22. El sonido ambiente

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No hay silencio.

No hay oscuridad.

Esta noche está aquí, conmigo.

Estoy sentada en la cama con la mirada perdida en el pasillo. Está oscuro, vacío... pero una luz sale por debajo de la puerta del baño.

Oigo la ducha. La oigo tararear.

Abre la mampara. El agua cesa. Sacude la toalla.

Deja de cantar.

Escucho la cisterna.

Abre un poco la puerta, y la luz del baño forma ahora un triángulo luminoso en mitad del pasillo. Alzo mis cejas. Ya viene.

Pero Alba no sale. Se le habrá olvidado algo...

Ah. Ha vuelto para lavarse los dientes.

Se cepilla con suavidad. Escupe. Hace gárgaras. Escupe.

Aprieta el interruptor de la luz sin que llegue a sonar el clic. Ella es así de sigilosa.

La luz se apaga. Veo su silueta. Oigo sus chanclas arrastrándose por el pasillo.

Es su ruido. El sonido de nuestra rutina. La música más infravalorada de mi vida.

Y lo es, porque jamás me detuve a apreciarla. Era como un sonido ambiente, latente. Una orquesta permanente que siempre estaba ahí, que nunca dejaba de sonar.

Pero sí que lo hizo. Sí que se apagó. Su música se alejó de mí, dejándome un baño silencioso por el que no salía ninguna luz que alumbrase el pasillo, ni ningún tarareo empapado de agua.

Son los detalles que no aprecias hasta que los pierdes.

Como el sonido de las olas en una película de barcos. No te das cuenta de que está ahí, camuflado entre los diálogos y los cañones... Pero si no oyes el mar, no te crees la escena. No te la cuelan. Porque el sonido ambiente es así. Su existencia es imprescindible, pero solo llama la atención cuando falta.

¿O es que creéis que siempre me he tirado doce minutos y treinta y dos segundos sentada en el pico de mi cama escuchando cómo mi mujer se ducha y se prepara para dormir conmigo?

Jamás. Jamás lo había hecho, albayas.

Porque era la canción más infravalorada de mi playlist. Era mi sonido ambiente. Ese que le daba verosimilitud a mi historia. A mi rutina.

Alba viene en mi dirección, y yo en la suya. Nos cruzamos antes de que entre en la habitación. Sonríe, le beso la frente. Acaricio su mejilla, ella repasa mi cadera. Me dice sin palabras que me espera en la cama, y yo le digo en nuestro idioma que en seguida estoy con ella.

La humedad mezclada con su olor me inunda en cuanto me adentro en el baño. El espejo está empañado, y la ducha sigue goteando. Son sus huellas. Las señales de que ha vuelto.

Mi mano va directa al vaso donde habitan nuestros cepillos de dientes. Es inercia, es pura rutina... Pero algo me detiene.

El pequeñín, el de Elena, está asomándose al lavabo con curiosidad. El de Alba tiene un tamaño normal, es amarillo, y sigue mojado, recostado en el borde tras haber cumplido con su trabajo. A diferencia del de mi hija, su cabeza está hacia dentro... No busca el exterior. Busca el interior. Está mirando al mío. Mi cepillo es idéntico al suyo, solo que es verde. Y el muy idiota está girado hacia el váter en vez de responder a la mirada de su crush.

Un flashback me empuja en cuanto le doy la vuelta al imbécil de mi cepillo.

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¿Estáis bien? Siento la brusquedad. Ya sabéis que algunas transiciones son más fuertes que otras... Va, venga, sacudíos un poco y empecemos: hemos viajado hasta mayo.

Ohana - (1001 Cuentos de Albalia)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora