83.
Abraham's POV
Abro el armario con la curiosidad a flor de piel, siempre me he preguntado qué es lo que tanto escondía aquí, al abrirlo me encuentro con muchas de sus fotos pegadas en las puertas, la gran mayoría son de él junto a sus hermanos, de esos que tanto me ha hablado. También hay ropa como en cualquier otro armario, pero hay algo que llamó especialmente mi atención... una caja de madera, cuando esta a punto de abrirla, mi madre se apareció en la habitación.
— ¿Cómo está Beto? -me preguntó.
— Lo están operando... ¿y Tony?
— Fue por Paula -respondió... ¿buscas algo de Beto?, ¿necesita alguna cosa?
— No, no, no... sólo estoy esperando. Sólo quería conocer unas cosas de él, es que no sé nada de él, de su vida afuera.
— A veces es difícil conocer a los que más estimas...
Suspiré.
— Voy a llamar a tu padre, ¿te quedas?
— Beto me pidió que me quedara aquí hasta que acabe la operación.
— Muy bien, en seguida vendré -besó mi frente para después salir.
De volví mi mirada a la caja anterior, al abrirla me encontré con una carta.
"Para Abraham, entrégenselo en caso de que me pase alguna cosa".
Las horas pasaban, y yo siendo sincero ya no podía con la ansiedad. Tenía que estar cerca suyo, de algún modo. Así que ahora mismo me encuentro en la puerta de quirófano. El doctor Nadal salió de la sala llamando mi atención, y por su cara, no creo que traiga buenas noticias.
— ¿Cómo le fue? -pregunté.
— No estuvo bien, Abraham... le hicimos el triple bypass, pero... su corazón está muy débil.
— ¿Se recuperará? -insistí.
Negó.
— Ya no se curará, hicimos lo que se podía, pero... ya no. Su corazón dejará de latir en cuestión de veinticuatro, o cuarenta y ocho horas, máximo.
Mi pulso de aceleró, no... esto no puede estar pasando. ¡Si él estaba bien!, ¡estaba perfecto!
— Lo siento, lo intentamos todo, creeme.
— ¿Puedo pasar a verlo?
— Lo llevarán a terapia intensiva, ahí lo podrás ver.
Me miró triste, para después acariciar mi mejilla e irse por los pasillos dejándome en un estado de shock importante.
Caminé sin rumbo por los pasillos, hasta que sin darme cuenta acabé en el área de psiquiatría, lo que me faltaba... Hacerla peor. Me senté en los sillones que había en la sala de estar, y comencé a llorar, empapé mi rostro en lágrimas mientras intentaba comprender por una milésima de segundo el porqué de todo esto. ¿Por qué todo esto tiene que pasarme a mí? , ¿por qué me ha tocado vivir todo esto?. Todo, pero absolutamente todo lo bueno de mi vida se ha ido esfumando últimamente, y no lo comprendo. No sé en qué momento todo se fue al caño, no sé como caí en esto, no sé porqué el destino se esmera en arrastrarme nuevamente a este lugar.
— ¡Que estoy bien, he dicho!, ¡no quiero ver un puto fármaco más! ¡Que yo no estoy loca! -oí gritar desde el interior de una de las habitaciones.
Juraría haber oído esa voz alguna vez.
Caminé hasta donde provenían los gritos, al asomarme a la habitación vi a un par de enfermeras salir de allí. Cuando ellas se fueron, me paré en el umbral de la puerta observando a quien se encontraba de espaldas, hasta ahora sólo podía ver un llamativo cabello rojizo. Al sentir mi presencia, se volteó dejándome ver su rostro. Al instante la reconocí, es la pelirroja que me pidió indicaciones el otro día.
— ¿Te encuentras bien? -le pregunté.
— ¿A ti que te importa? -contestó.
— ¿Quien dijo que me interese? Sólo te oí gritar cual loca y quise saber que sucedía.
— ¿Has oído alguna vez ese viejo refrán de que la curiosidad mató al gato? -dijo.
— Sí, lo he escuchado -respondí.
Me miró.
— ¿Qué quieres?, ¿eh, bonito? -alzó una ceja.
— Hablar -respondí encogiéndome de hombros.
— No hablo con desconocidos -respondió.
La observé bien, podría reconocer esa mirada de aquí a la luna, ojeras impresionantes, cabello desgastado y débil, uñas rotas y amarillas, marcas de mordidas en los nudillos, esta es un caso difícil...
Me senté en la cama.
— ¿Ana o Mía? -pregunté.
Levantó la mirada.
— Lara -respondió- Soy Lara.
Me reí.
— Bonito nombre, Lara -dije- Pero no me refería a tu nombre en concreto.
— Entonces, no sé de qué hablas -dijo.
— ¿Acabas de vomitar, verdad? -alcé una ceja.
No respondió, sino que bajó la mirada.
— ¿En que calla otorga? -dije.
— De verdad chico, no sé de qué hablas... -murmuró.
— Ese aliento a estómago revuelto que tienes te delanta, preciosa -dije.
Me miró.
— ¿Y tú qué?, ¿no tienes vida que vienes a querer saber la mía? Además, yo no soy de esas -respondió.
— Esas uñas están destrozadas porque las utilizas para vomitar, ¿me equivoco? -dije.
— Sí, sí te equívocas. Es por falta de calcio...
— Ajá, el cabello se te cae -dije señalando un mechón que había sobre la almohada- porque tu cuero cabelludo está demasiado débil debido a la falta de nutrientes, ¿o no, Lara?
— ¿Y qué eres tú?, ¿un niño prodigio en esto de la anorexia, o qué? -habló.
— Sólo quiero ayudarte.
Se rió.
— ¿Ayudarme?, ¿tú? Ni siquiera me conoces, bombón.
— Podemos conocernos...
— Tengo novio -afirmó.
Me reí.
— Wow, wow. Tranquila, que no me gustan las histéricas, sólo quiero ayudarte. -dije.
— ¿Y por qué?, yo no te pedí nada...
— Porque quiero hacerlo.
— Yo no quiero nada.
— Soy Abraham -me presenté.
— No te pregunté.
— ¿Hace mucho estás aquí? -pregunté.
— Unos días y ya no lo aguanto -murmuró.
Antes de que pudiera hablar, un enfermero interrumpió en la habitación.
— Abraham, me he cansado de buscarte, dicen que ya puedes verlo -anunció.
Mi mundo volvió a derrumbarse, por un segundo había olvidado la situación en la que me encontraba, será mejor afrontarlo todo. Me despedí de Lara, deseándole que se mejore y salí de allí rumbo a las salas de Terapia Intensiva.
(...)
Abrí los ojos sintiendo un ardor insoportable en ellos, despegué mi rostro de mis manos cayendo en cuenta de que me había dormido junto a su camilla. Lo observé, y aún seguía entubado y conectado a un respirador artificial. Estaba a punto de levantarme cuando oí la conversación de los doctores dentro de la cabina de control.
— ¿Recuperó el conocimiento?
— Sí, pero está algo adormilado y tiene el pulso muy débil, francamente no creo que se recupere.
— ¿Cuanto tiempo lleva Abraham, ahí?
— No se ha movido desde que lo trajeron, el señor Beto lo nombró su tutor legal y hay que decírselo todo.
— ¿Y no hay nada que podamos hacer?
— Lamentablemente, no.
Mis ojos pesaron después de oír esa última frase, hasta que sentí caricias en mi espalda.
— Abraham... -oí la voz de una mujer.
Mamá...
Levanté la cabeza.
— Bebé, ¿tienes hambre? -dijo tendiéndome un postre envasado.
— No... -murmuré.
Asintió.
— Ya es muy tarde, ¿voy al baño, sí? Duerme...
Acarició mi mejilla para después salir, volví a reposar mi cabeza sobre la cama en una posición realmente incómoda, estoy durmiendo sentado como una gallina de la mano de Beto, pero no me importa.
— Abraham... -oí un murmuro.
Levanté la mirada rápidamente hacia él.
— Come Abraham, come -dijo a voz débil.
— Beto... -dije tomando su mano.
— Yo no tengo hambre -dijo haciéndome reír.
Su respiración se volvió ronca y comenzó a toser de una manera muy alarmante.
— ¿Cómo estás, Mateo? -me preguntó.
— ¿Yo?, yo estoy perfecto... -dije aguantando las malditas ganas de llorar.
Él levantó su mano y se quitó el barbijo para poder hablar mejor.
— Me estoy muriendo...
Lloré.
— Desde hace mucho tiempo sabemos que no me quedaba mucho tiempo, yo tengo que ser valiente y yo tengo que ser valiente también -dijo.
Tomó mi mano.
— ¿Encontraste la carta? -me preguntó con dificultad.
Sorbé por la nariz.
— Sí...
— ¿Donde está?
— La tengo aquí -señalé mi bolsillo.
— Ábrela -me ordenó.
— Pusiste que la abra cuando no estés, tú aún estás y estarás -me negué.
— Tengo que contarte algo muy importante para mí, es algo que tengo pendiente.
Lo miré.
— Cuando tenía dieciséis años, conocí a una chica... ella trabajaba en la cafetería del pueblo, "Petit Rêve" se llamaba, en Toulouse.
— ¿Toulouse?... -pregunté.
— Sí, yo iba allí todas las tardes a merendar después de la escuela y ella siempre tomaba mi pedido muy amablemente. Una tarde lluviosa del otoño del cincuenta y dos, yo pasaba por allí en mi amada bicicleta camino a casa y me la encontré esperando un taxi en una avenida, me ofrecí a llevarla a casa y después de mucha insistencia, aceptó. Después de ese día nos volvimos inseparables, todas las tardes después de su trabajo solíamos ir al parque para ver el ocaso. El tiempo pasaba y las cosas comenzaban a desgastarse, las peleas eran muy constantes, reclamos e indiferencias de parte de ambos...
— Espera, ¿por qué me estás contando esto?
— Déjeme terminar, por favor.
Asentí.
— Gema, se llamaba... Hey, no, no llores... -dijo acariciando mi mejilla.
— Es que... no puedo creer que esto esté pasando, tú no puedes...
— Mi abuela siempre decía que la gente no se muere, que cuando la gente se va, es porque ha descubierto la verdad, su verdad. Y los que nos quedamos, como somos ignorantes de tantas cosas pensamos que se han muerto, pero lo que en verdad no sabemos es que ya tienen la verdad y ya pueden marcharse.
— ¿De qué verdad me estás hablando? ¡Te estás muriendo!
— Hay un poema el cual me gusta mucho y que dice que morir, es como cambiar de casa, o mudarse. ¿Cómo era?... Morir, son muchas cosas a la vez, para los niños el primer fin del mundo, para los muebles... escaleras, golpes, cargas y descargas... para las paredes, cuadros claros, en forma de cuadrados descolgados, ¿entiendes?... Eso es, al igual que las despedidas, un adiós que no sabes hasta cando durará.
— Dímelo a mí...
— Yo, como tú, también dejé ir al amor de mi vida. Y aunque con ella jamás llegamos a formalizar, yo sentía, muy dentro de mí, que ella era la indicada.
— Sí, puedo entenderte... Pero, ¿por qué la dejaste ir como dices? No entiendo...
— Ella estudiaba leyes, en la Universidad de Stanford. Obtuvo una beca allí, y se fue.
— Pero si estás peor que yo, macho -dije y se rió.
— En esa carta -la señaló'hay algo para ti, quiero que la leas.
La tomé entre mis manos y rasgué el papel contact con el que estaba envuelta.
— Espera, antes de leerla, quiero que me cuentes como fue que nos conocimos.
Sonreí, no haría forma de que olvidase ese día.
— Ese día, yo llegué aquí por una fractura en la pierna, por causa de un entrenamiento. Tenía ocho años, me habían dejado en observación quirúrgica por unas horas, tú llegaste a ese mismo lugar preguntándome que sucedía, te conté muy tímidamente que me había lastimado y que estaba triste porque esa tarde tendría que jugar y no podría, tú me dijiste que no me preocupara, que muy pronto volvería a jugar. Me contaste también, que llegaste a urgencias y dejaste una canción a la mitad en el auto, una de esas canciones que te llegan al corazón, yo dije que una canción era igual que un entrenamiento, tú dijiste que tenía razón. En ese momento llegó mi mamá y tú... te quedaste mirando con ternura.
— Tu madre me recuerda mucho a la mía, cosas del destino... Tú, mi niño, te convertiste en el hijo que nunca tuve, fuiste,eres y serás, de las personas más fuertes y valientes que he conocido. Intenté cuidarte siempre de todo lo malo y juré hacer de ti, un hombre con principios. Tienes el corazón, más noble que he visto jamás y lo has sabido demostrar.
Hice hasta lo imposible por no dejar que las lagrimas corrieran por mis mejillas, y es que no puedo ser tan débil.
— Gracias por todos estos años, gracias por todo lo que has hecho por mí.
Tomé el sobre anterior y saqué de él una foto ya desgastada con el tiempo, en ella podía apreciarse a una chica de perfil con una gran sonrisa, he de decir, que se parece mucho a Jari...
— Ella es Gema, de quien te hablé.
Levanté la mirada y sentí las lagrimas correr por mis mejillas.
— ¿Ella es?..
— Sí, sí es ella, en esa carta dice todo lo que te estoy diciendo. No sabía si podría hacerlo...
— Es preciosa...
— Hay algo más -dijo señalando el sobre.
Del interior del sobre saqué otra fotografía que aumentó mis ganas de llorar.
Era Jari, junto a él en las terrazas del hospital, amos haciendo gestos raros y muy graciosos, recuerdo que ella siempre fue experta en hacer ese tipo de gestos.
— A veces, la vida complica un error y ya no lo sabes corregir nunca -acarició mi barbilla- No pasa nada, no llores... Yo tampoco sé que decir. Abraham, prométeme que irás por ella, que irás a buscarla y que volverás a ser ese dulce niño que fuiste, no dejes que el orgullo decida por ti, no la dejes ir nuevamente.
— Sí...
— Que le dirás lo que te he contado, eso significará mucho para ella, cuando estén juntos, ve a Toulouse, quiero que me incineres y que arrojes mis cenizas allí, ella sabrá donde... ¿lo harás?
— Sí, pero yo no sé cuando podre hacerlo, Beto -dije, con un nudo en la garganta.
— Lo harás, todo llegará, todo llegará... Te amo, por eso, te pido una última cosa... no hagas lo que yo, cree en ti. Abraham, vuelve a unir ese lazo que una vez se rompió, vuelve a dos años atrás... Busca a Samuel, a Crisitina, a Jari... remienda el vínculo que el orgullo rompió. Has que el círculo se cierre, ¿de acuerdo?
— Sí, te lo prometo, te lo prometo -afirmé.
Su respiración comenzó a entrecortarse y apretó mi mano.
— Sé valiente, recuerda que no es triste morir, lo triste es no vivir intensamente.
— Te extrañaré tanto.
— Mi madre tenía razón, he encontrado una verdad, mi verdad... te quiero, Abraham.
— Te también te quiero...
Lo vi cerrar sus ojos débilmente y el peso de mi cuerpo se dejó caer sobre el suyo mientras ahogaba mi llanto allí.
Ahora entiendo cuando Jari decía que llorar es un acto de egoísmo hacia la pérdida, porque no lloramos por esa persona, lloramos por despecho propio, por la angustia que genera presenciar la mudanza permanente de esa persona.
Continuará...