67. Siempre sí

9.8K 430 485
                                    

Me considero una afortunada por trabajar donde trabajo.

Por ganarme la vida cuidando de quienes lo necesitan.

Pero hay muchas más razones por las que trabajar aquí es una suerte.

Conocer a las personas en sus versiones más humanas, más humildes.

Más vulnerables, pero también más altruistas, más sinceras, más desnudas.

Tengo tanta suerte de ver que el amor existe en tantas y tan diferentes personas, que solo puedo considerarme una afortunada por trabajar donde trabajo.

Porque, aunque este sitio también pueda sacar el miedo, el temor, la maldad y la ira de mucha gente... La realidad es que predomina el amor. El amor de quienes pasan noches enteras cerca de sus seres queridos, los que se turnan para no dejarles ni un solo segundo a solas. El amor de los que nos dejamos la piel por unos desconocidos, y el amor de quienes nos piden ayuda con una mirada llena de respeto.

—Buenos días, Fernando, ¿cómo has pasado la noche? —saludo al primer enfermo de la mañana. Un hombre de setenta años que lucha contra la neumonía.

—Yo mejor que ella, enfermera—sonríe pícaro, señalando directamente a la mujer de unos cuarenta años que le acompaña. Tiene las ojeras oscurecidas, le creo.

—Ay, estaba preocupá. Cada vez que tosía me entraba un no sé qué por el cuerpo.

—Que yo tengo la tos así por el tabaco, chiquilla. Ojú, estos jóvenes de hoy se asustan por cualquier tontería.

—¡Tienes neumonía, no es una tontería! Espero que disfrutaras del último cigarro, porque no los vas a volver a probar.

—Ofú, ya estamos otra vez...

—Debería hacerle caso a su hija, fum-.

—¡¿Mi hija?! —carcajea, y ella también. Menuda cara de tonta se me está quedando.

—Soy la mujer de su hijo. Fernando es mi suegro—me aclara por fin, y ahora soy yo la que se ríe.

—Bueno, bueno, bueno, eso está por vé, que yo todavía no sé si voy a dejar que te cases con mi hijo—le saca la lengua.

—Qué tonto es—se cruza de brazos, negando con la cabeza.

Y a mí la sonrisa se me borra de golpe.

Ellos me miran extrañados, se miran extrañados, y vuelven a mirarme extrañados. Ninguno de los dos sabe por qué se ha marchitado el gesto espontáneo que han despertado en mí. Porque ninguno de los dos sabe que por un momento me he visto a mí misma con mi suegro.

Por la manera que tienen de ser el uno con el otro, por las miradas que se echan, por la química. Por la relación. Por un momento, nos he vuelto a ver a los dos.

Intento contestar, pero todo se ha parado. Se ha vuelto borroso. Oscuro. La máquina se ha puesto en marcha. No sé a dónde vamos, ni por qué. Solo me puedo imaginar que este recuerdo será con él.

De la parálisis, paso al nerviosismo más extremo. Tengo las manos sudadas, y el corazón a mil. ¿Qué me pasa? ¿A dónde nos ha traído la máquina, albayas? Ya, si no lo sé yo... Cómo lo vais a saber vosotras.

Pero es que este pasillo está demasiado a oscuras para saberlo.

Vuelvo atrás, quiero decir, volví atrás, de puntillas. Suspiré un joder y me agarré la barriga. Estaba al borde del vómito. Se oían voces, las de Miguel y María charlando y riendo en la cocina. Al menos ahora sé en qué pasillo estamos... En uno muy al norte.

Ohana - (1001 Cuentos de Albalia)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora