Son solo tres Palabras (Rubel...

By solcaeiro

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No puedes proteger a alguien todo el tiempo, pero él es capaz de hacer cualquier cosa por amor. Rubius desarr... More

Empezamos bien (Capítulo 1)
Tú miras pero no ves (Capítulo 2)
Amigos (Capítulo 3)
¿¡Perdonarte qué!? (Capítulo 4)
Chicos buenos y malos (Capítulo 5)
El gimnasio (Capítulo 6)
Problema (Capítulo 7)
Máquinas (Capítulo 8)
¿Por qué nunca puedes salvar a nadie? (Capítulo 9)
Como tener un gato (Capítulo 10)
Gracias (Capítulo 11)
El Hombre de sonrisa Cruel (Capítulo 12)
Confrontación (parte 1 y 2) (Capítulo 13)
La carta (Capítulo 14)
Sorpresa (Capítulo 15)
Una lluvia de Mentira (Capítulo 16)
El FuckingBlue (Capítulo 17)
En ese Instante (Capítulo 18)
Cebolla (Capítulo 19)
Red (Capítulo 20)
El Juego de los besos y todas esas Gilipolleces (Capítulo 21)
Lo que no te Atreves a Decir (Capítulo 22)
La Sonrisa más Dolorosa (Capítulo 23)
La Habitación (Capítulo 24)
¿Puedo contarte un secreto? (Capítulo 25)
Postre (Capítulo 26)
Fuera de Nuestro Control (Capítulo 28)
El Escape (Capítulo 29)
Porque Estoy Contigo (Capítulo 30)
Sola (Capítulo 31)
Fantasma (Capítulo 32)
"TAG del Psicólogo"
La Voz (Capítulo 33)
Las tres palabras (Capítulo 34)
Tu tristeza (Capítulo 35)
Todo (Capítulo 36)

Destruido (Capítulo 27)

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By solcaeiro


Rubén despertó antes de abrir los ojos.

A través de sus párpados cerrados podía percatarse de los pequeños rayos de sol que se escurrían por la persiana. Poco a poco, sus sentidos se fueron despertando con él.

Olió a tostadas y jugo de naranja.

Removió la lengua dentro de su boca. Tenía hambre.

Escuchó, a lo lejos, el motor de un auto al encenderse y una radio que hacía interferencia.

Sintió frío en el brazo que tenía colgando del borde de la cama, con los dedos casi tocando el piso.

También sintió una mano hacerle cosquillas en ese brazo.

Rubén, medio adormilado como estaba, sonrió involuntariamente. Las cosquillas fueron ascendiendo hasta su codo, cada vez menos cariñosas. Cuando por fin Rubius se percató de que aquello no era normal y quiso retirar el brazo, una mano que apareció desde debajo de la cama le agarró la muñeca con una violencia casi sobrenatural, seguida de un grito espeluznante << WAAAAAAAAAAAAAAAAGH >>.

- ¡AAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAA! – Rubén gritó como una niña, intentando zafarse del agarre de esa mano.

Lo logró. Se apartó hacia el otro extremo de la cama y miró, con ojos llenos de horror, cómo Mangel se levantaba del suelo, riéndose y señalándolo.

- Cómo... - decía entre risas Mangel. – Cómo... ¡CÓMO CAÍSTE, CABRÓN! – se carcajeó, arrojándose a la cama. - ¡HAS GRITADO COMO UNA NIÑA!

- Eres... eres un... - balbuceó Rubén, frotándose la muñeca que Mangel, en su estúpida broma, había agarrado. – Eres un... ¡GILIPOLLAS! ¿¡CÓMO TE ATREVES A HACERME ALGO ASÍ!? ¿¡ESTÁS LOCO!? ¡CASI ME MATAS DE UN INFARTO! ¡HEY, PRINGAO! ¡ESTOY HABLÁNDOTE!

Pero Mangel no lo escuchaba; estaba demasiado ocupado riéndose de la cara de Rubius.

Rubén se había quedado a dormir en la casa de Mangel. Miguel se lo había ofrecido el día anterior, en vistas de que había sido un día de mierda. Con la pelea de Red, la suspensión y el encuentro con su familia, Rubén había quedado destruido.

Casi podía oír las palabras de Mangel en sus oídos, abriéndose paso en la oscuridad como un rayo de luz.

<< ¿Quieres quedarte a dormir en casa hoy? >>.

Incluso le había dejado darse una ducha y prestado ropa limpia.

No habían hecho... nada de... eso. Pero el hecho de dormir juntos por primera vez, e incluso en una misma cama, era lo más lejos que habían llegado.

Así que ahí estaba.

- ¡MANGEL! – gritó Rubén, para hacerse oír entre sus carcajadas.

Al ver que Mangel no lo escuchaba, se le tiró encima y comenzó a besarlo por todas partes, con más odio que amor. Mangel no podía sino reír.

- Vuelves a hacer eso – le amenazó. Ahora, en vez de besos, eran mordiscos. – y no me detendré aquí.

- ¿Y qué si lo hago? – aventuró Miguel.

Rubén puso ambos brazos a cada lado de la cara de Mangel y lo miró desde arriba, sosteniéndose. No pudo evitar sonreír.

- No lo harás. – le soltó.

- ¿Eso crees?

- Sí.

- ¿Por qué piensas eso?

- Porque si lo haces, tendré que vengarme. Y tú no quieres eso.

- ¿Ah, no?

- No.

- No te creo.

- ¿Qué no me crees?

- No creo que vayas a vengarte.

- ¿Estás seguro de eso?

- Ajá.

Rubén acercó su rostro hacia el cuello de Mangel y le dio un beso justo debajo de la oreja.

- ¿Sigues seguro? – le provocó Rubius.

- Sí. – contestó él.

Rubén volvió a besarle el cuello, esta vez descendiendo más.

- ¿Y ahora?

- S-sí. – aseguró Mangel, intentando que no se le entrecortara la respiración. No lo logró.

Rubén lo besó justo encima de la clavícula. Fue un beso más profundo, y duró más que los otros.

- ¿Ahora? – preguntó Rubén, con los labios pegados a su piel.

Mangel no contestó. Cuando Rubius lo miró, Miguel tenía los ojos cerrados fuertemente y se mordía el labio inferior. Rubén acercó su boca a la de Mangel. Se quedó así durante lo que le pareció una eternidad, quieto, con sus labios separados a penas por un milímetro.

Y luego lo besó. Lo besó lenta y profundamente, como si la vida les concediera todo el tiempo que necesitaran. Lo besó con amor, como si con ese gesto fuera capaz de expresarse mejor que con todas las palabras que supiera utilizar.

Lo besó a él, y él le devolvió el beso. Porque fue como si, por ese momento, solo ellos existieran en el mundo.

Y luego sonó el despertador.

Ambos se sobresaltaron tanto que Rubén, que estaba sobre Mangel, perdió el equilibrio y se cayó de la cama. El golpe que se dio contra el suelo se escuchó doloroso.

- Auch. – soltó Rubius, con la cara aplastada contra el piso.

Mangel parecía estar debatiéndose entre apagar el despertador, ayudar a Rubén o reírse.

Hizo las tres cosas.

Mientras se reía, estiró un brazo hacia el reloj que vibraba y cantaba con fuerza sobre su mesa de luz. Lo calló de un golpe seco con la palma de la mano. Luego se asomó por el borde de la cama para asegurarse de que Rubius seguía vivo.

- ¿Estás bien? – preguntó, intentando no reírse.

- Cabrón... - masculló Rubén, con la boca pegada al piso.

Mangel rió y, con una sonrisa boba, se revolcó por toda la cama, tapándose y destapándose, estirándose como un gato y abrazando almohadas. Parecía un niño de cinco años en la cama de su madre.

Rubén, sin embargo, permaneció allí, tendido en el piso. Sabía muy bien qué significaba esa alarma.

Mangel tenía que ir al Instituto; él se quedaría solo, porque estaba suspendido.

Nunca creyó que le molestaría faltar a clases. De hecho, pensó que era como una bendición. Pero se dio cuenta de que, por alguna razón, había asumido que Mangel también faltaría; había creído que pasarían el resto de la mañana juntos. Y no era así.

Tampoco quería pedirle a Miguel que faltara a clases. No quería que sus padres se cabrearan con él o con Mangel por ser una "mala influencia". A los padres había que tenerlos de su misma parte, porque sino las cosas se complicarían bastante.

Además, pensó Rubén, ya les debo demasiado por haber traído a Mangel al mundo.

Luego se percató de lo que estaba pensando y se preguntó a sí mismo por qué mierda se le había ocurrido eso.

- Eh, Rubius. – Mangel volvió a asomarse por el borde de la cama. - ¿Qué te ocurre?

- ¿Eh? – Rubén se percató de que aún seguía acostado en el suelo. – Oh, nada.

- Vale, si te gusta dormir en el piso, está bien, ¿sabes? Puedes contarme estas cosas. Yo no te juzgaré por nada.

Rubén rió muy a su pesar.

Su sonrisa se fue apagando poco a poco. No podía dejar de pensar en que nuevamente tendría que enfrentarse al mundo real. No quería tener que enfrentar toda la mierda otra vez. Recordó los hechos del día anterior, cuando había ido al Instituto con una sola cosa en mente: moler a Red a golpes. Y vaya que lo había hecho. Lo único que lo consolaba un poco era que Red (o Ethan, como cojones se llame) tampoco iría al Instituto hoy.

No creo que vaya en el estado en que lo dejé, reconoció con un ápice de victoria.

Rubén se incorporó sobre sus dos pies y se frotó la barriga, no solo porque se había golpeado, sino por el hambre que le estaba entrando.

Mangel se arrodilló sobre la cama, frente a él, de manera que sus ojos quedaron a la misma altura.

- Bien. – dijo. - ¿En qué estábamos...? – comenzó a inclinarse hacia él.

- Oh, no. – Rubén estiró las manos y lo empujó por los hombros. Mangel cayó sobre la cama.

- ¿Cómo que no? – intentó sonar ofendido, pero la verdad es que su sonrisa lo delataba.

- Tú – lo señaló con un dedo acusador. – tienes que ir al Instituto. Y si no espabilas ahora, llegarás tarde.

- ¿Lo dices en serio?

- Muy en serio.

- Las veces que he llegado tarde por ti, y ahora me vienes con esto-

Rubén lo calló de un almohadonazo en la cara.

- Cierra el pico. – le espetó, sonriente.

- ¿Por qué no cierras tú el cu-

Rubén lo calló de otro almohadonazo. Soltó una carcajada ante la cara de Mangel. Miguel parecía dispuesto a contraatacar, pero en ese instante alguien golpeó la puerta cerrada.

- ¿Miguel? – se escuchó la voz de Maia al otro lado.

Rubén abrió los ojos como platos. Estaba en ropa interior. Su ropa estaba en una silla, al lado de la puerta; no llegaría allí a tiempo. Miró a Mangel, a punto de entrar en pánico. Mangel lo miró con los ojos muy abiertos y le hizo señas en plan << ¡ESCÓNDETE, GILIPOLLAS! >>.

En el instante en que Maia abrió la puerta, Rubén se arrojó al suelo, al otro lado de la cama, de manera que, desde el umbral, Maia no lo veía.

- ¿Miguel? – volvió a preguntar su hermana menor.

- ¿Qué, Maia? – Mangel estaba tapado hasta el cuello, enterrado debajo de todas las mantas.

Ella frunció el ceño.

- ¿Dónde está?

- ¿Dónde está quien?

- Rubén.

- ¿Quién?

- Rubén. Se quedó a dormir, ¿verdad?

- No.

- ¿Cómo que no? Anoche me asomé por la puerta y estaba durmiendo en tu cama.

Rubén se mordió la lengua para no gritar. Se imaginó la cara de Mangel en aquel momento, porque sabía que estaba pensando lo mismo que él: no sabía en qué posición podría haberlos visto Maia mientras estaban durmiendo.

- Está en el baño. – improvisó Mangel.

Maia se asomó un segundo hacia el pasillo y frunció el ceño otra vez.

- No es cierto. En el baño no hay nad-

- ¿Qué quieres, Maia? – le cortó Miguel

Ella suspiró, poniendo los ojos en blanco.

- Está bien, si no quieres decirme qué estabais haciendo puedes decírmelo, ¿sabes?

Touché, pensó Rubén, conteniendo una carcajada.

- Mamá dice que bajéis a desayunar. – dijo Maia. – Hola, Rubén. – saludó en voz alta.

- Buenos días. – correspondió él, asomando la cabeza por debajo de la cama.

Maia soltó una carcajada y le echó una mirada a su hermano en plan << Lo sabía >>; luego cerró la puerta y se alejó por el pasillo.

Un silencio quedó flotando en la habitación, que solo fue interrumpido cuando Mangel soltó:

- Mierda.

Rubén lanzó una carcajada.

Rubius acompañó a Mangel al Instituto. Miguel se quedó en la calle con él hasta que sonó el timbre que daba inicio a las clases. Entonces Mangel se despidió (a regañadientes) y desapareció entre la multitud de adolescentes que se parecía más a una estampida de rinocerontes que a otra cosa.

Y Rubén se quedó solo.

Detestaba la soledad. Desde que había conocido a Mangel (y, principalmente, desde que se había separado de su familia) odiaba estar consigo mismo, porque tenía tiempo para pensar.

Pensaba en las cosas que había hecho, en las que no había hecho aún y en las que podría hacer. Cosas que siempre lo llevaban a la culpa y el remordimiento. Casi siempre eran pensamientos sobre su familia.

Mangel era quien hacía que todos esos pensamientos se difuminaran, o que, en cierta manera, desaparecieran. Era una especia de anestesia, o de droga. El problema era que cada vez lo necesitaba más. Y en mayores cantidades de tiempo. Eso hacía que, cuando no estaba con él, todo era...

Qué va, todo era una mierda.

Rubén caminó por la acera, con el aire casi fresco de la mañana colándosele por debajo de la ropa. Antes de ponerse a pensar hacia dónde estaba yendo, ya había llegado.

La casa de Ángela tenía ese olor a café que ya le resultaba familiar, casi consolador. Por supuesto, Ángela no estaba. Cuando cruzó la puerta, no había rastros de ruidos humanos; nadie lo saludó cuando pasó por delante de la puerta de la cocina y sus pasos resonaron por toda la casa, fuertes, solitarios, hasta aturdidores. Rubén no entendía cómo Ángela podía vivir en una casa tan grande ella sola. Sabía que tenía una hermana, pero nunca la había visto y Ángela no hablaba mucho de ella. Rubius ni siquiera sabía su nombre.

Y se había adueñado de su habitación.

Se dio una ducha rápida para despertarse mejor, se puso su ropa (para devolverle a Mangel la suya luego) y fue directo a la habitación de Ángela.

Ya había intentado usar el ordenador otras veces, pero siempre lo había encontrado apagado. Obviamente, al prenderlo, le pedía una contraseña. Contraseña que por alguna razón Rubén no quería pedirle a Ángela. Tenía miedo que le gritara en plan << ¿¡HAS ENTRADO A MI HABITACIÓN!? >>.

Por suerte, esa vez, el viejo ordenador estaba encendido. Al parecer Ángela había olvidado apagarlo, por lo que, al mover el ratón, la pantalla dejó ver el inicio de la computadora.

Bien, celebró Rubén en silencio. Sin saber por qué, no quería elevar la voz en la habitación de Ángela.

Quién dice que no tiene micrófonos ocultos por aquí.

Entró a Internet y tecleó:

<< Trabajo para chicos de 17 años >>.

Así se pasó el resto de la mañana, entrando y saliendo, pasando de una página a la otra, desechando algunas ideas y considerando otras. Necesitaba un trabajo. Necesitaba dinero.

Ganando dinero podría ayudar a Ángela con los gastos de la casa. Tuve que dejar de hacerlo cuando me despidieron, y lo poco que me paga Fernando dándole clases a Mangel a penas me alcanza para subsistir. También podría comprarme ropa nueva. Y podría invitar a Mangel a cenar a alguno de esos lugares caros que son tan horribles. Incluso podría comprarme un carro, esa idea le iluminó los ojos. Sabía muy bien que eso ya se trataba de mucho dinero, pero quizá... solo quizá, con el tiempo...

Primero tengo que encontrar un trabajo y dejar de imaginar gilipolleces.

Pero ya había comenzado a flipar. Se imaginaba comprándose un piso en algún departamento, yendo al trabajo en auto, o caminando con sus zapatos nuevos.

¿Zapatos nuevos? ¿Qué soy? ¿Una niña? Se regañó a sí mismo. Vamos, Rubén, concéntrate.

Un anuncio en Google llamó su atención. No lo había pensado antes. Tampoco se había imaginado trabajar en algún lugar así, pero, ¿qué más daba? Además, pagaban bien. Bastante bien.

- Anda, me la juego. – soltó. Anotó el número de teléfono y apagó el ordenador.

Tras un par de llamadas en un radio de veinte minutos, consiguió una entrevista de trabajo para esa misma tarde, dentro de dos horas. El lugar no era lejos, así que, sin ningún tipo de prisas, se preparó. Se puso sus jeans y una camisa; intentó arreglarse el cabello (cosa que no salió del todo bien) e incluso se perfumó un poco.

Rubén nunca había ido a una entrevista de trabajo, así que ni siquiera se imaginaba qué tendría que decir para que le den el puesto. En su trabajo anterior, el del supermercado, lo único que le habían preguntado había sido su edad y su nombre.

Se sentó frente al espejo de su habitación y le habló a su reflejo, intentando demostrar confianza y versatilidad; pero como no sabía qué tipo de cosas podrían preguntarle, no supo qué hacer.

Las dos horas pasaron volando y salió de la casa justo en el mismo instante en el que Ángela estaba por entrar a ella. Rubén abrió la puerta y casi se choca con la frente de Ángela.

- Oh, lo siento. – se disculpó ella. - ¿Por qué no fuiste al Instituto hoy...? Oye. – se percató en la apariencia de Rubén. - ¿A dónde vas tan bien vestido? – sonrió.

- Una entrevista de trabajo. – explicó él.

No te sonrojes, se obligó a sí mismo. No te sonrojes, no te sonrojes. No.

- Vaya. – Ángela lo miró con aprobación. – Me impresionas. Bien por ti.

- Sí. – él descendió los escalones del porche. Se volvió hacia Ángela. Ella estaba por cerrar la puerta. – Oye, Ángela.

- ¿Sí? – se detuvo.

- ¿Qué tengo que...? – se aclaró la garganta. - ¿Qué tengo que hacer? En la entrevista, quiero decir. ¿Qué digo?

Ella, por alguna razón, rió, como si Rubén fuera la cosa más ingenua y adorable del mundo.

- Solo... demuéstrales que puedes hacer lo que sea.

- Es que no estoy seguro de que pueda hacerlo.

- Con esa actitud no te darán ningún trabajo.

- Vale, lo sé. Es que-

- Solo tienes que caerles bien. Tienes talento para eso. Y no te dejes llevar por el pánico. – Ángela parecía dispuesta a cerrar la puerta, pero antes de hacerlo, se asomó una vez más y dijo: - Oh, y no sudes. Sudar es símbolo de nerviosismo y falta de confianza.

- ¿Alguna vez has ido a una entrevista de trabajo? – le preguntó él.

- No. – sonrió.

Y cerró la puerta.

Una vez en el lugar (había llegado incluso diez minutos antes) Rubén parecía haberse sumergido en el agua. Todo parecía ralentizado, aunque en realidad las cosas iban con demasiada rapidez. Lo sonidos le llegaban amortiguados, a pesar de que las personas hablaban fuerte y claro.

- Hola. – se presentó ante una mujer detrás de un mostrador. – Soy Rubén Doblas. Vengo a una-

- ¿Entrevista de trabajo? – le cortó ella, con una sonrisa muy ensayada. – Siéntate por allí, por favor. En un momento te llamarán.

- Hum... gracias.

Rubén iba a sentarse en una de las tantas sillas vacías que la mujer había señalado cuando se oyó el sonido de una puerta al abrirse.

- ¿Doblas, Rubén? – le llamó una voz.

Qué rapidez, pensó. Ni siquiera le habían dado tiempo para ponerse nervioso.

- Sí. – se volvió hacia la mujer que había aparecido desde el otro lado. No parecía muy contenta de recibirlo.

- Pasa. – le sostuvo la puerta para que la cruzara.

Rubén, sonriendo amablemente, entró en la pequeña oficina justo antes de que ella soltara la puerta para que se cerrara.

- Mi nombre es Carmen, - dijo con amargura – y soy supervisora.

Es decir que ella sería algo así como mi superior.

Carmen era una mujer robusta (mucho, de hecho) y de poca estatura. Tenía el cabello pelirrojo, oscuro, y muy corto; tanto que se le enrulaba en la nuca y sobre las orejas. Tenía los labios pintado de un color rojo muy llamativo y demasiado rubor. Sus ojos eran de un verde muy bonito, pero estaban ocultos tras una gran capa de rímel. Y no parecían tan bonitos con semejantes ojeras debajo.

- Siéntate. – espetó ella. Parecía más una orden que una invitación.

Rubius se sentó en la silla que había frente al escritorio. Era todo lo que había en la habitación, además de un cubo de basura y una gran ventana en la pared de la izquierda; a través de ella podía verse cómo iban y venían personas, algunas con los uniformes de la empresa y otras sin ellos.

Carmen se sentó del otro lado del escritorio, con cara de pocos amigos. Era evidente que le hubiera gustado más gastar su tiempo en otra cosa, y no en la entrevista de un crío.

- Dime, Rubén. – Carmen lo miró con desgana. - ¿Por qué quieres trabajar aquí?

- Bueno, yo... - él supo que cualquier cosa que dijera no sería suficiente para Carmen, pero intentó. – Me gustaría trabajar y tener... ya sabe, mi propio dinero. Quiero ayudar a mi madre con los gastos de la casa para que no cargue con todo ella sola. – Técnicamente no es mi madre, pero una sola mentira no hace daño. – Es por eso que pensé que... podía trabajar aquí.

- ¿Por qué?

- Bueno, pues porque... soy bueno haciendo varias cosas a la vez. Creo que podría sobrellevar este trabajo.

- ¿Por qué?

- Pues porque no me agoto fácil.

- ¿Ah, sí?

- Sí. – ahora la conversación se asemejaba más a un desafío. – Este no es mi primer trabajo, ¿sabe? En mi anterior empleo, tenía que atender la caja registradora, limpiar y hacer trabajos pesados. Todo al mismo tiempo.

- ¿Y por qué no conservas ese empleo hoy en día? – Carmen enarcó las cejas, socarrona.

Mierda. Piensa, Rubén, piensa.

La mujer había comenzado a sonreír como una hiena. Al parecer, se había dado cuenta de que lo había pillado. Rubén sabía que si decía que lo habían despedido, lo sacaría de aquella oficina de una patada en la frente.

Carmen parecía a punto de decir algo; probablemente algún comentario despectivo, a juzgar por su cara. Pero entonces Rubén soltó:

- Renuncié.

La sonrisa de Carmen se borró de su rostro.

- No me digas. – comentó ella. – No creo que a nuestra empresa le guste contratar a un niño que de un día para el otro podría renunciar, ¿sabes?

- No, yo no-

- ¿Por qué renunciaste?

- Pues... porque sabía que no era lo mejor para mí. Yo sé que puedo progresar cada vez más, con-

- Así que, ¿dices que puedes progresar aquí?

- Sí, con-

- Y cuando ya hayas progresado, ¿renunciarás para progresar en otra parte?

- Sí. Es decir, no en el sentido en que-

- ¿Has cuidado a tu hermano pequeño alguna vez?

- ¿Eh?

- ¿Has cocinado, atendido a un niño y planchado la ropa al mismo tiempo?

- ¿Qué tiene que ver eso con-

- ¿Tienes hijos?

- No.

- No sé si sepas lo que es hacer varias cosas a la vez, Rubén. – Carmen se echó hacia atrás en su asiento, con una sonrisa fanfarrona. A Rubén le pareció que, si Carmen hubiera hecho ese movimiento una pizca más fuerte, habría tumbado la silla. De repente, deseó que lo hiciera.

- Aprendo rápido. – Rubén la imitó y se inclinó hacia atrás, desafiante. Sabía que con aquella actitud de burlón no conseguiría el trabajo, pero qué más daba.

- Verás, Rubén. – espetó ella. – Nosotros contratamos gente mayor de edad, pero aceptamos niños de dieciséis y diecisiete años. ¿Sabes por qué? – Rubén guardó silencio como respuesta. – Porque queremos ayudarlos a madurar. – continuó ella. – Queremos darles la oportunidad de asomar la cabeza hacia el mundo de los adultos, para que vean que la vida no es sencilla. Y así, que se vayan acostumbrando a las responsabilidades, - Carmen se inclinó hacia Rubén. – el cansancio – se acercó un poco más. – y la disciplina. – dio un golpe en la mesa, poniendo más énfasis en la última palabra. - ¿Tú crees que podrás llegar algún día a eso, Rubén? ¿A la disciplina? – Rubén abrió la boca para decir algo, pero ella lo interrumpió. – Porque yo no lo creo. – se le dibujó en el rostro una sonrisa de víbora.

Rubén se la quedó mirando. Estaba entre decirle << Necesitas aplicarle más disciplina a tu dieta >> ó << Tendrías que disciplinar tu papada, porque baila mientras me hablas >>, pero antes de que pudiera decidirse por una de las dos, se abrió una puerta en la que Rubén no había reparado antes. Era blanca, como las paredes, y estaba justo al lado de la gran ventana.

A través de ella se asomó un hombre de unos treinta años. Llevaba la camisa arrugada y los anteojos se le resbalaban lentamente por la nariz.

- Carmen, - le dijo – Sottelo te llama.

Ella le echó una mirada asesina.

- Dile que espere. Estoy ocupada aquí.

- No, no lo entiendes-

- Iré en un minuto.

- Sottelo dice que el jefe quiere verte.

Carmen se tensó como un alambre. Se volvió hacia el hombre.

- ¿Qué? – parecía completamente pasmada.

- El jefe quiere verte. Ahora.

Carmen estaba impactada. Por lo que parecía, no era muy normal que el "jefe" quiera ver a sus empleados.

- ¿D-dónde...? – balbuceó ella.

- Está aquí afuera.

- ¿¡Q-Q-Q...!?

El hombre le hizo un gesto para que se tranquilizara, en plan << Cálmate, mujer, que va a oírte >>.

- V-vale. – balbuceó otra vez. El hombre se fue por donde había venido.

Carmen se levantó de la silla (a duras penas). Su asiento pareció rechinar de alivio. Intentó arreglarse un poco el cabello, se retocó la ropa, aunque estaba perfectamente planchada, y se acercó a la puerta.

Se volvió hacia Rubén, apuntándolo con un dedo.

- No he acabado contigo. – le soltó, en un tono muy bajo. – Quédate aquí.

Atravesó el umbral y cerró la puerta detrás de sí.

Rubén se preparó mentalmente para esperar allí una hora, o quizás dos.

Tamborileó los dedos sobre la mesa. El sonido resonó por toda la fría habitación. Sabía muy bien que no le darían el trabajo. Mejor dicho, que Carmen no le daría el trabajo; si le hubiera tocado alguien más... normal para entrevistarlo, estaba seguro de que tendría el empleo en el bolsillo.

Pasaron cinco minutos. Ya sentía el trasero cuadrado. Se inclinó hacia atrás, estirándose, y pudo ver a Carmen por la ventana. A duras penas, alcanzó a ver que movía los brazos suavemente, casi con miedo. Le hablara a quien le estuviera hablando, no lo miraba a los ojos. Tenía la vista puesta en el suelo.

Rubén alcanzó a leerle los labios una sola vez, y fue cuando dijo << Sí, señor >>. Asintió una vez con la cabeza y se acercó a la puerta de la oficina. Rubén hizo como si no hubiera estado espiando ni nada por el estilo.

Cuando abrió la puerta, Carmen parecía bastante consternada. Cerró detrás de sí y miró a Rubén desde donde estaba parada, sin querer (o sin poder) moverse.

- Estás contratado. – dijo con amargura.

A Rubius se le abrieron los ojos de par en par. Aquello no se lo esperaba. Para nada. De hecho, estaba esperando un << Lárgate >>.

- ¿Qué? – soltó él. - ¿Por qué?

Carmen lo miró.

- No lo sé.

Por más amargura y desprecio que hubiera en su voz, Rubén supo que la mujer decía la verdad. Rubius se volvió instintivamente hacia la ventana. En ese mismo momento, un hombre cruzó frente a ella, del otro lado del vidrio. Caminaba lento, como si no tuviera ninguna prisa; vestía un traje gris que aparentaba ser muy caro y llevaba el cabello negro bien peinado. Debía tener, como mucho, cuarenta años.

Tenía toda la pinta de ser el jefe.

Al tiempo que Rubén lo miraba, el hombre se volvió y clavó sus ojos oscuros en él. Le sonrió e inclinó la cabeza, a modo de saludo. Rubén estaba tan extrañado que no hizo nada más. Solo se lo quedó mirando hasta que desapareció.

- ¿Quién es ese-

- Ven mañana a las dos de la tarde. – le interrumpió Carmen.

- ¿A las dos? ¿No era a las tre-

- Vendrás una hora antes para que te enseñe cómo funciona todo. – Carmen suspiró, caminó hasta la silla y, con otro suspiro, se dejó caer en su asiento. – Rubén, - le dijo, con toda la sinceridad del mundo. – hazme un favor y sal de mi oficina.

Trabajar en McDonald's no era difícil.

Era agotador.

Rubén ni siquiera tenía tiempo para pensar en el cansancio. Estaba todo el tiempo de aquí para allá, friendo las papas o armando las hamburguesas. A veces, y solo a veces, le tocaba estar en la caja registradora, lo cual era un alivio, porque por lo menos no tenías que moverte ni tenías la presión del tiempo sobre ti.

Recién era su segundo día y ya se había acostumbrado al ajetreo y al olor a comida chatarra que se le quedaba impregnado en el cuerpo, sobre todo en las manos y el cabello.

Hasta tenía un amigo, Tobías.

- ¿Cómo vas con esas papas? – le preguntó Tobías desde la zona de envoltura, que estaba a unos dos metros.

- Creo que bien. – contestó Rubén, casi automáticamente. Si se desconcentraba, se le caería todo el aceite (ya le había pasado).

- Odio esto. – dijo Tobías.

Rubén se compadeció de él. También odiaba envolver. Era una mierda. Tenías que hacerlo muy rápido y cada vez llegaban más y más hamburguesas esperando a ser envueltas y empacadas. La primera vez que lo había hecho, le habían temblado tanto las manos que se le cayó una hamburguesa entera al suelo.

Se había ganado una buena reprimenda de Carmen sobre la falta de concentración y disciplina; lo había regañado delante de Tobías, de sus otros compañeros de trabajo y de todos los clientes.

Lo malo de trabajar en McDonald's era que tenías que cumplir muchas funciones, no una sola. Es decir, tenías que aprender a envolver, a freír, a armar hamburguesas, a cocinar la carne, a lavar los alimentos, a atender con rapidez en la caja registradora, a llenar los vasos de bebidas sin volcarlos, a lidiar con las quejas de los clientes, a limpiar, y miles de tareas más; todo eso podías hacerlo en media hora, si te tocaba.

- Maldita sea. – masculló Tobías. - ¿Cuánto falta para que termine el turno?

Rubén miró el gran reloj de la pared. Eran las cinco y diez.

Sonrió.

- Oye. – Rubius llenó la última caja de papas fritas y abandonó su estación de trabajo. Se acercó a Tobías. - ¿Podrías cubrirme hoy?

Tobías rió como si Rubén hubiera contado un buen chiste.

- Sí, claro. ¿Algo más? ¿Quieres que te pasee el perro también? ¿Qué te planche la ropa? ¿Qué estudie por ti? ¿Quieres que me acueste con tu novia también?

- Hablo en serio.

- Yo no. – replicó Tobías, ahora muy serio. - ¿Cómo se supone que cubra dos turnos? ¿A caso crees que tengo seis brazos?

- Por favor. – lo miró con su mejor cara de desesperación. – Es mi hermana pequeña. Tengo que ir a buscarla.

- Mira, Rubén. Lo haría si pudiera, pero-

- No la veo desde hace una semana, Tobías. – se lo quedó mirando. No quería manipularlo con eso, pero tenía que ir a recoger a Ginny. Se lo había prometido.

Tobías bajó la mirada al suelo.

- No lo sé, hombre. Yo... - vaciló.

- Por favor. – insistió.

Tobías clavó en él sus ojos celestes. Puso cara de pocos amigos y suspiró.

- Vale. Lo haré. – dijo. Rubén sonrió de oreja a oreja. – Pero solo por esta vez. – le advirtió.

- Será la única vez. Lo prometo. – asintió mientras se alejaba.

Rubén sabía que eso no era cierto. Aquella no era ni por mucho la última vez que ocurriría.

Atravesó la zona de la cocina en dos segundos. Atravesó el umbral de la puerta que daba hacia el interior del edificio. Entró a la habitación donde había dejado sus cosas en un casillero, como todos los demás, y tomó su mochila. Se cambió en el baño en menos de un minuto, dobló el uniforme pulcramente e iba a entregarlo en la recepción (a la que había ido para que le hagan la entrevista) cuando se topó con un toro furioso que le obstruía el paso.

O lo más parecido a un toro furioso que había allí.

Carmen.

- ¿A dónde vas? – preguntó ella, con una enorme sonrisa de arpía en el rostro. – Tu turno termina a las siete.

Mierda, pensó Rubén. Mierda, mierda, ¡MIERDA! Ella no me dejará ir. No había pensado en eso.

- Yo... tengo que... Es una emergencia. – soltó.

- ¿Ah, sí? ¿Qué clase de emergencia?

- Yo... pues... verá, mi hermana pequeña...

- ¿Sí? ¿Qué sucede con ella?

- Yo... tengo que ir a buscarla a su escuela ahora, porque... se lastimó.

- ¿De verdad?

- Sí. Me llamaron a mí porque mi madre está-

- Dime, ¿cómo te llamaron si no puedes tener tu celular encima mientras trabajas? – aquello hizo a Rubén tragar saliva. – Ya sabes que está prohibido. Es una de las reglas.

- Sí... eso... pues, yo...

Joder.

- Rubén. – dijo ella, orgullosa de sí misma. – Estás depedid-

- Carmen. – dijo una voz grave. - ¿Qué sucede aquí?

Ella abrió los ojos de par en par. Se volvió.

- J-jefe. – murmuró, impactada.

El hombre que había detrás de ella era el mismo que había saludado a Rubén el otro día, a través de la ventana.

Da miedo, pensó, tragando saliva otra vez.

Llevaba puesto un traje negro, muy caro, por lo que se podía ver; sus zapatos estaban tan lustrados que Rubén podía verse reflejado en ellos. El hombre llevaba el cabello bien peinado, igual que la primera vez que Rubius lo había visto, y sus ojos oscuros seguían siendo tan profundos como entonces. Ahora que estaba más cerca, pudo ver que estaba muy bien afeitado; su mandíbula era fuerte y prominente, y tenía, además, un fuerte olor a colonia.

- Verá, señor. – explicó Carmen, con un temblor en la voz mal disimulado. – Este muchacho estaba yéndose antes de que terminara su turno, que, por cierto, finaliza dentro de dos horas. Estaba intentando salir sin permis-

- ¿Por qué haces algo así, Rubén? – preguntó el jefe, interrumpiéndola.

Sabe mi nombre, fue en lo único en lo que pudo pensar Rubius, aturdido. El muy desgraciado sabe mi nombre. ¿Cómo cojones...?

- Tengo que ir a buscar a mi hermana pequeña, señor. – dijo, muy seguro de sí mismo. Levantó la barbilla para mirarlo a los ojos. – Tengo que irme ahora.

Carmen parecía al borde de un ataque de pánico. Rubén casi podía oírla. << ¿¡Cómo te atreves a hablarle así al jefe!? ¡Más respeto a tus superiores! ¡Niño maleducado! ¡La disciplina bla, bla, bla! >>.

Sin embargo, al jefe no pareció molestarle su actitud arrogante. Por el contrario, pareció agradarle, puesto que sus labios insinuaron una sonrisa cómplice para con Rubén.

- ¿Es una emergencia? – inquirió el hombre.

- Sí, señor. – afirmó, asintiendo una vez con la cabeza.

- Pues entonces no le veo el problema. – el jefe se encogió de hombros, mirando a Carmen.

Rubén y Carmen dieron un respingo al mismo tiempo. Evidentemente, ninguno de los dos se esperaba que lo dejaran ir.

- P-p-p-pero, señor, - Carmen no podía dejar de balbucear. – ¿q-q-quién va...? ¿quién cumplirá el turno de-

- ¿Por qué no vas y lo cubres, Carmen? Así los pedidos no se atrasan.

- ¿Eh? – ella abrió los ojos como platos, horrorizada. - ¿Quiere que trabaje en la cocina?

- ¿Por qué no? – el jefe parecía estar divirtiéndose tanto como Rubén, pero Rubén lo disimulaba mejor. – Anda, ve a recepción y pide un uniforme. Ah, y, ya que vas, ¿por qué no dejas esto, también? – tomó el uniforme de Rubén, quitándoselo del brazo, y se lo tendió a Carmen.

Ella no podía creerlo. Parecía estar debatiéndose entre el miedo y la indignación. Su odio hacia Rubén competía contra el respeto que se veía obligada a tener hacia su jefe.

Con un suspiro de autocontrol, Carmen apretó las manos en puños, canalizando toda su furia, y tomó el uniforme de Rubén que su jefe le tendía.

- Sí, señor.

Y se retiró hacia la recepción.

Rubén miró al hombre, sin poder creerlo aún.

- Gracias, señor.

Éste le sonrió, colocándole una mano en el hombro.

- Apúrate, hijo. – soltó. Y siguió caminando por el pasillo.

Rubén se lo quedó mirando hasta que desapareció por la esquina. Luego salió corriendo.

Una de las mejores sensaciones del mundo, sabía Rubén, era ver cómo a tu hermana pequeña se le iluminaban los ojos cuando te veía.

Era un momento tan único... uno de los pocos en los que verdaderamente se sentía feliz.

- ¡RUBY! – gritó ella cuando lo vio, a la salida del colegio.

Corrió hacia él, con su gran mochila rebotándole en la espalda, y lo abrazó, rodeándole las piernas con sus pequeños bracitos.

- Hola, Ginny. – Rubén sonrió.

- Sabía que te acordarías. – dijo ella, mirándolo con sus ojos llenos de ilusión.

- Ojalá hubiera podido olvidarme de ti. – soltó Rubén, alzándola en sus brazos.

Ella rió.

- Cállate. ¿A dónde vamos?

- No lo sé. – dijo él; le quitó la mochila y se la colgó a su espalda, mientras cargaba a Ginny con un solo brazo. – A donde tú quieras.

- Me gustaría ir a Disney.

Rubén soltó una carcajada.

- Creo que lo dejaremos para la próxima. ¿Qué me dices si no salimos del país hoy?

- Tengo hambre.

- Pues vamos a comer algo. – le sonrió. Ya había comenzado a caminar. - ¿Qué me dices de una merienda? Podemos ir al café que está aquí a dos calles. Venden donas.

Rubén vio que Ginny no parecía muy convencida.

- De acuerdo. – dijo él. - ¿Qué me dices de un helado?

A su hermana se le iluminaron los ojos.

- ¡SÍ!

Él rió.

- Vale. Pero no me digas qué sabores quieres. A ver si recuerdo cuáles son.

- Chocolate con almendras y frutilla al agua.

- ¡NO! ¡TE HE DICHO QUE NO ME...! ¡AGH, GINNY!

Ginny estalló en risas.

La heladería a la que fueron era grande y tenía azulejos blancos y azules por todas las paredes. Dos ventiladores giraban en el techo, perezosos. Por suerte no había mucha gente, porque había pocas mesas. Solo un hombre mayor que leía el periódico y una pareja de novios que daban de comer helado el uno al otro. Rubén hizo que Ginny se sentara de espaldas a ellos, para que no se traumara.

- ¿Y? ¿Qué me dices? – Rubén la miró alzando las cejas, al tiempo que devoraba su helado. - ¿Extrañabas a tu hermano?

- Extrañaba el helado. – admitió ella, mientras le dama un buen lametón al suyo. Sus piecitos no llegaban al piso, por lo que los balanceaba adelante y atrás en el aire.

Él rió.

- ¿Cómo te va en la escuela? – preguntó Rubén, acomodándole un mechón de cabello marrón detrás de la oreja.

- Bien. ¿A ti?

- Bien.

Ambos sabían estaban mintiendo.

- Vale. – dijo él. – Seré sincero si tú eres sincera.

- Vale.

- A mí no me va muy bien. De hecho, me suspendieron por una semana.

- ¿Por eso estabas triste el día que fuiste a verme?

Rubén intentó que ese comentario no lo afectara.

- Sí. Por eso.

- Y, ¿hoy estás triste por eso también?

- No lo sé.

- ¿Por qué te suspendieron?

- Eso ya no importa.

- Dímelo.

- Golpeé a alguien. – no era su intención decírselo, pero Ginny era muy persuasiva.

- ¿Alguien malo?

- Sí, si quieres ponerlo así, sí.

- No tendrían que haberte suspendido.

- Me da igual. ¿Y tú? ¿Cómo te va en tu primer año de primaria?

- Mal.

Rubén se tensó y recordó el niño que la molestaba.

- ¿Es por ese tal Nick?

- Sí. Pero hay también otros niños. Me molestan porque soy pequeña. Pero-

- ¿Cómo se llaman esos niños?

- ¿Eh?

- ¿Cuáles son sus nombres?

- ¿Para qué-

- Solo dímelos.

Ginny lo miró en plan << Déjate de gilipolleces >>.

- Ruby, puedo con ellos. Soy más fuerte.

- ¿Cuántos años tienen? – Rubius sentía un calor subiéndole por todo el cuello. Le hormigueaban las manos. Quería golpear algo. Echó mucho de menos su bolsa de boxeo.

- Vale, son más grandes. Pero-

- Es que no entiendo por qué son tan capullos. – golpeó la mesa con una mano. – ¿Por qué tienen que meterse con una niña? Y además una que es más chica que ellos. Si tantos cojones tienen, que vayan y que se peleen con alguien de su edad.

- Rubén. No golpees la mesa. El heladero se enojará.

- Si es necesario, golpearé al heladero también.

Ginny se lo quedó mirando, muy seria.

- El heladero no tiene nada que ver.

- No voy a meterme con esos niños. – le dijo, mirándola fijamente. – Pero si alguno de ellos vuelve a molestarte, dile que tu hermano mayor Rubén los esperará en la puerta para cuando salgan. Y tendremos una charla. O mejor, diles que no te molesten más si no quieren que les rompa los dientes. ¿De acuerdo?

- Pero, Ruby, ¿cómo-

- Tranquila, no haré nada de eso. Pero si se los dices se cagarán encima y no te molestarán más. Ahora, si se los dices y te siguen molestando, ahí tendré que actuar. – de un mordisco, se devoró la última parte del helado que le quedaba y se limpió la boca con un papel. – Estoy diciendo muchas malas palabras. Espero que no repitas ninguna de ellas.

- No seas gilipollas.

- ¡GINNY!

Ginny soltó una carcajada.

- De acuerdo. – ella alzó las manos. – No malas palabras. Lo capto.

- Más te vale. O haré que comas jabón.

- ¡Qué asco! ¡No!

Hablaron un rato más de cosas nimias hasta que Ginny se acabó el helado. Rubén le limpió la barbilla, se colgó la mochila de su hermana al hombro y caminaron hacia su casa tomados de las manos.

No hacía frío, pero tampoco hacía calor. Ya eran las seis y media y el sol había bajado bastante. En media hora, quizá más, sería de noche. Rubius, sin embargo, siguió caminando lentamente.

No quería despedirse de su hermana menor. Quería que aquel momento durase para siempre. La mano que Ginny aferraba a la suya le transmitía una paz increíble, como si los problemas no fueran problemas; como si las cosas malas no fueran tan importantes como parecían.

- ¿Cómo está mamá? – preguntó él. No sabía si quería hablar del tema o no, pero sentía que tenía que hacerlo. Por lo menos con Ginny. Ella merecía una explicación.

- Te extraña. – dijo ella. Lo dijo como si nada, pero para Rubén fue como una puñalada en el pecho. – Se siente culpable. Desde que papá se fue, ha estado... mal.

El corazón le dio un vuelco. Había olvidado eso.

Mangel se lo había dicho el lunes, cuando caminaban para su casa. << Tu madre me dijo que te dijera... que Horace se fue >>.

Había sentido una furia abrasadora. Hasta recordaba haberle pegado un puñetazo a un poste de luz. Aún tenía la marca en la mano.

Todo para nada.

Casi había podido sentir el dolor del corazón de su madre como si fuera el suyo. Ginny había crecido así, con un padre que iba y venía cuando quería, así que a ella no le afectaba tanto.

Y a Rubén...

A Rubén le daban ganas de quemar el mundo entero, como si todos tuviesen la culpa.

- Lo siento, Ginny. – murmuró.

Ella alzó sus enormes ojos hacia él.

- ¿Eh?

- Lo siento. No debería... no debería haberte dejado. No debería haberme ido.

- Ruby-

- Te prometo... Ginny, te prometo que en cuanto tenga una casa propia, podrás venir todos los días. Podrás vivir conmigo si quieres. Yo... cocinaré, te llevaré a la escuela, iré a todos tus actos escolares, tendrás tu propia habitación y hasta podemos tener un gato. ¿Qué dices?

Ginny tenía la boca entreabierta, como si no pudiera creerlo. La felicidad le fue transformando el rostro poco a poco.

- ¡Digo que sí!

Rubén miró a su hermana. Le sonrió.

Todo estará bien, quiso decirle. Pero no le salían las palabras de la boca.

Todo irá bien esta vez, Ginny.

Lo prometo.

Te lo prometo.

- ¿Tomaremos helado mañana también? – preguntó Ginny.

Estaban al lado de la puerta del departamento. Rubén no había tocado la puerta aún; no quería ver a su madre más de lo necesario.

- No puedo venir mañana. – admitió Rubius, bajando la mirada. No podía arriesgarse a que no lo dejaran salir del trabajo antes de que finalizara su turno otra vez.

- ¿Volverás?

Él la miró. Ginny lo miraba como si la hubiese lastimado; los ojos grandes, imploradores; la boca pequeña; la manito que aún se aferraba a la de él temblaba. Rubén sintió que su corazón se partía, pedazo a pedazo, lentamente.

- Claro que sí. – se arrodilló ante ella, débil. - ¿Te parece si voy a buscarte el Martes?

A Ginny se le volvió a iluminar la mirada.

- ¡SI!

- Ven aquí. – Rubén la apretujó contra él.

Ginny era una de las cosas más débiles que había en el mundo, y sin embargo, ella era su debilidad.

- N-no p-puedo... res-pirar. – soltó Ginny.

Rubén la soltó y la miró.

- Anda. – le dio un golpecito en la nariz, al tiempo que le tendía la mochila. – Ve adentro.

- Adiós, Ruby. – le sonrió. Se colgó sus cosas al hombro y puso una mano sobre el picaporte.

Ginny abrió la puerta, entró y la cerró.

Rubén bajó por las escaleras, antes de que su madre saliera al pasillo para decirle algo, o pedir disculpas.

Rubius salió a la calle. Respiró profundamente. Una brisa fresca le agitó el cabello y le acarició la piel. El sol se había ocultado ya; en el cielo solo quedaban rastros de lo que había sido luz. Las farolas de las aceras se habían encendido y la poca gente que quedaba dando vueltas se apresuraba a llegar a su casa.

- Por fin te has dignado a regresar. – dijo una voz a sus espaldas.

El primer instinto de Rubén fue ponerse en posición defensiva. Automáticamente, se volvió hacia su oponente; colocó un pie adelante y otro atrás; alzó las manos para frenar cualquier tipo de golpe.

Sin embargo, Horace no parecía dispuesto a atacar.

Por el contrario, se lo veía muy relajado. Tanto que rió.

- Tranquilo, hijo. – le sonrió. Cuando sonreía, su rostro era igual al de una hiena. – ¿Qué te piensas que voy a hacerte?

- Te ves muy relajado teniendo en cuanta que la última vez que nos vimos te molí a golpes. – soltó Rubén.

No quedaba resto de la felicidad de hacía un instante. Ahora, todo lo que el cuerpo de Rubén le sentía, era la necesidad de golpear a su padre hasta dejarlo inconsciente. Se sorprendió de sus propios pensamientos.

Horace volvió a reír. Era, más bien, una carcajada sarcástica.

- Sí – dijo –, espero que no vuelvas a hacer eso, o me veré obligado a responder esta vez.

Lo decía sonriendo, como una broma. Pero Rubén sabía que había más verdad en esas palabras que en muchas otras.

- ¿Qué haces aquí? – inquirió Rubén. Intentó disimular la tensión en su voz. No pudo.

- ¿Eh? – Horace miró el edificio, como si no se hubiera percatado de que estaba allí. – Oh, nada. Solo paseaba. Iba a pasar a saludar a tu madre, pero ahora no me parece una buena idea. – sonrió con malicia.

- Aléjate de mi madre.

- ¿Que me aleje? ¿Qué? ¿Igual que tú?

Aquello sí fue una puñalada en el corazón.

- Yo no la lastimo. – dijo Rubén.

- ¿Eso crees? – Horace cambió el peso de su cuerpo de una pierna a la otra. – Tu madre está destrozada. Odia estar sola. Es decir, tiene a Ginny, pero... tú sabes, Ginny es solo una niña. – sonrió en plan << Tú me entiendes >>.

Vuelve a mencionar a mi hermana, pensó Rubius, y te parto la cara.

- Beatrice te extrañaba tanto – prosiguió Horace –. Estaba todo el día pensando en ti. Rubén, Rubén, mi hijo, ¿dónde estará?, bla, bla, bla. Era agotador. Intenté hacerla comprender que no volverías. Ya sabes. Pero no funcionó. Así que me fui. – Horace volvió a sonreír ampliamente. – Aunque, por lo que veo, me equivoqué. – Miró a Rubén de arriba abajo. – Volviste. Pero, ¿qué te ha sucedido, hijo? – el hombre dio un paso hacia él y estiró un brazo. Le alzó el mentón. Rubius apretó los dientes, conteniendo el impulso de apartar la barbilla. – Estás destruido – dijo. Y lo soltó.

- Estoy bien – contradijo Rubén, sin comprender.

Su padre rió. Una carcajada que resonó a lo largo de las calles vacías.

- Estás bien por fuera – Horace alzó un dedo y le señaló ambos ojos. – ¿A caso crees que no puedo ver a través de esos ojos tuyos? Tus ojos son mis ojos, hijo.

- Eso no es cierto.

- Está bien, no lo admitas. Pero te diré algo. – Horace se le acercó, amenazador, sonriendo como una serpiente, y le dijo al oído: - Te pareces más a mí de lo que crees.

Rubén se quedó paralizado. Sus huesos se congelaron y su corazón se detuvo por un momento. Siguió con la mirada a su padre, quien continuó caminando.

El auto de Horace estaba estacionado en la acera, a unos metros del edificio. El hombre abrió la puerta del conductor, la cerró y encendió el motor. Bajó la ventanilla y lo miró.

- No sé qué esperabas, Rubén. Por desgracia para ti, yo siempre seré tu padre. Y por desgracia para ti, tú siempre serás mi hijo.

- Deja a mamá y a Ginny en paz – fue lo único que pudo decir, a penas sin balbucear.

- Déjalas en paz, Rubén – dijo Horace, en cambio. Aquello lo sorprendió. Sabía que su padre decía muchas mentiras. Sabía que era un muy buen manipulador. Pero ya no sabía qué creer. Así que lo escuchó, y con cada palabra, se hundió aún más en su depresión. – Déjalas en paz. Deja de lastimarlas. Deja de ir y venir todo el tiempo. Lo único que haces es confundirlas más. ¿Eso es lo que quieres para Ginny? ¿A caso quieres que crezca teniendo un hermano que a veces se acuerda de ella y a veces no? ¿Quieres que tu madre se odie a sí misma por el resto de su vida, en vez de odiarte a ti y seguir con su vida? – Y, mientras subía la ventanilla, agregó: - piénsalo, Rubén.

Y se fue.

Dejándolo así.

Destruido.

DAMNDAMNDAMNDAMDNAMDNANDMASNDKAJNSKIDF. ¿Qué les pareció? OmO

Sí, es muy largo, lo sé. ¿Cómo prefieren los capítulos? Así, largos, como los últimos que estoy subiendo, o más cortos? Díganme, su opinión es importante <3

Y, siendo sinceros, ¿les gusta el fic?

Les aseguro que viene salseo. Salseo del bueno.

Gracias por seguir leyendo. SON LO MEJOR DEL MUNDO.

PD: 11k LECTURAS O MAI GUDNES TIS IS SO MUCH  FOR MAI BODI <3

PD2:  AAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAA

 - Este capítulo está dedicado a TsumikiDePhantomhive, que el capítulo pasado murió (?) Gracias por estar ahí siempre, lectora fiel <3





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