El servicio de autobús del hotel Hyatt acababa de cerrar las puertas a pocos pasos de
donde me encontraba.
— ¡Espere! ——grité al tiempo que corría y le hacía señas al conductor.
—Éste es el autobús del Hyatt —dijo el conductor confundido al abrir la puerta.
—Sí. Allí es adonde voy —contesté con la respiración entrecortada, y subí
apresuradamente los escalones.
Al no llevar equipaje, me miró con desconfianza, pero luego se encogió de hombros y
no se molestó en hacerme más preguntas.
La mayoría de los asientos estaban vacíos. Me senté lo más alejado posible de los
restantes viajeros y miré por la ventana, primero a la acera y después al aeropuerto, que se iba
quedando atrás. No pude evitar imaginarme a Jungkook de pie al borde de la calzada, en el
lugar exacto donde se perdía mi pista. No puedes llorar aún, me dije a mí mismo. Todavía me
quedaba un largo camino por recorrer.
La suerte siguió sonriéndome. En frente del Hyatt, una pareja de aspecto fatigado estaba
sacando la última maleta del maletero de un taxi. Me bajé del autobús de un salto e
inmediatamente me lancé hacia el taxi y me introduje en el asiento de atrás. La cansada pareja
y el conductor del autobús me miraron fijamente.
Le indiqué al sorprendido taxista las señas de mi madre.
—Necesito llegar aquí lo más pronto posible.
—Pero esto está en Scottsdale —se quejó.
Arrojé cuatro billetes de veinte sobre el asiento.
— ¿Es esto suficiente?
—Sí, claro, chico, sin problema.
Me recliné sobre el asiento y crucé los brazos sobre el regazo. Las calles de la ciudad,
que me resultaba tan familiar, pasaban rápidamente a nuestro lado, pero no me molesté ni en
mirar por la ventanilla. Hice un gran esfuerzo por mantener el control y estaba resuelto a no
perderlo llegada a aquel punto, ahora que había completado con éxito mi plan. No merecía la
pena permitirme más miedo ni más ansiedad. El camino estaba claro, y sólo tenía que
seguirlo.
Así pues, en lugar de eso cerré los ojos y pasé los veinte minutos de camino
creyéndome con Jungkook en vez de dejarme llevar por el pánico.
Imaginé que me había quedado en el aeropuerto a la espera de su llegada. Visualicé
cómo me pondría de puntillas para verle el rostro lo antes posible, y la rapidez y el garbo con
que él se deslizaría entre el gentío. Entonces, tan impaciente como siempre, yo recorrería a
toda prisa los pocos metros que me separaban de él para cobijarme entre sus brazos de
mármol, al fin a salvo.
Me pregunté adonde habríamos ido. A algún lugar del norte, para que él pudiera estar al
aire libre durante el día, o quizás a algún paraje remoto en el que nos hubiéramos tumbado al
sol, juntos otra vez. Me lo imaginé en la playa, con su piel destellando como el mar. No me
importaba cuánto tiempo tuviéramos que ocultarnos. Quedarme atrapado en una habitación de
hotel con él sería una especie de paraíso, con la cantidad de preguntas que todavía tenía que
hacerle. Podría estar hablando con él para siempre, sin dormir nunca, sin separarme de él
jamás.
Vislumbré con tal claridad su rostro que casi podía oír su voz, y en ese momento, a
pesar del horror y la desesperanza, me sentí feliz. Estaba tan inmerso en mi ensueño escapista
que perdí la noción del tiempo transcurrido.
—Eh, ¿qué número me dijo?
La pregunta del taxista pinchó la burbuja de mi fantasía, privando de color mis
maravillosas ilusiones vanas. El miedo, sombrío y duro, estaba esperando para ocupar el vacío
que aquéllas habían dejado.
—Cincuenta y ocho —contesté con voz ahogada.
Me miró nervioso, pensando que quizás me iba a dar un ataque o algo parecido.
—Entonces, hemos llegado.
El taxista estaba deseando que yo saliera del coche; probablemente, albergaba la
esperanza de que no le pidiera las vueltas.
—Gracias —susurré.
No hacía falta que me asustara, me recordé. La casa estaba vacía. Debía apresurarme.
Mamá me esperaba aterrada, y dependía de mí.
Subí corriendo hasta la puerta y me estiré con un gesto maquinal para tomar la llave de
debajo del alero. Abrí la puerta. El interior permanecía a oscuras y deshabitado, todo en
orden. Volé hacia el teléfono y encendí la luz de la cocina en el trayecto. En la pizarra blanca
había un número de diez dígitos escrito a rotulador con caligrafía pequeña y esmerada. Pulsé
los botones del teclado con precipitación y me equivoqué. Tuve que colgar y empezar de
nuevo. En esta ocasión me concentré sólo en las teclas, pulsándolas con cuidado, una por una.
Lo hice correctamente. Sostuve el auricular en la oreja con mano temblorosa. Sólo sonó una
vez.
—Hola, Tae ——contestó James con voz tranquila— Lo has hecho muy deprisa. Estoy impresionado.
— ¿Se encuentra bien mi madre?
—Está estupendamente. No te preocupes, Tae, no tengo nada contra ella. A menos que
no vengas solo, claro —dijo esto con despreocupación, casi divertido.
—Estoy solo.
Nunca había estado más solo en toda mi vida.
—Muy bien. Ahora, dime, ¿conoces el estudio de ballet que se encuentra justo a la
vuelta de la esquina de tu casa?
—Sí, sé cómo llegar hasta allí.
—Bien, entonces te veré muy pronto.
Colgué.
Salí corriendo de la habitación y crucé la puerta hacia el calor achicharrante de la calle.
No había tiempo para volver la vista atrás y contemplar mi casa. Tampoco deseaba
hacerlo tal y como se encontraba ahora, vacía, como un símbolo del miedo en vez de un
santuario. La última persona en caminar por aquellas habitaciones familiares había sido mi
enemigo.
Casi podía ver a mi madre con el rabillo del ojo, de pie a la sombra del gran eucalipto
donde solía jugar de niño; o arrodillada en un pequeño espacio no asfaltado junto al buzón de
correos, un cementerio para todas las flores que había plantado. Los recuerdos eran mejores
que cualquier realidad que hoy pudiera ver, pero aun así, los aparté de mi mente rápidamente
y me encaminé hacia la esquina, dejándolo todo atrás.
Me sentía torpe, como si corriera sobre arena mojada. Parecía incapaz de mantener el
equilibrio sobre el cemento. Tropecé varias veces, y en una ocasión me caí. Me hice varios
rasguños en las manos cuando las apoyé en la acera para amortiguar la caída. Luego me
tambaleé, para volver a caerme, pero finalmente conseguí llegar a la esquina. Ya sólo me
quedaba otra calle más. Corrí de nuevo, jadeando, con el rostro empapado de sudor. El sol me
quemaba la piel; brillaba tanto que su intenso reflejo sobre el cemento blanco me cegaba.
Me
sentía peligrosamente vulnerable. Añoré la protección de los verdes bosques de Forks, de mi
casa, con una intensidad que jamás hubiera imaginado.
Al doblar la última esquina y llegar a Cactus, pude ver el estudio de ballet, que
conservaba el mismo aspecto exterior que recordaba. La plaza de aparcamiento de la parte
delantera estaba vacía y las persianas de todas las ventanas, echadas. No podía correr más,
me asfixiaba.
El esfuerzo y el pánico me habían dejado extenuado. El recuerdo de mi madre
era lo único que, un paso tras otro, me mantenía en movimiento.
Al acercarme vi el letrero colocado por la parte interior de la puerta. Estaba escrito a
mano en papel rosa oscuro: decía que el estudio de danza estaba cerrado por las vacaciones de
primavera. Aferré el pomo y lo giré con cuidado. Estaba abierto. Me esforcé por contener el
aliento y abrí la puerta.
El oscuro vestíbulo estaba vacío y su temperatura era fresca. Se podía oír el zumbido
del aire acondicionado. Las sillas de plástico estaban apiladas contra la pared y la alfombra
olía a champú. El aula de danza orientada al oeste estaba a oscuras y podía verla a través de
una ventana abierta con vistas a esa sala. El aula que daba al este, la habitación más grande,
estaba iluminada a pesar de tener las persianas echadas.
Se apoderó de mí un miedo tan fuerte que me quedé literalmente paralizado. Era incapaz
de dar un solo paso.
Entonces, la voz de mi madre me llamó con el mismo tono de pánico e histeria.
— ¿Tae? ¿Tae? —Me precipité hacia la puerta, hacia el sonido de su voz— ¡Tae,
me has asustado! —Continuó hablando mientras yo entraba corriendo en el aula de techos
altos— ¡No lo vuelvas a hacer nunca más!
Miré a mí alrededor, intentando descubrir de dónde venía su voz. Entonces la oí reír y
me giré hacia el lugar de procedencia del sonido.
Y allí estaba ella, en la pantalla de la televisión, alborotándome el pelo con alivio. Era el
Día de Acción de Gracias y yo tenía doce años. Habíamos ido a ver a mi abuela el año
anterior a su muerte. Fuimos a la playa un día y me incliné demasiado desde el borde del
embarcadero. Me había visto perder pie y luego mis intentos de recuperar el equilibrio. «¿Tae? ¿Tae?», me había llamado ella asustada.
La pantalla del televisor se puso azul.
Me volví lentamente. Inmóvil, James estaba de pie junto a la salida de emergencia, por
eso no le había visto al principio. Sostenía en la mano el mando a distancia. Nos miramos el
uno al otro durante un buen rato y entonces sonrió.
Caminó hacia mí y pasó muy cerca. Depositó el mando al lado del vídeo. Me di la
vuelta con cuidado para seguir sus movimientos.
—Lamento esto, Tae, pero ¿acaso no es mejor que tu madre no se haya visto
implicada en este asunto? —dijo con voz cortés, amable.
De repente caí en la cuenta. Mi madre seguía a salvo en Florida. Nunca había oído mi
mensaje. Los ojos rojo oscuro de aquel rostro inusualmente pálido que ahora tenía delante de
mí jamás la habían aterrorizado. Estaba a salvo.
—Sí —contesté lleno de alivio.
—No pareces enfadado porque te haya engañado.
—No lo estoy.
La euforia repentina me había insuflado coraje. ¿Qué importaba ya todo? Pronto habría
terminado y nadie haría daño a Eun Jin ni a mamá, nunca tendrían que pasar miedo. Me sentía
casi mareado. La parte más racional de mi mente me avisó de que estaba a punto de
derrumbarme a causa del estrés.
— ¡Qué extraño! Lo piensas de verdad —sus ojos oscuros me examinaron con interés. El iris de sus pupilas era casi negro, pero había una chispa de color rubí justo en el borde.
Estaba sediento— He de conceder a vuestro extraño aquelarre que vosotros, los humanos,
podéis resultar bastante interesantes. Supongo que observaros debe de ser toda una atracción.
Y lo extraño es que muchos de vosotros no parecéis tener conciencia alguna de lo interesantes
que sois.
Se encontraba cerca de mí, con los brazos cruzados, mirándome con curiosidad. Ni el
rostro ni la postura de James mostraban el menor indicio de amenaza. Tenía un aspecto muy corriente, no había nada destacable en sus facciones ni en su cuerpo, salvo la piel pálida y los
ojos ojerosos a los que ya me había acostumbrado. Vestía una camiseta azul claro de manga
larga y unos vaqueros desgastados.