Ohana - (1001 Cuentos de Alba...

By albxlia69

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Natalia desordenó mi vida. Y Alba Reche ordenó la mía. Historia extraída de 1001 Cuentos de Albalia. Puede co... More

1. Un miércoles de mierda
2. Unas vacaciones de clase media
3. Un sábado cualquiera
4. Un vino blanco y Alba Reche
5. El alucinante show de Natalia Lacunza
6. Jugando al escondite
7. El ruido que necesita
8. El verano que nos conocimos
9. La madre de ella
10. Los primeros días
11. En las buenas, en las malas y en las peores
12. Septiembre siempre llega
13. La aventura de ser mamás
14. Saltarse las normas
15. ¡Grabando!
16. Mi secretito oscuro
17. Una oportunidad de oro
18. Nuestra primera vez
19. Las cuatro estaciones de Vivaldi
20. Noches de confesiones
22. El sonido ambiente
23. La Alameda de Hércules
24. La droga del amor
25. Siempre vuelve
26. Mudanzas
27. Promesas
28. Mi Navidad eres tú
29. Buscando a Elena
30. Un amor para toda la vida
31. Un amor para toda la vida (II)
32. Un regalo de capítulo
33. Como dos hermanas
34. Consejeros matrimoniales
35. Hablemos de educación
36. Hablemos de sexo
37. Pompas de música y amor
38. El niño mimado
39. Mi metrónomo
40. Mami Albi
41. Todo
42. Pesadillas
43. El padre de ella
44. Los espacios
45. Mi orden desordenado
46. Otras alas
47. Una canción para la espera
48. El silencio
49. La hora del baño
50. La boda de su hermana
51. Los Reche y yo
52. La culpa
53. La magia del cine
54. 5.000 euros
55. Felicidades, bichito
56. Sueños que se rompen y sueños que despiertan
57. Espejito, espejito
58. Como dos adolescentes
59. The show must go on
60. Las dudas
61. Antes y después de decirnos sí
62. Vulnerables
63. Estrella
64. La caravana
65. El tiempo
66. El Mi arbar
67. Siempre sí
68. Una cuestión de fe
69. El fin de una gira
70. Una gran historia de amor
71. Hablemos de conciliación laboral y familiar
72. La enfermera Reche
73. ¿Quieres casarte conmigo?
74. Instinto maternal
75. La lluvia en Sevilla es una maravilla
76. Los pestiños de la Rafi
77. Lo que le dije aquella noche
78. Hablemos de futuro

21. La hematofobia

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By albxlia69

A orégano, tomate y bechamel.

A eso huele mi casa hoy.

A macarrones con tomatico, mi plato estrella.

No sé a vosotras, pero a mí mis padres siempre me ponían lentejas los lunes. Era como una norma inquebrantable. Os darán hierro y energía para toda la semana, argumentaban ante las quejas de mis hermanos y yo. (Ahora me encantan, ¿eh? En lunes, y en cualquier día de la semana... pero de niña, esas legumbres eran mi peor enemigo).

Pues yo, en mi casa, he establecido que los miércoles sean de pasta. ¿Por qué las lentejas tienen un día y los macarrones no? Qué injusticia, hombre... Menos mal que estoy yo para luchar por sus derechos.

Aunque toda guerra tiene sus batallas ganadas y sus batallas perdidas... Ha habido miércoles en que no he podido cumplir con mi propósito. Porque había sobras del día anterior, por falta de tiempo... o por un post-it amarillo que decía: hay que gastar los huevos. Patatas revueltas??? Te quiero <3.

Y yo lo siento por mi querido bando del espagueti, pero si hay una nota de mi mujer en el frigorífico reivindicando los derechos de otro alimento acompañado con un cariñoso mensaje como ese, debo alzar bandera blanca y cocinarlos otro día.

Pero hoy no hay enemigos a la vista, y los macarrones tienen su miércoles de gloria. Y mi pequeña, y su nueva mejor amiga.

Sí. Hoy tenemos una invitada especial en nuestra mesa: June.

—¿Así está bien o quieres más? —le pregunto llenando su plato. Ella asiente sin mirarme a los ojos. No lo ha hecho ahora, ni en ningún momento—. ¿Que está bien... o que te eche más?

Ahora niega. Alza la mano y me pide que pare, que es suficiente.

—¡Están riquisisisímos, mamá! —exclama Elena con la boca llena de tomate. Le sale humo de los labios. Debe de estar achicharrándose.

—Ya te veo, bichi... Y a ti, June. ¿Te gustan mis macarrones con tomatico?

Como era de esperar, la amiga de mi hija asiente con la cabeza y sin mirarme. Por la velocidad con la que pincha el tenedor, juraría que no miente... Aunque podría decirme alguna palabrita, ¿no?

—Bueno, ¿qué tal hoy? ¿Os han mandado muchos deberes?

—¡No! ¡Los hemos terminado allí y la profe Elena ha dicho que somos súper rápidas! Hasta nos ha ponido un sello de carita contenta, mira—sonríe orgullosa mostrándome el emoticono de su mano—. ¡Enséñaselo, June!

—Así que sois las más listas de la clase...

—Después de Dani Bejarano, que siempre saca diez... —alza un hombro con honestidad, y June asiente.

—Pero Dani Bejarano no está comiéndose unos macarrones tan buenos como estos—sonrío—. Seguro que tiene un platazo de lentejas asquerosas con trozos de calabaza por ahí nadando... —digo con gesto repulsivo, provocando que la invitada suelte una carcajada tan grande que se nos contagia en seguida.

Os juro que no me esperaba para nada que esa niña tan pequeñita tuviera una risa así. Parece una mujer mayor. Joder, es que ahora que lo pienso... apenas conozco su voz.

—No le vayas a decir a tu madre que he dicho eso, ¿eh? Secreto—susurro. Ella asiente con una sonrisa traviesa, mirándome a los ojos más de un segundo por primera vez. Venga, Junito, que a mí pocos niños se me resisten... Por no decir ninguno. Je—. Y si no tenéis deberes... ¿Qué vais a querer hacer esta tarde?

—¡Jugar a los yutubers!

Pero qué mierda de juego es ese. Mi hija está creciendo demasiado rápido. Esto no me gusta. Que vuelva a la cuna, por favor.

—¿No preferís ir al parque? Hace un solazo hoy...

—¡No!

—Puedes dejar que hable June, Elena. Igual ella no quiere...

—June, ¿tú quieres ir al parque o jugar a los yutubers?

La niña se acerca al oído de Elena para susurrarle algo que no logro captar. Pero Junito, jo, dime algo, que no voy a comerte...

—Quiere jugar a los yutubers—me transmite mi hija con chulería.

—Oye, tronca, te me relajas con ese tonito que soy tu madre.

—Perdón, mamá—agacha la cabeza.

El almuerzo continúa, y June solo abre la boca para comer. Todo lo contrario que Elena, que no para de charlar como una cotorra. Me ha contado hasta el más mínimo detalle de lo que ha pasado hoy en clase, y su amiga ha corroborado todo con un constante asentimiento de cabeza y alguna que otra sonrisa de complicidad.

—¿Podemos irnos a jugar? —me pregunta con impaciencia cuando rebañan sus platos.

—El postre... —le recuerdo con pesadez. ¿Qué le pasa hoy a mi niña? Está alteradita. Espero que no le de por tener otra fase de adolescencia prematura como le dio a los 2 años. Ya sufrí demasiado ese verano—. ¿Queréis fruta, yogurt...? ¿Helado? —susurro sugerente con los ojos muy abiertos.

—¡Helado, helado! —grita mi peque mientras yo me levanto.

—Pero solo porque tenemos una invitada especial. No te acostumbres—le revuelvo el pelo—. Ven y me ayudas, anda.

Evidentemente, pedirle que me acompañe es una estrategia para poder hablar de su amiga a solas. Qué listas que sois cuando queréis, mamarrachas.

—Oye, cariño, ¿por qué June no habla?

—Le da vergüenza cuando hay adultos—me dice agarrando tres cucharitas del cajón. Adultos. ¿Desde cuándo habla mi hija con tanta propiedad? Luego dicen que la educación pública es mala.

—¿Y en el cole cómo lo hace? ¿Qué pasa cuando la profe le pregunta por los deberes?

—A la profe Elena sí le habla ya. Antes no. Me lo decía a mí en el oído y yo se lo decía a ella.

Vaya. Así que mi niña es la portavoz oficial de June... Con razón me dice Anne todas las mañanas que mi hija es un sol. Ahora todo tiene sentido. A ver, albayas, sabía que se estaban haciendo muy amigas y que Elena estaba ayudándola a integrarse en el cole... pero no esto. No tenía ni idea de que la timidez de esta peque fuera tan fuerte.

La observo mientras se come el helado. Su inocencia brilla. Es frágil, como todos los niños. Sin embargo, ahora que sé hasta donde llega su carácter introvertido, me parece aún más indefensa.

Me pilla analizándola y huye de mis ojos rápidamente. Me encantaría decirle que no tenga miedo, que yo de adulta tengo lo mismo que su amiga Elena. Pero no quiero ser pesada.

Voy a dejar de intentar que me hable. No quiero que se sienta incómoda. Seguro que está harta de que todos la presionen para que deje a un lado la timidez, y en mi casa hay una bandera llamada libertad... Si prefiere comunicarse conmigo a través de su portavoz, así lo puede hacer. ¿No os parece?

—¡Mamá! ¿Ya podemos jugar?

—Podríais ayudarme a recoger la mesa... —pongo mi cara de cachorrito, la que siempre funciona. (También esta vez).

Me voy a la cocina y empiezo a limpiar el desastre silbando canciones. Mientras tanto, Elena y su amiga van trayendo los platos y vasos sucios, amontonándolos en la encimera. Ya me encargaré yo luego de...

—¡Ahhhhh! —grita June con dolor, y a mí se me cae la sartén al fregadero del propio susto.

Me giro y la veo al lado del lavavajillas, de espaldas a mí. Empieza a llorar muy fuerte. Elena, que está delante de ella, pone un gesto de terror que me asusta.

—¿Qué pasa...? —me limpio las manos con un paño antes de apretarle los hombros a la amiga de mi hija.

Al bajar la mirada lo entiendo todo.

El pico del lavavajillas está manchado de sangre. Su pierna también.

Mierda.

Tranquila, Nat. Solo es sangre.

Tranquila.

Controlas esto. Ya has curado a Elena alguna vez.

Sabes manejarlo.

Solo tienes que... Solo tienes que... Joder, ¿cómo era?

—No llores, June, cariño. Esto te lo vamos a curar en seguida, ¿vale? —le masajeo los hombros en un intento por calmarla. El volumen de su llanto disminuye, pasando a suspiros angustiosos.

—Mamá... se ha hecho mucha pupa... —titubea mi hija.

Me agacho y me enfrento a la herida. Tiene un tajo en la zona baja de la pierna. Es horizontal. Por un lado es más profundo que por el otro. No para de sangrar. Se ha debido de clavar bien el pico del lavavajillas... Si es que para qué lo he abierto si no he metido ni un puto cacharro todavía. Joder.

Pierdo la fuerza en las manos. En las piernas. Siento ese cosquilleo que ralentiza mi realidad. Ahora lo veo todo a cámara lenta. Y las chiribitas nublan mi visión.

—¡Mamá, pero haz algo!

—Elena, no... chilles...

—¿Te estás poniendo mareada? ¡Mamá! ¡Mamá!

Noto un sudor frío corriéndome desde la nuca hacia la espalda.

Los gritos histéricos de mi hija cada vez suenan más enlatados. Más lejanos.

Tanteo la encimera con mi mano muerta hasta que logro coger una botella. Levanto el pie de June y lo apoyo en mi rodilla para verter el líquido sobre la herida.

La sangre se mezcla con el agua, volviéndose más clara.

Tranquila, Natalia. Tranquila.

Es... solo...


***


La hematofobia es el temor irracional a la sangre.

Es un miedo excesivo a las heridas que, dependiendo de la sensibilidad de la persona, se manifiesta con una fuerte subida de presión sanguínea. Un aumento de la frecuencia cardiaca que inmediatamente sufre una caída en picado provocando, en muchas ocasiones, el desmayo.

Natalia es especialmente sensible a la sangre, a las heridas. Natalia tiene lo que se conoce como hematofobia.

Pero ha aprendido a controlarlo con una serie de técnicas que la ayudan a mantener la calma, a no entrar en pánico, a no llegar al punto menos deseado: la pérdida de la conciencia.

—No, sentada no. Dile que se tumbe y ponga los pies para arriba. ¡Si lo sabe de sobra!

—Mami dice que...

—Ya... Elena... Ya—la oigo de fondo, lejos del teléfono. Suena muy débil. Eso me asusta.

—Ahora ponle agua detrás del cuello y en las muñecas, cariño.

—¡No te quites eso, June! ¡Mi mami ha dicho que te tienes que apretar! —le regaña a su amiga, y a mí se me escapa una sonrisa en mitad del caos. Qué valiente está siendo mi pequeña para la edad que tiene.

Hace dos minutos me ha llamado desde el teléfono de Natalia para contarme lo que ha pasado. El accidente con el lavavajillas, y... su madre tirándose al suelo incapaz de sostenerse en pie tras limpiarle la herida a la pobre June. Menuda situación para una niña de (casi) seis años.

—Mami, ya le he puesto el agua.

—Muy bien, mi vida. Estás hecha una campeona—la animo—. Dale que beba un poco, pero despacito.

—¿A June también?

—Si tiene sed, sí. Lo importante es que se siga apretando la herida hasta que yo llegue.

—Mami... ¿y cuándo vas a llegar? —me pregunta temblorosa. Joder, mi peque.

—Ya estoy de camino, mi amor. No tengas miedo. Mamá solo está mareada. Ya sabes que no le gusta mucho la sangre...

—Ya...

—Cántale algo.

—¿El qué?

—Lo que sea, mi vida.

—¿Pera para qué? —replica a punto de llorar.

—Para que esté tranquila... Mamá se calma con música.

—Vale. Es Lady Bug, viene a vencer. Su corazón es su poder. Es Lady Bug, lo vais a ver...

Me preocupa la herida de June. Ha tenido que ser muy profunda para que Natalia haya olvidado por completo todas las técnicas de anticipación que la ayudan a sobrellevar su miedo. Eso, o que la ha pillado en malas condiciones. Azúcar o tensión baja...

Os prometo que, aunque no lo parezca, Natalia puede tratar cualquier corte o desinfectar una herida sin llegar a marearse. Le entra el cosquilleo en las piernas, sí. Pero lo hace, lo consigue. Mantiene a raya su fobia.

Durante mucho tiempo simplemente evitaba exponerse a situaciones de este tipo. Era su vía de escape: no mirar. Esconderse. Huir. Dejar que su miedo la paralizase en lugar de enfrentarlo. Si le pasaba algo a alguien, se tapaba los ojos. Si la herida era suya, pedía ayuda. Porque sabía de sobra (por experiencias anteriores) que un malestar imparable revolvería su cuerpo. Y luego vendrían los sudores fríos, la bajada de tensión... Y a veces, hasta el desmayo.

Hace ya unos años, cuando todavía no teníamos a la niña, recibí una llamada parecida a la de hoy:

—Hola. Soy Verónica, de la escuela de música donde trabaja Natalia. Eres Alba, ¿verdad? Perdón, que ni te he...

—Sí, sí... Soy yo—saludé extrañada. Esa mujer sonaba muy nerviosa, muy acelerada.

—¿Podrías venir a recogerla? No quiero asustarte, pero...

Pausa de flashback para un consejo: nunca digáis no quiero asustarte. Solo conseguiréis el efecto contrario. Y más, si habláis con esas prisas.

—¿Qué le pasa? ¿Se encuentra mal? —­­pregunté alterada.

—Tranquila, ya ha vuelto en sí...

—¿Cómo que ha vuelto en sí? ¿Qué ha pasado?

La señora menos mal que se metió a administrativa, porque como doctora no tenía futuro. Qué manera de sembrar el pánico... Casi me desmayo yo también.

—Hemos tenido un accidente con un niño en el ensayo, y... Natalia se ha caído redonda al suelo, vamos. Fulminante. Pero no te asustes, de verdad. Está bien. Acaba de contarnos que es que es un poco aprensiva a las heridas... Así que habrá sido eso, que de la misma impresión... ¿Sabes?

—Joder... Voy para allá ahora mismo.

Cuando llegué, Verónica me contó rápidamente lo que había pasado antes de mandarme a la habitación donde estaba Nat: uno de sus alumnos se había tropezado con un cable del escenario, con tan mala suerte de aterrizar sobre un atril. Y zas. Brecha en la ceja, cara empapada en sangre. Y pum. Natalia desmayada.

—Cariño, ¿cómo estás? —le pregunté alterada cuando por fin la encontré en la sala de profesores. Estaba tomándose un refresco con el rostro pálido y la mirada apagada. El mejor adjetivo para definirla en ese momento sería débil.

Me fui hacia ella a paso rápido y la abracé. Ella sentada en la silla y yo de pie, desde atrás.

Y solo entonces pude respirar tranquila. Solo cuando terminó el angustioso camino desde el piso hasta la escuela. Solo cuando sentí que la tenía conmigo. Solo cuando comprobé con mis propios ojos que estaba consciente, que estaba bien.

—Ya se le está coloreando la cara, pero hace un momento parecía que la habían sacado de una peli de miedo... —bromeó un compañero, y Natalia esbozó una pequeña sonrisa—. Bueno, pues si ya está aquí tu enfermera yo me voy, que me están esperando. ¡Mejórate, mi arma!

—Gracias, tío.

—Gracias por quedarte con ella—le dije yo antes de que saliera de la habitación—. ¿Estás mejor, amor?

—Sí, tranquilízate...—besó mis manos, y yo su mejilla.

—Te ha dado fuerte esta vez.

—Ya...

—¿Quieres que nos vayamos a casa? —le pregunté dejando un beso en su cabeza.

—Espera que me termine esto—agitó la lata.

Agarré una silla y me puse a su lado, lo más cerca que pude. La sala era muy pequeña. Tenía un par de fotocopiadoras, una máquina de café, y una mesa redonda. Lo que era de agradecer era la ventana. Entraba un aire muy agradable que seguro le estaba viniendo muy bien a Nat.

—Tenías razón, Alba... Lo de ser madres no es una decisión que podamos tomar así a la ligera. Tenemos que tener en cuenta muchas cosas—suspiró con la mirada y las manos clavadas en la lata de refresco—. Como la mierda esta que me pasa, por ejemplo.

—Oye, cariño, que lo que te dije el otro día era broma... No hace falta que estés en el parto. Sé que esas cosas te ponen fatal—susurré rodeando su espalda y acariciando su pierna.

—No es por eso... Es que... Imagínate que un día tú no estás en casa y el niño...

—Dijimos que iba a ser una niña—sonreí, y Natalia se tragó una risa al recordar la noche en la que fantaseamos con hacer un bebé, hacía tan solo unos días.

—Pues... Imagínate que me quedo sola con la niña y me pasa esto. Que se haga daño, y yo... Yo no sepa reaccionar, no pueda curarla... O peor: que me dé un desmayo de estos delante de ella.

Y aquí tenéis uno de los grandes enemigos de Natalia: su propio miedo. Su temor irracional a la sangre. Sus incontrolables reacciones a las heridas. Me hablaba con frustración. Me hablaba desde la impotencia. Sorprende verla así, ¿verdad? La jovial, segura, divertida y optimista Natalia en un estado de duda, temor, inseguridad y desolación.

—No pienso tener hijos si sé que no voy a poder protegerlos, Alba... Sería una irresponsabilidad muy grande.

—Nat, amor... —le aparté las manos del refresco para agarrárselas con decisión. Estaban heladas.

—Lo siento. Sé que nos hemos hecho muchas ilusiones, pero... Es que no soporto pensar que nuestra niña pueda estar en peligro conmigo.

—¿Y si buscamos ayuda para...?

—¿Otra vez con eso? —me interrumpió intentando soltarme, pero su falta de fuerza y mi determinación lo impidieron.

No era la primera vez que se lo dejaba caer, como podréis imaginar. Me preocupaba por su salud, por la manera en que esa maldita fobia alteraba su vida... Pero ella siempre se refugiaba en los si no miro, no pasa nada, y en los no es para tanto, solo me mareo... Los cojones. Para eso no le daba la hipocondría, qué casualidad. No, albayas, no me pidáis que no sea tan dura. Tenía razón. Necesitaba mirárselo porque cada vez iba a más. Una cosa es marearse un poco, y otra desmayarse. Pero esa vez, ese día, vi más posibilidades de ganar que nunca. Natalia tenía una razón de peso para afrontar su fobia: la de ser mamá.

—La otra noche, cuando me soltaste de sopetón lo de que querías tener un hijo, a mí me entraron mil dudas... Que si el dinero, el trabajo, la edad, el coche, el piso... Pero tú las esquivaste todas. Y me convenciste. Acabaste haciéndome esa niña.

—Alba... —se le escapó una risa. Debía de estar pensando que me había vuelto loca.

—Por muy metafórico que suene, tú y yo hicimos a nuestra hija la otra noche, Nat. Ella ya existe. Existe desde el momento en que me pediste que la imaginara mientras me hacías el amor. Existe en mi corazón, y sé que también en el tuyo. Y eso es más importante que cualquier fecundación natural.

—¿Me estás diciendo que ya no puedo echarme atrás? —frunció el ceño asustada.

—¡No, no! —exclamé sorprendida. Por dios, Natalia. ¿Cómo iba yo a obligarte a tener un hijo? —. Intentaba hacer un discurso de los tuyos, pero... Me he explicado tan mal, que... has entendido lo contrario.

—Bueno, yo acabo de salir de un coma así que no me pidas mucho—susurró, y yo solté una carcajada por su exageración—. Inténtalo de nuevo.

—A ver, voy a ir directa... Y sin creerme un Lacunza—traté de bromear, y funcionó. Natalia se rio tímidamente con sus mejillas ya más coloridas—. Soy de las que le da mil vueltas a las cosas, tú lo sabes muy bien. Así que... si me convenciste de tomar una decisión tan importante en cinco minutos es porque te vi completamente segura. Segurísima de lo que querías. Y si algo sé de ti es que cuando te pones un objetivo nunca paras de intentarlo. Aunque no llegue, eso da igual. Tú sigues ahí machacándote y dedicándole horas sin ni siquiera saber si va a servir de algo.

—Pero esto es diferente...

—No lo es, cariño. Tienes el objetivo y el obstáculo... Si lo que te impide ser mamá es la inseguridad que te dan las reacciones a la sangre y las heridas, vamos a buscar ayuda.

—Alba, ya lo hemos hablado mil veces... Sabes que no me gustan los médicos.

—Pues menos mal que no me dio la nota para medicina—bromeé para arrancarle otra sonrisa, pero ella seguía temblando ante la idea de ponerse en tratamiento (a saber lo que se estaba imaginando esa mente hipocondríaca...)—. Escúchame, amor. Vamos a hacerlo de otra manera... Voy a investigar. Voy a hablar con gente del hospital y voy a sacar todos los libros que haya sobre esto.

—¿Vas a ser mi doctora? —preguntó con una vocecilla infantil que me despertó una espontánea carcajada.

—Te voy a ayudar a superar esto—le besé las manos.

—Vale.

—Pero me tienes que prometer que vas a poner de tu parte.

—Lo haré, de verdad—dijo ilusionada. Más que nada porque así podría controlar su fobia sin tener que pasar por una consulta... (Mira que es cazurra)

—Y que, si no funciona, iremos a un profesional.

—Alba... Eso...

—Por favor.

—Está bien... —resopló, dejándose caer en mi hombro—. Doctora Reche, ¿podría empezar recetándome un par de besitos?

—Lo que te voy a dar es el alta—carcajeé atrapando sus labios.

—Sí. Llévame a casa...

Al final se libró de ir a un especialista... A Natalia le valieron mis trucos. Bueno, míos... Ya me entendéis. Los que yo encontré por recomendación y lectura. Unos ejercicios de concentración que la ayudan a anticiparse a la reacción involuntaria de su cuerpo ante una herida o sangre. Hicimos muchas pruebas, y funcionaron. Conseguía mantener la calma, manejar la situación... Es verdad que seguían los tembleques y los cosquilleos, pero eso se puede sobrellevar. No es como caer redonda sin previo aviso.

Aun así, Natalia sigue teniéndole pánico a este tipo de situaciones. Si puede evitarlas, mejor. Pero si se da una emergencia, pues tira de coraje y afronta el momento... Y de verdad que ni os imagináis lo fuerte y lo valiente que ha llegado a ser mi mujer. La de veces que le ha plantado cara a su fobia. Por eso no entiendo qué ha podido pasarle hoy.

Llego a casa con el pellizco en el estómago que me aprieta desde que descolgué la llamada. La entradita de nuestro hogar da al salón y a la cocina, por lo que nada más abrir la puerta veo el panorama. Natalia está tumbada en el suelo con sus larguísimas piernas apoyadas en la encimera. A su lado y sentadas, Elena colgando mi llamada y June apretándose la herida.

—Ya estoy aquí, cariño—le digo a mi hija, que corre a abrazarme. Está temblando—. Tranquila, no pasa nada. Ya estoy aquí—la aprieto contra mi pecho—. ¿Te traes el botiquín del baño?

—Sí—musita cuando la suelto.

—A ver, June, cariño, ¿qué te ha pasado? —le pregunto mientras le aparto el paño con el que se estaba taponando la herida. Bueno, no es tan grave como esperaba... Es más fea que otra cosa—. ¡Anda, pero si esto no es nada! —la tranquilizo. Luego me giro y acaricio el brazo de mi mujer, que sigue ahí tirada con los ojos cerrados—. Nat, ¿te encuentras mejor?

—Déjame morir a mí... Tú salva a la niña, que encima no es nuestra.

En su línea. No me sorprende.

—Pero te notas más...

—Sí, sí, tranquila. Ya se me está pasando—suspira agotada mordiendo el final de una golosina.

—Toma, mami—aparece Elena con el botiquín de emergencias en una mano y el maletín de médicos de juguete en la otra. Frunzo el ceño y sonrío extrañada—. Voy a ayudarte—me aclara. Parece mucho más relajada ahora. Mejor. Con dos pacientes al mismo tiempo voy de sobra.

—Pues me vienes genial, doctora. No veas como tenemos la consulta hoy, ¿eh?

Abro el botiquín y empiezo a curar a June mientras mi hija despliega el suyo. Agarra el estetoscopio rojo y azul para colgárselo del cuello. Será mejor que hagamos esto como si fuera un juego... Estaba muy asustada cuando me llamó. Mi niña, jo. Si es que es demasiado pequeña...

—¿Puedes encargarte tú de esa abuelita? Creo que está un poco mareada...

—Hola, abuelita. Soy la doctora Elena y voy a curarte—se arrodilla al lado de Natalia y empieza a auscultarla—. Respira más fuerte. ¡Otra vez! Mh... Creo que tienes mocos verdes... ¡Abre la boca!

—Ni se te ocurra meterme el p... ¡AGGGG!

—Elena, con cuidado—carcajeo mirando de reojo el panorama. Pobre Nat. Mareada y ahora ahogada—. ¿Te duele, cariño? —le pregunto a June cuando le limpio la herida. Ella asiente mordiéndose el labio—. Si tienes que gritar, grita, ¿eh? La mamá de Elena se hincha a llorar y chillar cuando se hace un cortecito de nada... —le susurro a modo de confesión, y June ríe divertida a pesar de lo que debe de escocerle la herida.

—¿Está bien? —me pregunta en voz baja señalando a mi mujer. Parece preocupada. Qué mona.

—Sí, claro que sí. Solo se ha asustado un poco... ¿Alguna vez has hecho un viaje largo y te han entrado ganas de vomitar? —Asiente—. Pues algo así le pasa, cariño. No te preocupes, ¿vale? —le explico con calma mientras termino con su cura—. ¡Doctora Elena! ¿Puedes firmarle el alta a este paciente y darle su receta?

—¡Sí, voy! —se levanta con prisas y coge la libretita desgastada y el lápiz de madera de Ikea (que todas tenéis) que suele utilizar para recetar cuando juega a los médicos.

Elena empieza a hacerle preguntas a June que yo dejo de escuchar para centrarme en Natalia.

—Ya estoy bien—me asegura con un parpadeo ralentizado.

—No has llegado a desmayarte, ¿no? —le pregunto examinando su cara, sus ojos.

—No... Solo me ha dado el sudor frío, el mareo... Lo de siempre, pero más fuerte—me explica con un largo suspiro. Dejo la revisión para mirarla con seriedad.

—¿No has tensado los músculos?

—Ha sido todo muy rápido, Alba... Yo... No sé qué ha pasado... He perdido la fuerza, no podía moverme... —me habla agobiada, y yo le acaricio las mejillas.

Está helada.


***


Os debo una disculpa.

Antes os dejé a medias, y... buá. Ni siquiera me dio tiempo a entrar en un flashback.

No merecéis. Lo siento.

Sí, sí, estoy mejor. Gracias por preguntar.

Realmente no sé por qué me he puesto tan mal esta vez. Quizás es que he dejado pasar demasiado tiempo sin enfrentarme a mi miedo. No se ha dado, albayas... Y no voy a meterme un tajazo en el dedo queriendo para ponerme a prueba.

Anne ha recogido a June hace un rato. Me ha dado tanta vergüenza que ni siquiera he salido a saludarla... Alba le ha contado lo que ha pasado, y supongo que ya nunca más querrá dejarla conmigo. También le ha dicho que su hija se lo ha pasado genial a pesar del accidente. Y es que las niñas se han tirado toda la tarde jugando a los médicos. Así que mira, al menos este mal trago ha servido para algo bueno: evitar que jueguen a ser yutubers. Es broma, pencas. Que hagan lo que quieran. Si eso les divierte, pues ale. Ni que fuera yo aquí una antigua, coño... Lo que pasa es que valoro mucho los juegos tradicionales.

No he podido hablar mucho con Alba. Elena y June la tenían secuestrada en su consulta. Para curarla, y para hacerle mil preguntas sobre enfermedades, tratamientos y... Cosas que no me gustan, en general. ¿Y qué hacía yo? Pues nada, mamarrachas. Absolutamente nada. Mirarlas desde el sofá y reírme de las ocurrencias de ambas. Ah, por cierto, he conseguido escuchar la voz de June. Es muy aterciopelada, como acariciar una alfombra de pelito. Hablaba en susurros, pero creo que incluso a más volumen seguiría siendo suave.

Sigo muy débil. Estoy bien, pero me noto agotada, como si acabase de hacer una maratón. Me di una ducha después de que Alba me tomara la tensión, y eso me dejó peor todavía. Más sedada. Siento como que peso tres veces más. Qué mierda. Qué impotencia no haber podido controlarlo. Ya, ya... no he llegado al desmayo. Pero albayas, joder... Que yo tenía todo esto muy superado. Os lo juro. Ya, ya... Me habéis visto cagada alguna vez que otra con este tema... Pero eso es porque prefiero evitar esas situaciones. No es fácil luchar contra ti misma. Si puedo ahorrármelo, mejor.

Alba ha duchado a la niña, ha hecho la cena y ahora la está acostando. Me siento fatal por todo esto. Me siento muy frágil, muy débil. Muy irresponsable. Tenía a dos peques a mi cargo y me he... Me he tirado al puto suelo incapaz de hacer nada.

No puedo evitar sentirme mal conmigo misma. Enfadarme. Es muy frustrante... No sé si me estáis entendiendo. El caso es que se me está empezando a notar en la cara. Y mi mujer viene por ahí. Y me pone esa mirada. Y yo me escondo. Y ella ladea la cabeza. Aprieta los labios. Me pican los ojos.

—Nat, no llores... —susurra, cerrando la puerta que da al pasillo antes de sentarse a mi lado en el sofá en el que llevo tirada desde esta tarde. Yo escondo mi cara entre las manos y ella acaricia mi espalda. Noto sus labios posarse en mi hombro. Su mejilla—. Eh, vamos... Solo ha sido un susto. No pasa nada.

—Sí pasa, Alba.

—Anda, ven aquí.

No le cuesta separar mis brazos de mi cara. Sigo lacia. Tengo la fuerza de un monigote de papel. Me engancho a su torso y sus labios encuentran mi frente. No sé cómo lo hace, pero consigue tumbarse a lo largo conmigo sobre ella. Con lo pequeña que es, con lo grande que soy. Me aprieta, me acaricia, y las lágrimas van extinguiéndose en su ropa. Mi pecho cada vez se encoge menos. Me estoy calmando.

Es imposible tener miedo estando en sus brazos. Porque eso es lo que me pasa, amigas... El miedo al miedo.

—Sé lo que estás pensando—susurra—. Pero no eres ninguna irresponsable... Ha sido un accidente. Tú no tienes la culpa de nada.

—Tenías que haberle visto la cara a Elena—aprieto los ojos al recordarla. Me avergüenzo. Me duele. Me duele haberla asustado así—. ¿Cómo va a sentirse protegida conmigo después de lo que ha pasado esta tarde? Joder, que ha tenido que tumbarme ella a mí. Que me ha puesto el agua, que me ha dado azúcar... Con cinco años, tío. ¿Es que qué mierda de madre soy? —intento explicarle lo que siento con la voz rota y un agudo picor de garganta.

—Nuestra hija siempre se va a sentir protegida contigo, cariño. Lo de las heridas es una tontería. Tú le das seguridad en aspectos mucho más importantes.

—Ya, joder... pero es que el miedo que ha tenido que pasar hoy por mi culpa...

—Ha sido muy valiente... Cómo ha actuado, cómo ha reaccionado. Está dejando de ser nuestra pequeña bebé—sonríe. No he visto sus comisuras, pero su voz me dice que lo estaba haciendo. Yo también estoy muy orgullosa de mi hija. Me ha desmareado con cinco años. Es que, pf. Estoy entre que me muero de amor, y me muero de rabia—. He estado hablando con ella cuando la he acostado.

—¿Qué le has dicho?

—Pues que lo que ha hecho hoy ha sido de niña de diez años por lo menos, por lo menos—ríe bajo mi cuerpo, y las ondas que hace su pecho me elevan con ella—. He vuelto a explicarle lo que te pasa, cómo consigues controlarlo, lo fuerte que eres cada vez que la tienes que curar, que esto no te tiene por qué volver a pasar... Palabras para tranquilizarla, Nat.

—Me siento muy impotente... Se me llena la boca diciendo que por mi niña hago cualquier cosa, y mírame. Soy una mierda de...

—Por supuesto que por ella puedes hacer lo que sea, Natalia. No digas gilipolleces—suena enfadada, pero se frena—. Lo siento... Es que me cabrea mucho que no veas lo que yo veo.

—¿Y qué ves?

—Que llevas todo el verano cuidando de Elena y asegurándole que pase lo que pase entre nosotras seremos una familia, aunque estabas rotísima por dentro. Que cuando perdimos a garbancita te comiste horas y horas de sufrimiento en un lugar que te da pánico, y luego te tiraste meses respondiendo a las preguntas imposibles de Elena... Y no digo más cosas que al final meto un spoiler—suelta en mitad de la intensidad, y hasta eso suena épico en su voz de orgullo—. Si algo sé de ti es que por nuestra hija te guardas cualquier tipo de dolor y miedo con tal de protegerla, Natalia.

—Cualquier miedo no...—musito con la garganta engarrotada. Alba me ha emocionado... Que hable así de mí... Jo.

—Me estás obligando a invocarte un flashback—susurra desesperada—. Y no te va a gustar, pero lo necesitas.

—Alba, ni se te ocurra llevarme al paritorio...

—Tengo que demostrarte que por nuestra familia eres capaz de todo. Tengo que recordártelo, Nat. No puedo permitir que pienses que tus miedos son mejores que tú. Que no eres capaz de proteger a tu hija. No... porque no es verdad.

—No sé si voy a poder aguantar eso otra vez... Y menos, con el cuerpo tan cortado—me excuso, pero ella me pone esa mirada imponente—. Lo pasé falta ese día...

—Para mí fue genial—ironiza—. Venga, dame la mano.

Alba entrelaza nuestros dedos. Y aprieta.

Aprieta.

Aprieta.

Aprieta tanto que creo que me la va a partir... como aquel día.

Como aquel 1 de noviembre de 2013.

Sí, albayas... El día de los muertos. Pero pa' morirme, yo. Y Alba. Ella sí que lo pasó mal.

El 1 de noviembre de 2013 puse a prueba todos mis miedos.

Me enfrenté al mayor reto que podía ponerle a mi fobia.

Por mi niña, por mi mujer, por mi familia.

Dicen que el amor de una madre puede con todo, ¿no? Pues ahí estaba yo... Aferrándome a aquella frase como si fuera mi religión. Dicen también que por la persona que más quieres se pueden llegar a cometer barbaridades, ¿no? Pues ahí estaba yo... Saltando de un avión sin paracaídas a un mar repleto de tiburones.

—Mírame a mí, Nat... —rogó temblorosa apretando su frente sudada en la mía.

—Tranquila... Estoy bien—mentí en mitad del caos. Realmente estaba acojonadísima... ¿Y si me desmayaba? Joder, no. No podía decirle eso. No podía asustarla así.

Intentaba hacer lo que me había pedido: concentrarme en sus ojos, el único lugar donde mi miedo al miedo se siente ridículo... Pero no podía evitar echar un vistazo de vez en cuando a la desagradable escena. Todas esas figuras vestidas de verde, todos esos utensilios médicos, la luz artificial, el olor a... Puaj. Qué horrible todo. Qué temblique me está entrando... No, mamarrachas, no podemos salirnos del flashback. Tengo que ser valiente.

Tengo que encontrar en esta escena lo que mi mujer quiere vea. Lo que ella ve en mí. ¿Me vais a ayudar?

—¡Pero si ya está aquí la cabeza...! ¡Venga, aprieta un poco más!

—¡AHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHH!

—Vamos, mi vida... Lo estás... Lo estás haciendo genial...

—No puedo... No puedo más.

—Sí, sí que puedes. Piensa en nuestra rubita de ojos azules.

—¡AHHHHHHHHHH!

Qué puto dolor de coño.

Y de abdomen, y de pecho, y de cabeza, y de piernas, y de orejas, y de nariz... Me dolía todo. Todo. Hasta la última muela de mi boca. Parir es la cosa más dolorosa y asquerosa que te puede pasar en la vida... Os lo prometo.

¿Y esas caras? Ah... Habíais asumido que era Alba la que parió a Elena. Pues no. La parí yo con to' mi chocho. Nunca mejor dicho. La verdad es que iba a ser ella, sí... Pero por circunstancias de la vida tuvimos que cambiar un poco nuestros planes.

—Yo me muero aquí...

—Que no, mi amor... Que va todo bien. Estás siendo muy fuerte—susurró Alba, que no dejó ni un segundo de mirarme, apretar mi mano, besar mi frente.

—Apúntala al conservatorio cuando crezca... ¡AHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHH!

Vaya par de pencas nos han tocado hoy, debieron de pensar las matronas ante mi discurso prefallecimiento. Pero es que de verdad creía que me iba a quedar pajarito en esa camilla. Yo no podía con tanto dolor. Joder, si me pongo fatal con un resfriado... Imaginaos con un parto. Y eso que me tenían medio drogada para que no sufriera tanto.

Dicen también que el día que nace tu hijo es el más bonito de tu vida... MENTIRA. Mentira todo. No os creáis nada, albayas. No es nada idílico sentir cómo se te desgarra el coño. A mí que me dejen de gilipolleces. Nunca tengáis hijos. Bueno, sí... Tenedlos. Pero que no os los saquen por ahí abajo. Pedirlos por AliExpress, que tardan, pero no duelen.

—¡Ya está, un último empujón! ¡Ya sale, ya sale!

—¿Has oído eso? Ya viene nuestra niña... —rio Alba con los ojos llorosos.

Su cara estaba sobre la mía, impidiendo que viese todo lo que no debía ver: sangre, médicos, mascarillas... Estaba protegiéndome. Y estaba sonriéndome en la boca emocionada y feliz. Sudando, temblando. Sus dientes castañeaban. Su mano apretaba a la mía como si fuera a romperme. Grité otra vez. Me desgarré en ese chillido, en ese empuje... Y Alba contrajo todo su gesto, como si pudiera sentir todo mi dolor en su propio cuerpo.

Ella también lo pasó fatal aquel día... Porque Alba conoce todos mis miedos. Mi fobia a la sangre, a los médicos, a los hospitales. Mi miedo al dolor, mi pánico a ponerme enferma. Mis tendencias hipocondríacas.

Y yo estaba en medio del ring (abierta de patas) viendo cómo mis mayores enemigos me rodeaban, me acechaban... Una contra todos, y todos contra una. Y mi mujer con un escudo, protegiéndome, como siempre.

Tendrás los ojos de mamá, y con mami aprenderás a pintar. Duérmete, pequeña. Duérmete ya... —cantó Alba en mi oído, para mí, acariciándome la cara mientras me deshacía en dolores. Era la canción que le habíamos escrito a nuestro bichito. La que teníamos preparada para cuando naciera.

La música siempre me calma. Su voz también. Y Alba. Alba en sí. Así que, por loco que parezca, el dolor empezó a resultarme más soportable. Mi mujer creó una atmósfera más amable para mí. Dejé de escuchar a los médicos para oírla solo a ella. Cerré los ojos para no cegarme con esa luz artificial y enfermiza que hay en los hospitales. Me concentré en sentir su compañía, su voz... La canción de nuestra niña.

Y aunque tenía todas las de perder en ese ring plagado de enemigos, fui capaz de mantenerme consciente, de ser valiente, de aguantar el dolor inhumano que supone traer un ser al mundo... Fui capaz. Conseguí ganarle la batalla a esos luchadores de sumo que me habían estado acojonando y limitando durante toda mi vida. Y lo hice con la ayuda de mi mujer. Y lo hice para... lo hice para... Joder. Aquí está. Lo encontré.

Para tener a nuestra hija. A nuestra Elena.

Los reventé a todos por mi niña. Por ella. Por la personita por la que daría mi propia vida.



—Ya lo he visto, Alba.

—¿A que ha valido la pena?

—Sí.

—¿Te has mareado?

—No. He hecho el ejercicio antes del flashback, y he intentado no conectar mucho con los sentimientos físicos de mi yo de hace seis años... No me apetecía mucho sentir otra vez cómo se me desgarraba el chumi—carcajeo, y ella me besa la frente. Sigue debajo de mí, en el sofá, abrazándome.

—Entonces... ¿te he convencido?

—Sí. Completamente. Por tu hija y por ti soy capaz de todo. Hasta de aguantar el dolor más intenso.

—Te lo recordaré en tu próximo resfriado—dice con divertido rencor. Levanto mi mirada y la veo riéndose. Menos mal que se lo toma con humor... No sé cómo me aguanta enferma. Debo de ser lo peor—. Mi amor, lo de la sangre... Mira, no lo has controlado esta vez... Pero es que a mí o a cualquiera le podría dar también un bajón de azúcar y desmayarse delante de su hijo... Así que no te sientas más culpable por eso, ¿vale?

Asiento convencida y me levanto.

—¿A dónde vas?

—Quiero ver a mi niña. ¿Está dormida?

—Sí... Cayó tronca con el cuento.

—Bueno, da igual...

Entro en la oscura habitación. Atravieso el cuarto de puntillas hasta llegar a su cama. Está boca arriba con las piernas y los brazos estirados. Parece una estrella de mar. La más bonita del océano. Me siento en el borde y rodeo su cuerpo.

—Siento mucho lo de hoy, mi vida. Mamá es un poco cagueta... Y hay cosas que se le siguen escapando. Pero bueno, se ve que eres tan buena enfermera como tu mami, así que... Gracias por cuidarme tú a mí—acaricio su pelo—. Nunca, nunca dejaré que te pase nada. Te voy a proteger siempre, cariño. Te voy a proteger como lo llevo haciendo desde que eras un bichito en mi barriga—le prometo, dejando un beso en su frente.

Salgo de la habitación y pillo a Alba en el pasillo. Será cotilla. Sí, disimula, cariño, disimula... Qué poca vergüenza.

—¿Qué? Me gustan tus discursos...

—Un poco soso, pero no doy para más—suspiro.

—Venga, vete a la cama.

—Sí, mami—bromeo, pero la risa se me corta cuando no sé si darle un abrazo, un beso, o...

—¿Quieres que me quede contigo esta noche? —traga saliva antes de que decida cómo despedirme.

Hostia puta.

¡QUE NO CHILLÉIS QUE NO PUEDO PENSAR!

A ver, a ver. A ver. Un momento. A ver. Una cosa. A ver.

A ver.

A ver.

A ver, no me vaya a mareá otra vé.

—Tú te quedaste conmigo cuando el accidente de avión... —sonríe tímidamente. Sospecho que quiere cuidarme como yo cuidé de ella aquella vez... En esa tregua—. Estás débil... Puedo llevar mañana a Elena y luego me voy al trabajo. Y tú te quedas durmiendo, descansando.

—¿Sí? —alzo las cejas. Sabéis que no quiero cagarla. Sabéis que no quiero pasos atrás. Ya, soy una pesada... Pero sé lo que hago. Alba asiente. Parece convencida. 

Pues si ella lo está...

—Bueno... no tengo que decirte dónde tienes el pijama, ¿verdad?


Pumpumpum... Muchos preguntábais de dónde salió Elena. Otros dabais por hecho que era de Alba. (Bueno, también hemos jugado a despistaros...). Sé que otra vez tenéis mil preguntas...  Y yo os vuelvo a decir: pues más capítulos os daremos.

1001 abrazos a todos por dejar entrarnos en vuestros corazoncitos softs!!!!!! Gracias por leer, comentar y valorar el trabajo. Nos vemos en el siguiente!

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