3. Un sábado cualquiera

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Un golpe me despierta. Estoy bien, tranquilos. No me refería a ese tipo de golpes. Ha sido uno sonoro. Y parecía lejano. Pero desde que tuvimos a Elena, cualquier ruido me despierta. Unos pasos por el pasillo, la lluvia en mitad de la noche, el grifo del baño. Cosas de madres... las que lo seáis me entenderéis.

Me froto los ojos y me estiro. Es sábado. Pero no es un sábado cualquiera. Al menos, no como el de los últimos meses. Ya sabéis que la niña solía pasar las noches de los viernes con Natalia, y que lo de hoy es una excepción. Y tampoco es que se parezca a los sábados de siempre... Así que no, no es un sábado normal para mí.

Me duele todo el cuerpo. Después de pasar toda la semana trabajando, dormir tantas horas seguidas y en paz me deja más machacada que los dobles turnos. Pero debo levantarme. Tengo que averiguar de dónde ha salido ese ruido.

—Ele... —abro la puerta de su cuarto, pero no está. Un escalofrío me recorre el cuerpo. Vale, sí, tenéis razón. No dramaticemos. Estará en el baño, o viendo los dibujitos en el salón. No pasa nada.

Todo está sospechosamente silencioso. Y cuando hay niños en casa, el silencio solo puede significar una cosa: algo traman. Ya os lo advierto.

—¡Elena! —grito al encontrarla en la cocina. Está tirada en el suelo con la cara manchada de harina y varios huevos cascados a su alrededor. Llora al mirarme. Creo que ha pensado que voy a regañarle. Me arrodillo a sus pies y la ayudo a levantarse—. ¿Qué te pasa, mi vida?

—Quería hacerte el súper desayuno de los súper sábados... —suspira desconsolada. Y a mí el corazón se me dispara.

—Pero Elena, ¿por qué no me has pedido ayuda?

—Porque el desayuno es para ti... ¿cómo vas a hacer tu desayuno? ¡Entonces no sería un súper desayuno de súper sábado para mami! —gimotea tiritando.

Mi pequeña Elena... para ella este tampoco es un sábado cualquiera. Al menos, no como los sábados que compartíamos las tres juntas. ¿Flashaback? ¿Sí? Vamos.

Aquella mañana el sol se colaba entre los huecos de la persiana. Eso me desveló, aunque no lo suficiente como para despertarme del todo. Cerré los ojos y hundí mi cabeza bajo la almohada huyendo de esos rayos traicioneros, buscando de nuevo el sueño del que ni siquiera había salido. Empezaba a encontrarlo, empezaba a notar mi respiración pesada de nuevo cuando unos labios ásperos impactaron suavemente en mi sien. Sonreí entre el mundo onírico y el real, y acto seguido oí el mecanismo de la persiana. Oscuridad total, un imprescindible requisito para mi sueño.

No sé cuánto tiempo pasó. No lo recuerdo. Pero me dormí profundamente durante un rato hasta que el sonido de la batidora terminó definitivamente con mi descanso. Bufé. Habría seguido allí tirada hasta el lunes, pero el molesto rugir de ese electrodoméstico a lo lejos me dio una razón para transformar mis quejas en una entusiasta sonrisa.

Igual que hoy, Elena no estaba en su habitación. Eso me extrañó. Los sábados, esa marmotilla apuraba al máximo las horas de sueño. El domingo era otra historia. A las ocho como muy tarde estaba en planta, tirando por tierra mis ganas de remolonear en la cama.

Llegué al salón y empecé a oír voces. Estaban las dos en la cocina. Probablemente, preparando mi desayuno especial. Con una media sonrisa que no pude ocultar, me escondí en la entradita de nuestra casa para poner la oreja y espiar a mi dúo de cocineras favorito.

—¿Cómo que no puedes?

—Es que todavía no tengo ni cinco años—se quejó Elena con voz aguda y temblorosa.

—¿Y qué pasa?

—¡Que soy muy chica!

—¿Y qué pasa?

Ohana - (1001 Cuentos de Albalia)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora