón cuando llevo a mi hija al cole.

Y sigue en mi cara cuando entro al hospital.

No se va.

¿Cómo se va a ir después de haberse despertado tan feliz?

Ay, Nat... Con qué ganas hemos vuelto. Con qué ganas nos hemos cogido.

Echaba tanto de menos a mi yo más tuyo...

Una paciente me mira asustada, acabando con mi sonrisa (casi) imborrable de buenos días felices.

Quiere acercarse, pero no lo hace. Sus cejas se encogen una y otra vez sin saber a dónde dirigirse.

Agita un papel, vuelve a mirarme. Ahora que lo pienso, parece más nerviosa que asustada.

Me acerco a ella.

—¿Puedo ayudarla en algo?

—Sí, por favor... Tengo una cita muy importante y no encuentro la consulta. Mira que estuve el otro día, pero... Este sitio es un laberinto.

—Déjeme ver—le digo, agarrando su folio arrugado—. Ah, tiene cita con la doctora Acosta... —sonrío.

—¿La conoce? Bueno, claro, es enfermera... —carcajea entre suspiros.

La verdad es que sí que la conozco, pero mi relación con la doctora Acosta no es laboral, como ella se piensa... ¿Imagináis por dónde voy?

—Es de las mejores—le aseguro, devolviéndole el papel—. Venga conmigo, estamos en la planta equivocada.

—Ya decía yo que esto no me sonaba... —lamenta—. Oiga, muchas gracias por acompañarme... Vengo con tantos nervios que me he desorientado.

—No se preocupe, suele pasar—sonrío cordial. Ella asiente. Quiere seguir hablándome. O necesita hacerlo, más bien. Está inquieta. No para de cambiar de postura mientras subimos por el ascensor.

—Es que vengo a recoger unas pruebas de fertilidad. Mi marido y yo estamos intentando tener un bebé y no hay manera... Se supone que hoy nos dicen dónde está el fallo—me explica entre titubeos, yo me giro y le acaricio el brazo.

—¿Y viene sola?

—Sí... El pobre no ha podido cambiar el día en el trabajo. Le sabe muy mal no poder venir, pero qué le vamos a hacer.

La invito a pasar por delante de mí cuando el ascensor se para. Caminamos en silencio en busca de la consulta en cuestión. Lamento mucho que tenga que enfrentarse a una cita así sin su pareja, sin un familiar, sin un amigo. Sin un apoyo.

Se pasa muy mal, sobre todo en la sala de espera.

Los procesos para tener un hijo traen consigo mucha ilusión. La implicación emocional es total, y centras todos tus esfuerzos en ese proyecto de vida... Pero eso, inevitablemente, genera dudas. Miedos.

Nervios.

Y te atacan tan fuerte como las ganas que pones en que todo salga bien.

Se nivela. La intensidad de los dos extremos se equilibra. Lo bueno es muy bueno, pero lo malo es terrible. La incertidumbre, agonía. La espera, interminable.

Y no solo os lo digo porque lo veo en esta mujer.

Os lo digo porque yo también he estado aquí, como ella.

Aquí, así de temblorosa. Aquí, agarrada a la mano sudorosa de Natalia frente a la consulta de la doctora Acosta. Aquí, imaginando a esa niña rubita de ojos azules con la que mi mujer y yo soñábamos...

¿Cabréis todas en el ascensor? Mh... Cada vez sois más, ¿eh? Pues nada, repartíos para ir por la escalera o bajad por turnos. Están al fondo a la derecha, por donde he acompañado a esta... ¡Que no, confiad en mí! No tiene pérdida, es todo recto. Yo os espero en el recuerdo:

—Tranquila, amor—le pedí, acariciándole la pierna, que más que una parte de su cuerpo parecía una taladradora a máxima potencia.

—No me gustan los hospitales—murmuró asustada, mirando a todas partes.

—Lo sé... Sé lo mal que lo pasas en estos sitios, cariño... Pero no nos queda otra.

—Voy a mirar el lado bueno... Igual con la de veces que nos quedan que venir aquí supero el miedo que le tengo. Joder, si he podido con la sangre, ¿no voy a poder con esto?

Ella, autoconvenciéndose... Su pierna taladrando el suelo, llevándole la contraria.

—Menudo retraso llevan—suspiré, mirando el reloj. Natalia fijó sus ojos en mí.

—Estás nerviosa—adivinó, frenando su tic.

—Como para no estarlo.

—Albi... —sonrió a modo de queja, y luego me atrajo a ella rodeándome por los hombros—. Que tú trabajas aquí, ¿cómo va a darte miedo?

—Qué tonta eres... —reí.

—Va a salir todo bien, ya verás—susurró, besándome la sien.

Sus palabras intentaron tranquilizarme. A mí, y a ella. A las dos. Pero como os decía antes, cuando te enfrentas a un proceso tan importante como el de ser madre, los nervios que florecen por dentro son imposibles de aplacar.

Y se multiplican en el momento en que atraviesas la puerta de la consulta de la doctora Acosta.

—Buenos días, chicas. ¿Cómo estáis?

—Bien. Bien nerviosas, digo—respondió mi mujer mientras tomábamos asiento.

—Pues eso no está nada bien, ¿eh? —nos regañó con una risa—. Tenéis que estar relajadas. Como os conté el otro día, solo son unas pruebas de nada...

Unas pruebas de nada, decía.

Esas pruebas de nada podían acabar de un plumazo con nuestra mayor ilusión... O abrirnos una puerta hacia ella.

Yo a eso no lo podía llamar pruebas de nada.

Aunque debo decir que hacerlas no es lo que más inquieta... Lo que de verdad tensa y acojona es el momento de recibir los resultados:

—A ver, pues... El útero está perfecto. La histerosalpingografía ha sido positiva, tienes unas trompas de Falopio ideales para el tratamiento de la inseminación... Tienes algún nivel de hormonas más alto que otro, pero sin mayor problema—explicó sonriente, haciendo un alto antes de continuar—. Lo que me preocupa mucho es la antimulleriana. Ha salido demasiado baja para la edad que tienes...

—No me entero de nada—susurró Natalia, cuya mano llevaba enredada en la mía desde que nos sentamos.

—Que tengo ovarios de menopáusica... —le expliqué yo con un nudo en la garganta.

—¿C...cómo?

—La baja reserva ovárica de Alba podría dificultar el tratamiento... Interpretando los resultados, me temo que produce pocos, y de baja calidad, y así es bastante complicado hacer la inseminación o incluso una in vitro... —me ayudó la doctora con su voz dulce y tranquilizadora. Qué suerte tuvimos de tenerla a ella. Era realista, pero suave. Sincera y con tacto, lo mejor que puedes encontrarte en una consulta médica—. Pero bueno, no pongamos el grito en el cielo todavía. Vamos a probar con una estimulación ovárica a ver si sus ovarios responden.

—Ah, bueno... —asintió Nat, fingiendo que se había enterado de algo. Luego me miró entre la preocupación y la esperanza—. Entonces... Con la estimulación esa, igual...

—Con su edad es muy probable que reaccionen bien—nos tranquilizó.

De verdad que lo hizo.

Soy de las que se ponen en lo peor, lo sabéis... Pero por una vez intenté ser positiva y optimista. Me agarré a la imagen de esa niña preciosa que queríamos tener. Me agarré a las esperanzas de la doctora Acosta, y a los besos que Natalia me daba todas las mañanas asegurándome que todo saldría bien. Que muy pronto seríamos mamás.

Tenía que pincharme hormonas cada día. Y cada tres, la doctora revisaba la evolución.

O la no evolución.

La primera estimulación no sirvió.

Pero no pudo con nuestras ganas. La doctora Acosta me cambió la medicación, y volvió a darme otra ronda de estimulación.

Esas dos semanas de pinchazos fueron mucho peores. Yo estaba más tensa, más preocupada. Tenía un resultado negativo a mis espaldas, y eso no ayudaba nada. Aun así, hice lo imposible por mantenerme en mi línea de positivismo, en creer en las esperanzas de la doctora, en las palabras de Natalia... Luchando día a día contra mi carácter pesimista.

Pero tampoco funcionó.

Mi fábrica de óvulos se había deteriorado antes de tiempo.

Demasiado pronto, demasiado rápido.

—Es que ahora mismo la tasa de éxito es muy baja... Si queréis intentamos una tercera estimulación, pero yo no os lo recomiendo. Esta última ha sido muy fuerte, y si no hemos logrado ningún óvulo óptimo...

Natalia se quedó en blanco. Y por una vez no era yo la culpable.

Lo eran la doctora Acosta y mis óvulos de mierda.

Inútiles. Infértiles.

—Entonces... ¿no voy a poder quedarme embarazada? —pregunté, aunque sabía la respuesta. Soy así de kamikaze.

—A ver, Alba. Tienes un problema de fertilidad. Me temo que es imposible que puedas quedarte embarazada con tus propios óvulos, per...

Y me eché a llorar, dejando a la doctora con la palabra en la boca.

Porque eso no era un llanto cualquiera, era un berrinche en toda regla. Fue la explosión de todas las hormonas que había estado pinchándome, mezcladas con la cada vez más fuerte, ilusión de ser madre.

Mi primera reacción tuvo que ver con la sensación de impotencia. Me sentía frustrada por no poder quedarme embarazada. Qué digo... Porque ni siquiera podía intentarlo. Me sentía furiosa, y triste. Muy triste. Toda mi vida queriendo ser madre, y en ese momento en el que todo se había alineado para dar el paso... Mi cuerpo me fallaba. Mi maldito cuerpo. Mis ovarios.

Supongo que nadie te prepara para ese fracaso.

—Eh, cariño... Tranquila—titubeó Natalia cuando despertó de su shock.

Ella también se había quedado tan estática y fría como la doctora. Normal. Nunca antes me había visto así. Nunca antes me había visto llorar con tanta rabia, con tanto dolor. Con tanta frustración... Y no solo eso. Mi problema también era el suyo, porque ella iba a ser la otra madre de mi bebé. Y porque Natalia está conmigo en todo. En todo.

—No pasa nada, mi amor... No pasa nada—susurró, poniéndose en cuclillas frente a mí. Me rodeó por la espalda con un brazo, yo me tiré sobre su hombro, y ella empezó a acariciarme la cara—. No llores así, cariño, que no pasa nada...

La pobre no sabía ni qué decirme... Estaba rota. Por mí, por nuestra ilusión, por nuestra familia.

—Es un golpe difícil de digerir, pero Alba, Natalia... Hay otras alternativas. Os voy a dejar a solas para que os tranquilicéis un poco y ahora hablamos con más calma... Si os parece.

—Por favor—asintió Natalia, agradeciéndole el gesto con una media sonrisa amarga y temblorosa.

—Lo siento... —musité entre lágrimas.

—Es normal que te pongas así, mi vida... No te preocupes—me besó la frente asustada. Fue una de las veces que más intranquila la he visto. Estaba tan frágil por mi reacción, por el diagnóstico, y... por un secreto que entonces yo no sabía que me ocultaba.

—No... Lo siento porque no te voy a poder dar a nuestra niña...

—No digas eso—me abrazó con fuerza, revolviéndome y besándome el pelo—. La doctora ha dicho que va a darnos alternativas.

—Sean las que sean, yo no voy a poder... Nat... Tú querías que se pareciera a mí... Y ya no va a poder parecerse a mí...

—Eso da igual, mi amor—suspiró, acariciándome las mejillas una y otra vez—. Eso da igual.

—¿No estás enfadada conmigo?

—¿Cómo voy a estar enfadada contigo, mi vida?

—Yo sí lo estoy...

—Cariño... —me apretó sin saber qué más decirme.

—Estoy harta de que nunca nos salgan bien las cosas. Siempre tiene que pasar algo...

Ay, Alba... Y lo que te queda, niña de los ojos tristes. Y lo que te queda...

—Mírame, mi amor. Mírame—me pidió con suavidad minutos después de sumirnos en un abrazo de rabia y paz. Parecía menos asustada. Más calmada. Yo también había rebajado un poco la intensidad de mi rabieta hormonada—. Tú y yo nos hacemos más fuertes cuando las cosas se tuercen... Lo sabes.

Eso también es verdad. Escucha a tu mujer, Alba. Escúchala siempre para dejar de ser la niña de los ojos tristes.

—Quiero ser madre, Nat... —moqueé.

—Lo sé, mi amor... Y yo te prometo que te haré madre. Seremos madres. Tendremos a la rubita de ojos azules que hicimos aquella anoche. La conseguiremos de cualquier otra manera, ¿vale? Como si la tengo que secuestrar de una guardería. Vamos que si te hago madre... Aunque me tengan que meter en la cárcel por secuestro, mi amor—me abrazó otra vez.

—Preferiría que me hicieras madre sin tener que pedir un vis a vis para verte... —bromeé con los ojos rojos, nublados. Natalia carcajeó, y con su risa se escaparon también algunas lágrimas. Las que llevaba conteniendo toda la escena.

Porque cuando la vida se nos tuerce, siempre tiramos de la risa. La risa nos salva. Y nuestro amor.

—¿Estáis mejor? —golpeó la puerta la doctora. Natalia le indicó que pasara—. Ay, pero si os estáis riendo y todo...

—Sí, ya estamos un poco mejor... —titubeé, irguiéndome en la silla—. Siento haberme puesto así antes, doctora...

—Tranquila, he tenido pacientes peores—intentó quitarle importancia, pero yo tenía grabado en mi mente el bochornoso momento. Malditas hormonas. Malditos ovarios. Maldita frustración.

—Entonces decía que había otras soluciones... —intervino Nat con impaciencia, recuperando su asiento sin soltarme las manos.

—Sí. Las hay. Lo que intentaba deciros es que, aunque no sea Alba la que aporte el óvulo, podría quedarse embarazada perfectamente. El resto de los factores que intervienen funcionan adecuadamente. No hay nada que le impida que un bebé crezca dentro de ella. ¿Me entendéis? Que de los miles de problemas relacionados con la fertilidad, este en concreto no condiciona en absoluto que Alba pueda tener un hijo... —nos calmó, haciendo que viéramos el lado positivo de mi esterilidad—. Pensad que hay gente que sale de aquí con un imposible, pero tú tienes otras opciones. Tienes que pensar en eso. Yo sé que es muy duro afrontar lo que te acabo de decir, pero... piensa en que todavía podéis ser madres, que es para lo que estáis aquí.

—Vamos, que... De lo malo, no es lo peor—susurró Natalia, que ponía toda su atención en las palabras de la doctora.

—Exactamente. Mediante la fecundación in vitro podríamos implantarle un embrión a partir del óvulo de una donante, o incluso tuyo, Natalia...

—Claro, claro... —asintió mi mujer sin parar de acariciarme las manos—. ¿Ves, mi amor? Podemos ser mamás... Y si tú me pides un ovario, yo te doy veinte... ya lo sabes—me sonrió—. ¿Qué te he prometido?

—Veinte ovarios no creo que tengas... Óvulos a lo mejor los consigues—bromeó la doctora, compinchándose espontáneamente con mi Nat para animarme.

—Pero eso es el método ROPA, ¿no? —intervine por primera vez en lo que llevábamos de la charla busca-soluciones.

—Sí.

—Pero no lo cubre la seguridad social... Lo estuvimos mirando antes de apuntarnos a la inseminación. ¿Es que ha cambiado la ley? ¿O es que está justificado porque tengo problemas de fertilidad? —reaccioné en busca de alternativas, reincorporándome en el asiento.

Porque era muy duro aceptar que era incapaz de crear vida, pero mientras existieran otras opciones a las que agarrarme, tenía que dejar ese golpe a un lado para encontrar otro camino. Por mucho que me tirasen mis hormonas revolucionadas... Tenía que hallar esa otra forma. Tiempo para lamentarse siempre hay. Tiempo para remontar, no tanto.

—No, por ahora no... Tendríais que ir por la privada. Pero bueno, igual dentro de unos años podemos practicarlo. Confío en que el gobierno tenga en cuenta a parejas como vosotras—sonrió amargamente.

—O igual nos quitan el derecho a tener hijos... que nunca se sabe con esos cabrones—torció la sonrisa Nat. Acosta bajó la mirada.

Dinero o tiempo, y políticos de por medio. Vaya variables... Otra vez el desánimo apoderándose de mí.

—Oye, ¿y no puedes meterle un óvulo mío, así a escondi...?

—Natalia—la callé.

—Venga, qué más te da, doctora...

—Nat—tiré de su agarre para que parase de una vez. Qué vergüenza. Ella me miró encogiéndose de hombros. Tenía que intentarlo.

—A ver, eso incumpliría... —se alarmó.

—Tranquila, solo estaba bromeando—lo arreglé rápidamente, lanzándole una mirada de aviso a mi mujer.

—¿Y lo de los óvulos de una donante? —se interesó Nat.

Qué mona hablando así de profesional y no pidiendo a una doctora saltarse las normas, ¿verdad, albayas? No, jo, no me burlo... Es que en aquel momento estaba tan en mi mundo que no me di cuenta del esfuerzo que estaba haciendo mi mujer por entenderlo todo, por apoyarme tanto, por buscar soluciones para tener a nuestro bebé... Y en campo enemigo. Con lo que sufre ella delante de un médico, en una consulta, en un hospital.

—La ovodonación tampoco la cubre la sanidad pública—suspiró—. Como digo, a fecha de hoy... Mañana ya veremos.

—¿Y por qué el semen sí y los óvulos no? ¿Los tíos pueden fallar, pero las mujeres no? —se quejó Nat.

—Será cuestión de tiempo que se incluya—intentó animarnos—. Cada vez son más mujeres las que no pueden quedarse embarazadas con sus propios óvulos. Al retrasarse la maternidad, es un problema que va a ir a más... Y eso se tendrá en cuenta, seguro.

—¿Entonces ninguna de las alternativas que nos ha dicho se pueden hacer aquí... ahora mismo? —logré preguntar con un fino hilo de voz. La doctora apretó el gesto y negó con la cabeza.

Estupendo.

—Bueno, a ver... —alzó la mano antes de que me echara rendida sobre el respaldo—. Sois dos mujeres.

Giré mi cabeza. Natalia también. Tenía los ojos congelados, las cejas inestables. Los labios a medio abrir.

Sabíamos perfectamente lo que la doctora Acosta iba a proponernos. Era obvio. Lo raro es que no lo hubiera dicho antes.

—¿No os habéis planteado que sea Natalia la que lo tenga?

—Eh... —tragó saliva, girándose velozmente hacia ella. Me apretó las manos. Se mordió el labio. Miró al suelo, me miró de reojo, volvió a la doctora. Su pierna recuperó su condición de taladradora—. Eh... Pues...

—Mi mujer es un poco aprensiva—le expliqué a la doctora ante su incertidumbre.

—Poco no es la palabra, Albi... —susurró para mí, pero creo que ella la escuchó.

—Yo lo comento porque es una posibilidad. Intento mostraros el máximo abanico de opciones para que ya vosotras toméis la decisión que más os convenza... Que a veces uno tiene la mejor oportunidad delante y no la ve hasta que se lo dicen, ¿me entendéis?

—Claro, sí—asentí yo—. Pero mi mujer... Ella... —la miré. Tenía los ojos perdidos en el suelo. Y ya no me apretaba las manos. Solo cubría a las mías por inercia. En punto muerto. Yo me deshice de ellas para abrigarlas. Para crearles una cueva de protección como la que ella me había hecho a mí—. Ella no... No sé. No...

Entré en bucle.

—Podría hacerme las pruebas—dijo de pronto. A mí casi se me cae la mandíbula al suelo.

—Nat, ¿estás segura?

—Sí, bueno, por ver si yo puedo, o no... Por descartar—no paraba de asentir con un nerviosismo atípico en ella.

—Amor, pero para qué vas a pasar un mal rato si...

—A ver, un mal rato... Las pruebas no son para tanto, Alba, ¿no? —rio la doctora.

No tenía ni puñetera idea de lo que mi mujer sufría en esos sitios. Si cuando tenía que hacerse una analítica se pasaba días concienciándose de ello... Mi pobre Nat.

Yo solo quería protegerla de todo cuanto le asustaba.

—Lo pasa fatal con estas cosas, doctora...

—Bueno, pero puedes hacer un esfuerzo, ¿no, Natalia?

—Sí, claro... —dijo sin ningún convencimiento. A mí no me engañaba.

—Yo es que no solo os recomiendo que haga las pruebas para que valoréis la posibilidad de que Natalia sea la que geste el bebé, sino porque también os serviría de cara al ROPA. Y ya os quitáis la duda... Para ahora, o para más adelante... Yo, de verdad, me haría las pruebas, Natalia.

—Sí, sí. Vale. Sí—asintió. Y al suelo le faltaron dos segundos para que fuera atravesado por su pierna-taladradora.

—Nat, puedes decir que no si no quieres—le susurré. Mi mujer tiene un problema para negarse. Y yo solo quería protegerla. Asegurarme de que estuviera bien, de que no se sintiera en la obligación de hacer algo que le atemorizaba.

—Ya, ya... —tiritó nerviosa. Yo chasqueé la lengua.

—Tenéis la suerte de que sois dos mujeres... Doble oportunidad. Planteadlo por lo menos, ¿vale? Pensadlo muy bien. Que luego no estás nada convencida, os lleváis los resultados para un posible ROPA. Que sí que te atreves, pues nos ponemos con la inseminación. Quiero que os llevéis de aquí las puertas que se abren, no las que se han cerrado, ¿de acuerdo? Que es duro aceptar la esterilidad, Alba, pero hay que mirar siempre las cosas buenas. Tenéis alternativas, vais a poder ser madres.

Salimos de la consulta de la mano.

Yo con mis ojos en ella, y ella con los ojos en ninguna parte. A veces en un punto al fondo del pasillo, a veces en el suelo. A veces en nuestro agarre.

Pero nunca se paraba en los míos. Como mucho, se paseaba de reojo.

Nos montamos en nuestro clío. Solo se oía el motor ruidoso, ni una sola palabra entre nosotras.

En el silencio: mi infertilidad, la propuesta de la doctora, el secreto que Natalia no me diría hasta semanas después.

Busqué su mano en la palanca de cambios a mitad de camino, y ella por fin se dejó caer en mi miel. Resopló, y aparcó en el primer hueco que encontró.

—Alba, quiero que seas sincera—dijo seria, agarrándome las manos entre nuestros rostros—. ¿Quieres que tenga a nuestro bebé? Dímelo de verdad. Porque si tú me lo pides, yo...

—No puedo pedirte eso. No es justo.

—¿Por qué?

—Porque no voy a pedirte algo que sé que no quieres hacer.

—No haría nada que no quisiera hacer—respondió con obviedad.

—Ya, pero si te lo pido cuando estoy así de destrozada porque yo no puedo tenerlo, te vas a sentir en la obligación de hacerlo... Porque te conozco, y sé cómo eres conmigo. Y yo no quiero aprovecharme de eso. Prefiero que esperemos. Ahorraremos para irnos a una privada.

—¿Ni siquiera vas a dejar que me lo piense...?

—No. No serías capaz de aguantar algo así, Nat... —musité.

Aún no entraba en mi cabeza que Natalia pudiera con tanto dolor, con tantos miedos. Hasta ese momento, las referencias que tenía de mi mujer enferma, no eran muy esperanzadoras que digamos... Pero con el tiempo me ha demostrado que es la mujer más fuerte que conozco. Que es capaz de superar todos sus límites: físicos, y, sobre todo, emocionales... Mi mujer puede con todo lo que le echen, solo que yo en ese momento no lo sabía. Lo dudaba demasiado. Natalia era la niña burbuja a la que quería proteger de todo.

—¿Recuerdas cuando me desmayé en la escuela y te dije que ya no quería ser madre porque sentía que no podría proteger a mi niña?

—Sí.

—Me dijiste que te había convencido de que fuéramos madres ya, ahora, porque me viste segura. Y que cuando estoy segura de algo no paro de intentarlo, aunque no sepa si me va a servir de algo... Alba, yo me repetí esa frase, visualicé a nuestra familia, y me puse a afrontar mi miedo contigo. ¿Y qué pasó? Que ahora, si me corto, puedo ponerme la tirita sin caerme de espaldas... Me has enseñado que puedo superar cualquier cosa si me lo propongo, si tengo un objetivo. Y ahora mismo lo único que quiero es tener un bebé contigo.

—No compares el miedo a la sangre con tener un hijo, Nat. Son nueve meses sin pausa. Sin que puedas huir. Ahí no puedes taparte los ojos para escapar. Tu barriga va a seguir ahí por mucho que no quieras mirarla. Vas a sentir todos los síntomas sin poder echar a correr...

—Por ti y por nuestra rubita puedo hacerlo—me sonrió con inseguridad.

Sé reconocer cuando mi mujer duda. Cuando no tiene las cosas tan claras como de costumbre. Y en aquel momento, Natalia tenía dos mil treinta y siete. ¿Sabéis eso de... perro ladrador, poco mordedor? Pues eso. Hablaba mucho, muy bien, muy entrañable... pero sus ojos me decían que estaba muerta de miedo. Que no me lo estaba diciendo de verdad.

—Vamos a comprar una hucha, anda... —le acaricié la mejilla, burlándome, en parte, de su ofrecimiento.

—¿Por qué no quieres que lo tenga yo?

—Porque...

—¿Si no es tuyo no lo quieres, o qué? ¿No vas a quererlo porque no se parezca a ti? —me increpó.

—Nunca voy a poder tener uno que se parezca a mí... Así que cállate la boca—me bajé furiosa del coche.

—Lo siento, cariño—corrió hacia mí. Yo me deshice de sus brazos. Me había cogido en el día equivocado. Too much hormonas, y la peor noticia que me habían dado en mucho tiempo. Una en la que mi mujer ahondó para dejarme hecha polvo—. Me refería a que si no sale de ti...

—¡Me da igual de dónde salga! ¡No quiero que lo tengas tú porque sé que no quieres hacerlo!

—No me digas qué es lo que quiero y lo que no quiero... —titubeó.

—¡Sabes que no quieres, te conozco! ¡Solo me lo dices para demostrarme que harías cualquier cosa por mí, y yo eso ya lo sé, Nat, ya sé que harías cualquier cosa por mí! ¡Pero esto no! ¡Esta vez no te va a servir tu puto show! ¡No puedes improvisar una decisión así! ¡Con esto no te vale! ¡No puedes decirme de la noche a la mañana que quieres tener tú el bebé cuando llevas toda la vida diciendo que jamás te preñarías!

—Vale, vale, tranquila... —consiguió atraparme a pesar de mis intentos de huida. Me rodeó por la espalda, sujetando mis brazos—. Vamos a hablarnos bien, que estamos muy tensas las dos... Ha sido un día duro—suspiró, soltándome como si fuera una bomba. Yo endurecí el gesto, pero me quedé quietecita para escucharla—. Está bien, Alba. Tienes razón. Es pensar en preñarme y se me cierra el culo del miedo que me da. Los vómitos, el dolor, sentir un alien dentro... No quiero ni... Pf... El... Parto... Oh. Dios. Qué. Puto. Horror.

—¿Ves? No pienso hacerte pasar por eso.

—Pero mi amor... Yo te he prometido que te voy a hacer madre—besó mi pelo—. Solo intento encontrar la forma de cumplir mi promesa.

—Pues esta no es. No me lo has dicho con sinceridad, y lo sabes...

—Lo siento, cariño... Es que pienso en que tú no puedes y yo sí, y... No es justo, joder.

—Tú no tienes la culpa de ser así. Como yo no la tengo de mis ovarios estropeados... Seamos sensatas por una vez en este día de mierda.

—No quiero quedarme embarazada—lloriqueó, escondiéndose en mi hombro muerta de miedo. Y yo por fin la podía proteger—. No quiero, Alba... No quiero.

—Ya lo sé. Tranquila. No vamos a hacerlo así... Nos abriremos una cuenta de ahorro y nos quitaremos de vacaciones y gastos innecesarios hasta que consigamos el dinero para la clínica privada.

Y más lloraba.

Y más me abrazaba, agachada para esconderse en mi cuerpo.

—Yo quiero que tengamos al bebé, Alba... pero yo no...

—Amor, te estoy diciendo que vamos a esperar, ¿vale?

—Pero es que yo lo quiero ya...

Y más lloraba.

Y más me abrazaba.

Porque tenía un secreto que yo no sabía. Porque había un motivo más que la hacía sollozar así.


***


Cada vez que entro en este sitio me vienen cientos de recuerdos.

Son muchas las anécdotas que tengo aquí guardadas.

Mi primer día, el último.

Los de en medio.

Las fiestas de fin de curso, los conciertos de Navidad...

Aquel ensayo acabado en tragedia.

¿Sabéis ya dónde estoy, albayas?

Exacto. En la escuela de música en la que impartí clases hace algunos años, y en la que ahora aprende mi pequeña.

Me hace especial ilusión que esté apuntada aquí. Conozco a casi todos los profesores, y eso me da confianza. Además de por la inevitable sensación de nostalgia. Me encanta contarle historias de cuando trabajaba aquí, y a mí que ella me narre las suyas.

—¡Mamá, mamá, mamá!

—¡Hola, bichito mío! —la alzo en el aire. A ella, y a la mochila que lleva en la espalda.

—Te tengo que enseñar una partitura que me ha enseñado la seño, es súper súper súper difícil...

—Vaya. ¿Crees que seré capaz de tocarla? —pregunto asustada.

—¡Pero si tú sabes tocar todo, mamá!

—Qué bonita eres, es que te como tóa... —le muerdo la cara, y ella carcajea.

—¡Eh, profe Nat! —oigo a lo lejos. Me giro con mi niña, y veo a un joven corriendo hacia mí. Debe de tener unos veinte años. Tiene pecas en la cara, y es pelirrojo. Me suena, me suena mucho, pero... Claro, tuvo que ser mi alumno... Buen apunte, pencas. No sé qué haría sin vosotras.

—¿Qué pasa, tronco? —le ofrezco mi mano, y él me la choca. ¡ISMAEL, COÑO! Ya sabía yo que me sonaba. Vaya cambiazo ha dado. Normal que me haya costado tanto reconocerlo.

—¡Hola, tronco! —sonríe mi hija, esperando también el mismo saludo. El chaval suelta una carcajada.

—Qué niña tan mona... ¿Es tuya?

—No, es de mi vecina. Me saco unas perras dándole paseos por el parque...

—¡Mentira! —se enfada Elena. Qué tonta. Se pica más rápido que su mami.

—Es mi peque, sí—la achucho—. ¿A que es preciosa?

—¡Sí! ¡Se parece mucho a ti!

—Eso dicen... ¿Tú cómo vas? ¿Todavía dando clases aquí?

—No, ya no. Vengo a por mi hermano... Y ahora mismo estudiando derecho.

—Guau. Qué coco. Seguirás componiendo, ¿no?

—Por supuesto, profe. Y tocando el piano... Ahora solo una hora al día, pero los findes le doy más caña.

—Muy bien, así me gusta, Zanahorio...

Ismael era uno de mis niños favoritos. Cuando le di clase, tenía catorce años. Y sí, las mismas (o más) pecas que tiene ahora, sumadas al típico acné de ese horroroso momento de la vida llamado pubertad.

Os voy a pedir que entréis en esta escuela, pencas. Y cuando crucéis la puerta, habréis viajado hasta una clase de piano que acaba de aparecer en mi mente:

—A ver, chavalines, vamos a terminar la clase de hoy con un ejercicio técnico aburrido... ¡OH, PROFE, ERES UN PEÑAZO! Ya, ya... Pero lo siento, aquí mando yo. Mentira, es que vuestro director me ha obligado a incorporarlos... Y él es el que me paga, y si no cobro, mi mujer me castiga. Así que todos atentos, ¿va? ¡Eh, Pinocho, que te he visto...! ¡Escuchadme bien que si no os frito a deberes para el fin de semana! No, yo no quiero eso... Pero es que me obligáis, troncos.

Y allí me puse yo a tocar una escalita de abajo a arriba y de arriba abajo. Qué puto coñazo, pero era necesario para ellos... O eso decía mi jefe.

—Ese dedo, Peluca—le revolví el pelo rizado a uno de los más flojillos. Siempre andaba haciendo trampas para hacer menos esfuerzo. Que ya ves, tardaba más en inventarse su propia posición, que en hacerme caso. Pero así era él. La ley del mínimo esfuerzo—. ¡El metrónomo, seguid el metrónomo! Vaya tempo más revuelto lleváis hoy... El próximo día os tengo a ejercicios de metrónomo desde que entréis hasta que salgáis.

—¡No, profe! ¡Los del metrónomo no...!

—Pues usadlo bien, que el pobrecito que lo inventó lo creó para algo...

—¿Quién lo inventó, profe? —me vaciló Piruleta, con esa sonrisilla de me creo más lista que la profe.

Já. A la profe Nat vas a chulear tú, bonita...

—Pues no sé, pero ahora que lo dices... Me vas a hacer un trabajo de investigación de cinco páginas para que así todos lo aprendamos—le guiñé el ojo, y la clase soltó un divertido woooooo.

Y entonces sonó la sirena, y todos empezaron a abandonar sus pianos a toda velocidad. Cabroncitos, qué ganas tenían de deshacerse de su profe... Es lo que tenían las clases de mayores. Yo, personalmente, prefería a los más peques. Los adolescentes eran demasiado cabralocas... Menos Ismael. Ismael era un tipo tranquilo, sin prisas.

—Oye, profe... He escrito una letra para el ejercicio de composición que pediste el otro día. ¿Puedo enseñártela?

—Claro, Zanahorio, pero... ¿sabes que solo os mandé la música, no?

—Sí, pero se me ocurrió que podía ponerle letra también... —se encogió de hombros, y yo sonreí. Alguien que amaba la música de verdad en esa clase de obligados a aprender piano.

—Te voy a poner un positivo por iniciativa propia. Cántamela, y si te lo mereces, te pongo uno de creatividad también.

—Me da un poco de vergüenza.

—Tronco, que te puse un 10 en sorfeo...

—Vale, vale...

La letra no tenía puto sentido. No se podía coger por ningún lao'. Mi niño, pobre... Era una de sus primeras composiciones. Normal que quedase en una divertida lluvia de ideas. Se había esforzado en que cada verso rimara, olvidando el sentido en sí de la canción. Tampoco le culpo, muchos compositores se ganan la vida así y nadie les dice nada... Además, que el niño estaba empezando. Jugando. Probando.

—Dime la verdad, ¿es una mierda?

—Es una mierda preciosa, Ismael.

—Me gusta más Zanahorio.

—Zanahorio, es una mierda preciosa. Brillante. Tío, tienes talento... pero estás aprendiendo a desarrollarlo. No puedes esperar que la primera canción que escribas sea la hostia, ¿sabes lo que te quiero decir? Pero como arranque no está nada mal. Tienes unas ideas muy buenas. Te falta estructura, sentido. ¿Qué quieres decirme con este tema? ¿Que te duele el corazón porque la chica que te gusta no te habla? ¿O estás jodido porque anda con otro? ¿O estás harto y ya estás pensando en su amiga?

—Eh... pues no sé. No sé qué quería decir, la verdad—rio avergonzado.

—Mira, para componer bien tienes que escribir y escribir... Antes de hacer una buena canción te saldrán dieciocho Frankesteins. La clave está en que sepas ordenar, expresar. Pregúntate a ti mismo para qué quieres cantar esto. O a quién se lo quieres cantar. Qué estás sintiendo, que quieres que sienta la gente cuando la escuche. Ponte un propósito, y luego saca una letra. ¿Quieres intentarlo?

—Sí. Cuando llegue a casa me pongo.

—Ahora voy a sonar contradictoria, te aviso. Pero... escribe todo lo que se te vaya ocurriendo, por idiota que parezca. Cógete una libreta que vaya siempre contigo. Estás en un momento en el que necesitas practicar. Escribir mucho, aunque no tengan esa continuidad y sentido que te acabo de pedir. Cosas así—agité su letra—. Con esto también se aprende. Se coge soltura. Libertad. Incluso puede que hasta te salga algo bueno y te des cuenta con el tiempo... En la música, no hay fórmulas secretas. Cada uno puede hacer lo que quiera. Yo te aconsejo lo que me funciona a mí, pero tú encontrarás tu propia voz haciendo esto. Liberándote ante el papel y el piano sin que te importe nada más. Es puro, Zanahorio. Puro. Yo encontré mi estilo escribiendo estupideces... ¿Entiendes?

—Vale, vale... Gracias por todo, profe—asintió entusiasmado, corriendo hacia la puerta.

—¡Ey, tronco! ¿¡Y mi choque!?

—Ah—sonrió de manera entrañable, girándose para unir nuestras palmas.

—¡Nos vemos el lunes, Ed Sheeran!

—Natalia, ¿tienes un minuto? —atrajo mi atención Cristobal, el director de aquel cotarro. Un tipo alto y delgado, con más cuello que una tortuga, y con una chaqueta de cuadros que usaba como uniforme.

—Eres mi jefe, no puedo negarme—carcajeé, dándole paso a mi clase—. Dime.

—Las matriculas este año han caído en picado... Hay cursos con menos de cinco niños, y eso no es rentable para la escuela. Vamos a tener que reducir las clases. Y, lamentablemente... despedir a algunos profesores...

—No, por favor. No—le supliqué aterrada—. A mí no, Cristóbal...

—Lo siento, Natalia... Sé que eres muy buena, y que los alumnos te adoran...

—¡Pues no me eches a mí! —grité nerviosa. Asustada.

—No te estoy echando. Te estoy diciendo que no podemos contratarte para el curso siguiente.

—No puedes hacerme esto ahora, tío... —me llevé las manos a la cabeza, y el agobio multiplicó mis pulsaciones—. Mi mujer y yo estamos ahorrando para tener un bebé.

—No me digas eso que me partes el corazón.

—Por favor, Cristóbal... Necesito este trabajo. No os decepcionaré, de verdad.

—Natalia, de verdad que me sabe fatal—apretó mi hombro.

—Me pongo de rodillas si quieres.

—No, ni hablar...

—Es que me cago en todo... No podéis dejarme tirada cuando más os necesito. Con lo que yo he hecho por esta escuela, joder

—Y no sabes lo agradecidos que estamos, Natalia... Pero entiéndeme. No puedo despedir a Mila, ni a Carlos, ni a Jacinto... Llevan conmigo desde que pusimos esto en pie. Yo no quiero echarte. Eres de las mejores profesoras de esta escuela, pero también eres de las últimas que ha llegado...

—Disfruto como una niña pequeña con ellos... Son maravillosos. Los quiero a todos. Hasta al porculero del Peluca... Este sitio me ha ayudado a reencontrarme con la música de una forma impresionante. Y... y ellos me inculcaron las ganas de ser mamá—expliqué casi llorando. Cristóbal me abrazó, hundido en su frustración—. ¿¡Sabes lo importante que es este sitio para mí!?

—Tranquila, Natalia... Tranquila.

—¡No podéis echarme! ¡Joder! ¡Ahora no! ¿Cómo se lo digo a mi mujer? ¿Eh? ¿Cómo se lo digo? ¡Necesitamos dinero para mudarnos, para los pañales, para el carro, la cuna, su habitación!

—Ojalá hubiera otra opción, Natalia...

Cristóbal no quería separarme de mis niños, tampoco dejarme sin sueldo cuando iba a dar uno de los pasos más importantes (y caros) de mi vida. Ni quitarme un trabajo que para mí no era trabajo, sino un placer. Porque yo en la escuela me lo pasaba de miedo con mis alumnos. Me encantaba enseñarles, y disfrutar de cada uno de sus avances, frustrarme con sus frustraciones. Sentirme orgullosa cada navidad, cuando delante de sus padres interpretaban las partituras que llevábamos meses ensayando. Cristóbal no quería quitarme todo eso, pero a veces uno tiene que tomar decisiones que no le gustan.

Por su negocio, por su propio bien.

Y yo no podía hacer otra cosa que apechugar con la situación.

Salí de la escuela hartita de llorar.

Me fui a dar una vuelta. El paseo de la reflexión antes de volver a casa.

Tenía muchas cosas que poner en orden en mi cabeza.

Y muchos sentimientos.

Grité, chillé, lloré otra vez.

Mi reacción tuvo que ver con una sensación de impotencia. Me sentía furiosa y triste, muy triste. Aquella no renovación de contrato llegó en el momento menos oportuno para mí, y para mis planes de familia con Alba. Y no podía hacer nada para impedirlo. ¿Sabéis cómo jode eso?

Llamé a Pamplona... Tan lejos, tan cerca. Mi madre me dijo que me calmara, que ya encontraría otro curro. Mi padre se enfadó. No conmigo, sino con mi jefe. Pensaba que era más importante preservar a los buenos profesores que a los que tenían más antigüedad... Sinceramente, creo que lo que más le jodía es que para una vez que yo tenía un trabajo fijo, estable, que me gustaba, y que se parecía mucho al suyo (os recuerdo que era profesor de conservatorio), me echaran porque no era una veterana. Es que menuda mierda, pencas. Qué injusto...

Me dieron las diez de la noche. Y dos llamadas perdidas de mi mujer.

Tenía que volver a casa... Pero no sabía si contarle lo que había pasado. Sí, sí. Lo habéis leído bien. Estaba planteándome la opción de ocultarle cierta información importante.

—¿Se puede saber dónde estabas? Me tenías preocupada... —me regañó, dejando un pico en mis labios cuando me asaltó en la entrada de nuestro pisito de enamoradas. Sí, el de la peña bética.

—Dando un paseo. Necesitaba despejarme...

—¿Y eso? ¿Te han dado mucha guerra los niños?

—Sí... Los niños—tragué saliva. Era consciente de mis malas artes en el disimulo y las mentiras, así que opté por cambiar rápidamente de tema—. ¿Cómo va la fábrica de bebés?

—Echando humo—rio, acariciándose el vientre. Yo volví a besarla, ocultando la rabia y el miedo que me había dejado aquel despido inesperado.

—Más os vale, ovaritos... —bromeé, golpeándole la barriga—. Espabilaros que tenéis que darme a mi mini Albi... Rubita y de ojos azules. No quiero otra, ¿eh? Tan guapa, lista y timidilla como ella.

—Deja de hablar con mis ovarios y vamos a cenar, anda, que se enfría la tortilla.

—¿TORTILLA DE ALBA RECHE? ¿QUÉ HE HECHO HOY PARA MERECER ESTE PREMIO?

—Pues ser la mejor profe de piano del mundo, ¿te parece poco?

Au.

No fui capaz de decírselo esa noche. Ni la siguiente, ni la que vino. Me guardé la información para mí. La sufrí a solas, sin ella. Sin su apoyo. Porque había algo mucho más importante: su segunda estimulación ovárica.

Yo no quería influir en su estado de ánimo. Ni crearle más preocupaciones de las que ya tenía. No quería que, por mi culpa, la doctora Acosta dijera que el tratamiento había vuelto a fallar...

Así que me reservé la noticia para cuando el estrés y los nervios de aquellas semanas pasaran. Para protegerla, para que no se alterara durante el proceso... Porque sabéis cómo es Alba con el dinero, la previsión, la seguridad.

Me prometí que se lo contaría cuando nos dijeran que estaba lista para la inseminación.

Le diría la verdad: que ese año era mi último en la escuela, pero que encontraría otro trabajo. Volvería a los bares, o buscaría cualquier otra cosa... Para que no se enfadara, para que supiera que iba a hacer todo lo posible por encontrar una fuente de ingresos que asegurara nuestra estabilidad, y la de nuestra pequeña.

Pero los planes se torcieron aún más.

La doctora Acosta nos dijo que la fábrica de bebés de Alba no funcionaba. No podía quedarse embarazada con sus propios óvulos. Necesitaba los míos, o los de cualquier otra mujer... Pero eso no podíamos hacerlo sin dinero. Siempre el puto dinero. Teníamos que pasarnos a la sanidad privada, algo inalcanzable para nosotras. Porque teníamos ahorrado un buen pico, sí... pero era para cuando llegara el bebé, no para gastárnoslo en crearlo, ¿entendéis...?

Y más aún, teniendo en cuenta que yo ya no tendría trabajo cuando la niña naciera. Cuando el dinero nos haría falta de verdad.

Pero claro, ¿cómo iba a decirle eso a Alba?

¿Cómo iba a decirle que no me iban a renovar el contrato si necesitábamos tanta pasta para irnos a la privada? ¿Cómo iba a reventarle la única opción que teníamos para que se quedara embarazada? No podía hacerlo. No podía hundirla más de lo que ya estaba.

No podía decirle que por mi culpa no podríamos pagar su embarazo...

Tenía que seguir ocultando mi secreto.

Y entre tanto choque de realidad, confusión y dudas, apareció la propuesta de la doctora: ¿y si era yo la que tenía el bebé?

Pues claro, joder. Del tirón. ¿Por qué no? Pues porque eres una puta cagada, hipocondríaca y hematofóbica en medio tratamiento, Natalia. Porque llamas a la funeraria cuando te duele el oído, porque te despides de tu mujer cada vez que la temperatura de tu cuerpo sube a más de 37º, porque te pones a temblar en cuanto cruzas las puertas del hospital.

Porque siempre has dicho que lo último que harías en la vida sería quedarte embarazada.

Por eso.

¿Pero qué más opciones teníamos? Ninguna. Qué injusta la vida: sin trabajo no había dinero, sin dinero no había privada, y sin privada, nos podíamos olvidar del vientre de Alba.

Quedaba yo. Yo, pero retenida por todos y cada uno de mis peores miedos.

Ella me lo dijo. No quería que me quedara embarazada. Porque me conocía, porque me protegía, porque me quería tanto que no podía permitir que yo pasara por ese mal trago...

Y yo le dije que tenía razón. Porque la tenía.

Me aterraba la sola idea de imaginarme con un barrigón más grande que mi ego. Y los síntomas. Y todo lo que giraba en torno al preñamiento...

Pero a diferencia de lo que ella pensó, yo no descarté la idea. Volví a mentirle.

Me tiré días y días pensando en mi silencio y con mis secretos. Buscando información, tomándomelo en serio, cuestionándome si de verdad era capaz de hacerlo por mi familia. Por Alba, mi mujer. Por mi peque.

Fue muy duro. Alba tenía razón, una vez más. No era una decisión que podía tomar a la ligera. Tenía que pensármelo a fondo. Y eso hice. En silencio, sin ella... Solo conmigo. Yo y mis límites, yo y mis miedos, mi objetivo, mi promesa, mis ilusiones. Apenas dormía. Apenas comía. Se me habían juntado muchas cosas, y algunas de ellas no podía comentarlas con mi mayor apoyo: mi mujer. Tenía que esconderme para que no se me notara. Lo último que quería era que me viera triste, cuando ella lo estaba pasando tan mal con su problema de fertilidad.

Porque eso no se supera tan fácilmente. Porque eso no se olvida porque te digan que tienes otras opciones, que eres afortunada.

Así que las dos vagamos durante semanas con nuestras tristezas... Ella sin saber mi parte, y yo protegiéndome al protegerla.

Hasta que las aguas se calmaron. Y las certezas borraron las dudas dibujadas en la arena.

Recuerdo que fue una noche después de cenar, viendo la tele en el sofá. Mi mujer sentada, y yo tumbada a lo largo, con la cabeza en sus piernas.

—Alba, tengo que decirte una cosa...

—Yo también te quiero, mi amor—susurró divertida, acariciándome la cara. Este es el problema de hacer tantas bromas de este tipo... Que, a la hora de verdad, te cagas en tu estampa.

—No. Tengo que decirte una cosa seria—suspiré, sentándome a su lado. Ella me miró con el ceño fruncido—. Pero no quiero que te alteres, ¿vale? Por favor...

—Me estás asustando...

—A ver... —cogí aire—. Me han dicho en la escuela que no me contratarán para el próximo curso...

—Nat... —se le encogió el pecho, atrayéndome a su cuerpo para abrazarme. Yo me quedé inmóvil, sopesando su reacción.

—¿No estás enfadada conmigo? —pregunté sorprendida.

—¿Cómo voy a enfadarme contigo, mi vida? —suspiró, acariciándome el pelo. Y yo me eché a llorar. Del alivio, de poder compartirlo con ella después de habérmelo callado tanto tiempo... Y de que no me echara la culpa. De que no se enfadara conmigo porque me despedían cuando más necesitábamos un sueldo fijo.

Cuando me calmó a base de besos, me preguntó por los motivos, y yo le di los que me había dado Cristóbal. Ella dijo algo parecido a lo de mi padre: que no tenían criterio. Lamentó mi fracaso, acariciando mi cuerpo. Con lo que te gusta darle clase a esos niños... Con lo que te quieren... No lo entiendo.

—Eso no es lo que más me jode, Alba... Lo que me puto fastidia es que tenga que ser ahora precisamente.

—Bueno, cariño... A veces las cosas vienen así, qué le vamos a hacer. Seguro que encuentras algo para cuando acabe el curso. No te preocupes—me besó el pelo, y yo me hice una bolita en su regazo.

—Sí. Veré si tienen algo para mí en el bar.

—No. Búscate otra escuela, pero al bar no vuelves.

—Alba, es un buen pellizco...

—Te dije que mientras pudiéramos vivir con mi sueldo tú podrías dedicarte a tu música.

—Con mis composiciones nunca podremos pagar el ROPA...

—Pf... ¿Y si esto es una señal, Nat?

—¿Una señal de qué? —me abrigué en su refugio.

—Una señal para que no seamos madres.

—Y una mierda—refunfuñé—. Te prometí que...

—Que sí. Que tendríamos a nuestra rubita de ojos azules, pero....

—¿Te imaginas que ahora tenemos un niño? —reí, y ella lo hizo conmigo.

—Ojalá ese sea nuestro mayor problema—suspiró pensativa.

—¿Y si es una señal para que lo tenga yo?

—¿Otra vez con eso?

—Pero lo he pensado mejor... Llevo dándole vueltas desde que nos lo dijo la doctora. De verdad que puedo hacerlo, Alba. Puedo hacerlo. Quiero hacerlo.

—Nat...

—Me voy a quedar sin trabajo... Puedo centrarme al cien por cien en esto, cariño. Además, tengo a la enfermera más buena de todo Sevilla haciendo guardia 24h en mi casa. ¿Cómo voy a tener miedo teniéndola aquí? ¿Eh?

—¿Estás segura...?

—Segurísima. Llevo semanas digiriéndolo... Buscando info, mirando cosas. He hecho mil listas de pros y contras de las que tú haces. De verdad que pu...

—Mírame.

Clavé mis ojos despejados en los suyos, y al sur de su miel creció la sonrisa más tierna del libro de los récords.

Porque esa vez si encontró sinceridad en mis palabras. Mi total disposición. Mi absoluto convencimiento. Mis ganas insaciables de echarle el pulso más fuerte a mis temores para cumplir con mi promesa: hacerla madre. Darle la niña que ella no podía tener. Formar la familia con la que tanto soñábamos.

—No sabes cuánto te quiero—suspiró con intensidad en mi boca, rompiendo a llorar.

—Albi...

—Creo que aún estoy eliminando hormonas... —bromeó, apretándome contra su pecho.

Esa noche hubo muchas emociones en nuestro sofá. Mucho abrazo, mucha caricia. Mucha charla sobre maternidad. Las cuestiones que yo me había hecho, pero teniéndola a ella para responderme. Para distribuir mis temores, para que ella me calmara.

Mucha confesión. Mucha sinceridad. Sí, al final le dije que sabía lo del trabajo desde su segunda estimulación. Me regañó por haberme tragado yo sola eso, pero conseguí que entendiera que lo hacía por su bien. Aun así, le pareció fatal que no me refugiase en ella.

Me dijo que incluso en los peores momentos ella estaría para mí.

—¿Sigues despierta? —susurró en nuestra cama, minutos después de acostarnos.

—Sí.

—Me gusta pensar que va a parecerse a ti—me confesó, tumbándose sobre mi pecho.

—¿Por qué? —la apreté.

—Porque estoy enamorada de ti, de cómo eres... Y nada me haría más feliz que tener otra Nat en mi vida.

—No me dirás lo mismo cuando nos pida la caravana para irse de casa.

—Recuérdame que nunca compremos una...

—Hecho.

—Oye.

—Oigo.

—Ahora que vas a ser tú la que la tenga... —me besó el pecho, subiendo lentamente hacia mi cuello, y se detuvo en mi oreja para lanzar un susurro cálido—. Tendré que hacerte a nuestra hija... Igual que tú me la hiciste a mí.

—Joder, me cago en deu... —suspiré tras un electrificante escalofrío llamado Alba Reche—. Hasta en otro idioma me ha salido.

—No te pongas nerviosa—me vaciló, quitándome la camiseta del pijama, y haciendo lo propio con el resto de mi ropa. Yo ya estaba con la piel de pollo. Qué rápido me enciende mi mujer, coño. A veces hasta me da coraje. Que se curre unos preliminares o algo, joé... No. A saco. Bueno, en verdad lo intenta, pero como no tengo mecha pa' tanto, po'...

—Creo que ya me has preñao, ¿eh? —bromeé cuando se desnudó frente a mi bobalicona sonrisa. A ella le salió una tímida risilla.

—Quiero que cierres los ojos y te imagines a nuestra pequeña—me pidió sonriente, como yo hice la noche en la que hablamos por primera vez de nuestro futuro como madres—. Nat. Ciérralos.

—Es que estás preciosa...

—¡Ciérralos! —me los tapó con las manos. Mujer de carácter.

Besó mi piel. Mi pecho, mi vientre, mis manos, mis brazos. Besó mi cuello, mi cara, mi pecho otra vez. El vientre. Me preguntó por los ojos del bebé. El pelo. Su juguete favorito. Una canción. Y cuando se dio por satisfecha, subió hasta mis labios para dejarme sin aliento.

—Ábrelos, cariño...

—¿Ahora sí?

—Quiero verla en tus ojos.

—Aquí está—sonrió—. Estará. Todavía no me la has hecho... —dejé caer, y ella se mordió el labio con impaciencia.

Visitó mi entrepierna con su boca y sus manos. Yo ya había soltado siete tacos, dos veces su nombre, y nueve gemidos cuando decidió detenerse. Escaló rápidamente por mi cuerpo y me miró suplicante. Nota: odio esa miradita.

—Me dejas que lo intente con el... —me preguntó con los ojos brillosos tirando de nuestro cajón prohibido. Parecía excitada.

—No, no, no...

—¿De verdad vas a dejar que entre la doctora Acosta antes que yo? —puso un pucherito adorable, y algo divertido.

—No me pongas esa cara... Te he dejado entrar más de una vez, guapa. Siéntete afortunada—susurré, colgando mis piernas a sus caderas para animarla a que siguiera... Me había dejado a medias, y yo no tengo espera.

—Venga, Nat, déjame probarlo contigo... Si no te gusta paro. Te lo prometo.

Tengo una relación un poco rara con mi vagina... No la termino de entender. Creo que ella tampoco a mí... Supongo que nos falla la comunicación. No sé. Será que todavía no hemos encontrado nuestro idioma. O tal vez no tengamos que hacerlo. Si disfruto más con su amigo el del primero, ¿pa' qué la necesito? Pues eso digo yo. Pero a veces mi mujer se empeña... Y a veces cedo. Solo a veces. Por darle otra oportunidad a esa parte de mi cuerpo, y por darle el gustillo a mi chica favorita.

—Pf, Alba...

—Porfi... Un poquito... —me suplicó con la vocecilla aguda y besitos alrededor de mi mandíbula. Difícil rechistencia.

—Vaaaaaaale.

—¿QUÉ?

—Hazlo antes de que me arrepienta...

Y con la sonrisa más consentida, adorable y traviesa del planeta, Alba se puso aquel juguete en la cintura para tomar mi rol por una vez. No es que me las dé de super top, que sí, un poquito, pero es que con esa cosa de por medio y mi mala relación con mi vagina, pues como que habíamos mantenido los papeles siempre igual, negándome rotundamente a las peticiones de mi mujer...

Hasta esa noche.

Por darle otra oportunidad a esa zona restringida de mi cuerpo. Por darle el gusto a ella.

—Vas a tener que trabajar para que eso entre ahí... Te aviso.

—Que va... Estás perfecta—sonrió divertida, acomodándose sobre mí. Yo me tensé antes de tiempo—. Tranquila, mi vida... Lo haré como si fueras virgen—se le escapó la risa al final de una de las frases más capullas que había dicho la Natalia 2007. Buen momento pa' vengarse, también lo digo.

—Ja. Ja. ¿A que te cierro la frontera?

—Ay, cállate... —susurró, mordiéndose el labio de forma pensativa: tanteaba mi entrada.

La primera estacada fue dolorosa. Más por lo rígida que yo estaba que por otra cosa...

—Relájate—me pidió, acariciándome la cara con sus labios. Sus ojos estaban clavados en mí, analizando cada reacción. Cada mohín de dolor, cada alzamiento de cejas confuso—. Si quieres paramos, cariño...

—Inténtalo un poco más—le dije, abrazándola por el cuello. Ella sonrió cómplice, retomando sus golpes de cadera.

Su cara era puro placer. Abría y cerraba la boca liberando gemidos, gruñendo, mordiéndose y mordiéndome la boca. No paraba de acariciarme, a veces arañándome. Las piernas, mis pechos, mi cintura. Estaba disfrutando de eso. Podía entenderla. A mí me encantaba usarlo con ella. Por eso puse de mi parte, y aunque no me gustara demasiado la idea, traté de complacerla. De disfrutar de su disfrute.

Que me hubiera pillado a medias fue un buen recurso. Descartando las primeras entradas... No me dolió mucho. Y tampoco me sentí tan incómoda como pensaba. De haber sido así, le hubiera pedido que parásemos. Aunque eso sí, debo confesar que no logré sentir placer en esa parte de mi cuerpo. Esa noche, mi vagina y yo tampoco nos entendimos.

Con deciros que mi mujer se fue antes que yo... Insólito, ¿¡verdad!? Portada de periódico. Bueno, a ver, es que la cosa tenía truco... Digamos que su vecino del primero notaba cada golpe que ella me daba, para que fuera un placer compartido. Juguetitos inteligentes, mamarrachas. Probadlos.

—No te puedo creer—le dije sonriente cuando noté su temblor sobre mi cuerpo. Ella rio a carcajadas en el hueco de mi hombro—. Alba Reche... ¿pero esto qué es?

—Ni una palabra—me selló los labios con sus dedos, muerta de la risa. Estaba rojísima, despeinada. Guapísima.

—Nos hemos cambiado los papeles de todo... —mordí su mano. Ella lo entendió en seguida.

—Pero no te gusta mucho esto... ¿verdad? —arrugó la nariz, haciendo presión en mi frontera. Yo negué con una amarga sonrisa.

—Lo que sí me ha gustado es verte tan cachonda.

—Qué fina... —se sonrojó aún más.

—Podrías terminar de hacerme el bebé, que me lo has dejado a la mitad... A no ser que quieras una hija sin brazos.

—¡Nat!

—Ha sido muy negro... Perdón—reí, y ella se quitó el cinturón resignada—. Puedes seguir con eso si quieres, eh, amor...

—Esto te gusta más—sonrió, encajando su intimidad en la mía. Y a mí se me hizo la boca agua al notar su cálido frescor en mi entrepierna.

—Alba Reche, hazme ocho hijos...


***


Aprieto el volante, y un estridente sonido hace que se sobresalten. Me río. Son igualitas hasta para asustarse.

—Mami, menudo susto nos has dado... —dice Natalia al abrir la puerta de atrás.

—Ya os he visto—me burlo, estirando mi brazo para agarrar la manita de mi peque—. ¿Qué tal las clases, mi amor?

—¡Bien, mami! He aprendido notas nuevas. Y una canción súper súper difícil—me contesta entusiasmada mientras mi mujer la amarra en su sillita.

—¿Quieres que conduzca yo, cariño? —me pregunta Nat antes de tomar el asiento de copiloto. Yo niego con una sonrisa—. Uh, mi chica está top... ¿Tengo que tener miedo esta noche?

—¿Qué es top, mamá?

—Un tipo de camiseta—contesta despreocupada, dejando un doble beso en mi boca a modo de saludo. Yo ruedo mis ojos. A ver para qué suelta esas cosas delante de la niña... Que ya no es un bebé que no se entera de nada. Ahora hace preguntas. Preguntas todo el tiempo de todo lo que no entiende—. ¿Qué? ¿Acaso he mentido?

—No...

—Ah, po' yastá.

—¿Y por qué vas a tener miedo de un top, mamá? —pone la cara más rara que puede. Qué graciosa.

—Porque los tops... —me mira Nat pensativa—. Pican.

Me trago una carcajada. Ella se encoje de hombros.

—Top también es arriba en inglés, Elena—le digo mirándola por el espejo interior—. Cuando mamá dice que yo estoy top, quiere decir que yo soy la que está al mando. La que está arriba, top... ¿Entiendes?

—Ahhh... —cabecea dubitativa.

—Y si mando yo, pues tiene que tener miedo porque... Porque en cualquier momento la puedo mandar al Mercadona.

—¡Ah, vale! —sonríe convencida. Natalia me mira alucinando.

—Mejor madre del año—retira mi mano de la palanca de cambios para besármela—. Bichi... Si mami top me manda al Mercadona... Vendrás conmigo, ¿no?

—¡Sí! ¡A buscar tesoros!

Natalia me cuenta que se ha encontrado con un antiguo alumno, y Elena me dice su nombre: Zanahorio. Mi mujer se echa a reír, y yo con ella. Todos sus niños tenían un mote perfectamente personalizado. Hasta el más bueno. Pobres chicos. Qué suerte tuvieron de tener a la mejor profesora de piano que puede existir...

—¡Mami! ¿Podemos ir a ese parque? —grita mi hija golpeando el cristal de la ventana.

—¿No tienes deberes?

—Ya los ha hecho—la apoya mi mujer, y a mí no me queda otra que aparcar.

Nuestra peque corre hasta el tobogán. Sube las escaleritas y nos saluda antes de lanzarse. Solo le hace falta repetirlo dos veces para que sus coletitas se deformen y su pantalón de chándal se llene de tierra... Pero su sonrisa compensa todo lo demás. Incluso el cansancio que tengo acumulado en mis piernas de tanto trabajar.

—Gracias, Nat.

—¿Por las pipas? —ríe, quitándome el paquete que compartimos mientras vemos jugar a nuestra hija desde un banco.

—Por darme a esa niña.

—Albi...—suspira emocionada, abrillantando su par de iris marrones.

—Es lo mejor que me ha pasado en la vida... Y me la has dado tú, cariño. Me has dado una familia—me escondo en su hombro, y ella me besa la sien como puede.

—¿De verdad me vas a hacer llorar en este parque lleno de mocosos y madres cotorras?

—No es mi intención—me defiendo, abandonando la postura. Nat tiene los ojos en el suelo y la sonrisa terremoto.

Ah, y una cáscara de pipa en la barbilla que le quito con cuidado.

—Me costó hacerme a la idea de que la tendría yo—reconoce. Yo me río al recordar sus días de pánico—. Pero te había prometido que te haría madre... Vale, nunca pensé que de esa forma—abre mucho los ojos, fingiendo sorpresa—. Pero lo hice. Y no me arrepiento. Volvería a pasar por todo ese infierno para tener a esa niña otra vez.

—¿Seguro? —la desafío.

—Preferiría que no, la verdá—carcajea con sinceridad. Siempre la pillo. No tiene remedio. Se le escapa la fuerza por la boca—. Joder, ¿ya estamos otra vez, Elena?

—¿Qué pasa? —pregunto confundida. Miro a mi hija: está intentando escalar por la típica pared vertical de corcho llena de soportes para apoyarse. ¿Qué tiene de malo, Natinat...?

—¡NIÑA, LA LENGUA PADENTRO'! —le chilla. Ah... era eso.

—Ay, déjala...

—Claro, como eso lo ha sacado de ti no pasa nada... Veremos a ver si me dices que la deje en paz cuando se vaya de casa en caravana.

—Recuérdame que nunca compremos una.

—Hecho.

—Me encanta que se parezca tanto a nosotras, Nat...

—¿A quién se iba a parecer si no, cariño? Es nuestra hija.

—Sí. Conseguimos a nuestra rubia de ojitos... Eh...

—Casi, Albi. Casi lo conseguimos... Pero bueno, ya sabes que a nosotras nunca nos salen las cosas bien al cien por cien.

—No. Pero eso nos hace más fuertes. Siempre.

—Y lo bonitos que son sus ojos marrones, ¿qué? —chulea.

—Fuiste tú la que los quería azules.

—Mentira.

—Te recuerdo que tengo una máquina de flashb...

—¡Tú ganas, mami top!

—¡Quiero agua! —nos asalta Elena con los cachetes rojos.

—Ay, cariño, qué trabajito nos costó tenerte... —la abraza Natalia, tumbándola en horizontal sobre sus piernas. 

Pues sí... Solo Natalia y yo sabemos lo mucho que buscamos a Elena. Lo mucho que luchamos por ser sus mamás. Por cumplir nuestro mayor deseo: tener un bebé. Y la vida nos ha recompensado con ella. Una niña que nos hace el camino más bonito, que nos une, que nos levanta en los peores momentos, y cada mañana, que nos hace reír, que nos hace felices. Que nos hace mejores.

Me uno al abrazo, envolviendo a mis dos pilares. 

Mi familia tan soñada hecha realidad.


Cap importantete, ¿eh? Algunos teníais muchas ganas de saber por qué la tuvo Nat... Po aquí lo tenéis. Hubo un comentario hace unos cap de alguien que adivinó los problemas de fertilidad de Albi. Flipé.

Ah, por cierto, igual algunas cosas de la doctora y todo ese rollo no son así tal cual. La verdad es que no tengo ni puñetera idea de medicina, ni mucho menos de fertilidad (estudio audiovisuales, xD) Así que lo he escrito a base de investigación en internet. Si me he equivocado, mis perdones eternos. He intentado hacerlo lo mejor posible para mantener la verosimilitud. 

Como curiosité: llevamos 530 páginas de word. (LOL). 

1001 abrazos, 1001 corazones. Osq mi gente. Pasad buen finde. 

Pokračovať v čítaní

You'll Also Like

69.2K 7.3K 59
Gabrielle Scamander una adolescente maga que fue adoptada por el matrimonio Scamander, se encontraba finalizando su segundo año en el colegio Ilvermo...
236K 16.5K 88
Todas las personas se cansan. Junior lo sabía y aun así continuó lastimando a quien estaba seguro que era el amor de su vida.
336K 37.8K 81
✮ « 🏁✺ °🏆 « . *🏎 ⊹ ⋆🚥 * ⭑ ° 🏎 𝙛1 𝙭 𝙘𝙖𝙥𝙧𝙞𝙥𝙚𝙧𝙨𝙨𝙤𝙣 ✨ 𝙚𝙣𝙚𝙢𝙞𝙚𝙨 𝙩𝙤 𝙡𝙤𝙫𝙚𝙧𝙨 ¿Y si el mejor piloto de l...
62.5K 10.8K 46
nacido en una familia llena de talentos aparece un miembro sin mucho que destacar siendo olvidado sin saber que ese niño puede elegir entre salvar o...