Hora Veintitrés

By taquifilaxxia

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A finales de otoño de 2045, cuando desperté en el hospital de El Loto, la ciudad maldita a la que me enviaron... More

HORA UNO
Capítulo 1 - Tenemos todo el tiempo del mundo
Capítulo 2 - Le pondré un poco de música para que se relaje
Capítulo 3 - Se está bien en silencio
HORA DOS
Capítulo 5 - Los afortunados
Capítulo 6 - Va muy deprisa
Capítulo 7 - Veo que empieza a soltarse
Capítulo 8 - Siempre estaré cuando me necesite
Capítulo 9 - No es ninguna amenaza
HORA TRES
Capítulo 10 - Sólo estamos tú y yo
Capítulo 11 - La chica de los pecados
Capítulo 12 - ¿Se ha sorprendido?
HORA CUATRO
Capítulo 13 - La primera vez
Capítulo 14 - Por las noches (1/5)
Capítulo 15 - ¿A qué suena el olvido?
HORA CINCO
Capítulo 16 - Demasiadas mujeres
HORA SEIS
Capítulo 17 - ¿A quién llama usted infiltrado?
Capítulo 18 - Leer le hará libre
Capítulo 19 - Lujuria
HORA SIETE
Capítulo 20 - A escondidas
Capítulo 21 - Invitación aceptada
Capítulo 22 - Por las noches (2/5)
HORA OCHO
Capítulo 23 - Una brecha en el sistema
HORA NUEVE
Capítulo 24 - Comida y descanso

Capítulo 4 - Es usted un tipo curioso

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By taquifilaxxia

Desperté con la sensación de que alguien me golpeaba en el trasero.

Me asusté.

Tan solo era Dentado, mi gato villano. Solía ser muy arisco con todos, salvo conmigo. Había cosas entre él y yo que nos unían. La comida debía ser una de ellas. Así me la pedía el condenado precisamente las mañanas en las que no había uni y podía tomarme la libertad de seguir durmiendo hasta la merienda.

Malibu Star había terminado con mis reservas hídricas. Y también con mis ganas de volver a ver a Soma durante un tiempo. Necesitaba un respiro en mis preocupaciones. Quería alejarme de ese hombre, y literalmente vivíamos pared con pared. Ambos compartíamos factura de alquiler en el piso de estudiantes, junto a Cucu. Era ella quien colgaba las normas en el escobero, y nosotros los que demostrábamos que aún podía añadirse una más.

—¡Mírenlo! Jorge, el jugador estrella del campeonato, preparado para su último lanzamiento. Su equipo en pie. El público en silencio. Se prepara para su último lanzamiento.

—Soma, atento. ¡YA! A fregar.

—¡Oído! Un lanzamiento extraordinario... y... ¡victoria para los de Jorge!

Cucu se escurre y cae al suelo al cruzar la esquina del pasillo.

—¿Se puede saber por qué está el suelo lleno de espuma? ¡Jorge! Qué haces con la fregona. De verdad chiquito, ¿otra vez? Nada de jugar al curlin en el pasillo.

Soma ríe agachado desde la otra esquina. Jorge se quita el escurridor de la cabeza y se lo ofrece a ella también.

Aquella mañana recuerdo que no hice nada distinto a lo habitual. El día comenzó con mis segundos de reflexión contemplativa, tapado, con la colcha hasta la frente. Subí la persiana con la misma desgana de siempre. Solía quejarme educadamente a Delfina, la casera del piso, de lo mucho que se atascaban aquellas persianas. Porque un modelo automatizado apenas debía costar lo que un par de gafas graduadas; pero sobre todo por llevar tantos años viviendo en la ciudad puntera de las innovaciones tecnológicas y seguir con el mobiliario de una casa del siglo pasado. Todo «por afán de conservar las tradiciones», me respondía siempre. Fue ella misma la que se deshizo de todos los aparatitos y muebles inteligentes de la propiedad que obtuvo durante El Reparto, y consiguió reformarla para hacerla más a la Madrid de los dos mil. Para Delfina, venir a revisar las humedades era asumir que ese día, al menos ese día, no iba a poder ignorarnos como lo hacía siempre en WhatsApp. Por suerte, aquel piso era el único lugar que conocía en todo el complejo que fuera así de rústico. Tal vez por eso, llegué a entender por qué al matrimonio del sexto B le gustaba tanto llamar al timbre a deshoras: «Hola, ¿está Cucu en casa? Traemos el pastel de arándanos que tanto le gusta», o «¡Qué pasa Jorge, cuánto has crecido! Oye, escucha, ¿sabes si tu televisor tiene conector JACK, o XLR-3?». Obviamente no lo sabía y siempre acababan pasando y autoinvitándose a un café en el salón.

Arremetí el final de la cinta de esparto y abrí la ventana de cristal externa, la que cubría la persiana por fuera, a media altura. Tal vez ahora te parezca un poco excesivo, pero hacían bien en blindar aquellas ventanas. Respiré hondo, aún con un ojo luchando por mantenerse cerrado, y reaccioné con una bocanada al olor a churro frito que escalaba por la fachada desde la caseta de abajo.

Hasta ahí todo igual que siempre.

Las golondrinas que anidaban en lo alto del edificio anunciaban con sus cagadas la llegada de la primavera. Había sido un invierno largo, bastante frío, y lleno de adaptaciones en las que, al menos yo en aquel momento, no tenía cuerpo para pensar.

Lo diferente vino ahora.

En eso que me quito las legañas y enfoco la vista al suelo, descubro un libro de pastas color crema tirado sobre el parqué. Me llamó mucho la atención. No recordaba haberlo dejado ahí. Yo no era de esos.

Tuve un ardor de curiosidad.

Aparté a Dentado de mis piernas, reponiendo su comedero para distraerlo.

Volví al libro y me agaché para recogerlo. Lo tomé con cuidado, como si fuera prestado. Deslicé mis yemas sobre la tapa. Pude palpar el paso del tiempo en sus cantos. Estaba descolorido y notablemente desgastado. Las arrugas del interior debían ser las culpables de tal engrosamiento. Apenas aguantaba cerrado y, sin embargo, así se había mantenido el tiempo que lo tuve conmigo. Parecía haber estado en remojo bastante tiempo en el pasado. La imagen que se me pasó por la cabeza, del libro enchufado a una vía, siendo atendido por la unidad de cuidados intensivos, y reanimado por dos guapas anestesistas, sería aún más verosímil si lo de dentro no se tratase sólo de papel. Porque el papel, a diferencia de mí, ya estaba muerto. Y a los muertos nadie los intenta salvar.

A los muertos nadie los intenta salvar. A los muertos. Nadie.

No sabía qué diablos hacía ahí un libro mío, con lo maniático que era yo para esas cosas. Enseguida recordé. Le di la vuelta y despolvé un poco la portada. Apenas un código de barras tatuaba el culo del libro. Por el resto, estaba aparentemente vacío. Nada podría chivarle a algún indiscreto de qué tipo de escrito se trataba si no lo abría. A pesar de su pésimo estado de conservación, comparado con el resto de libros de mi colección, para mí, ahora que sé lo que sucedió, es el más importante.

Una noche más, me había quedado dormido sin lograr ver más allá de la portada. ¿Por qué diablos nunca conseguía abrirlo? Esta vez tenía excusa. Si había necesitado a Belén para meter la llave de la puerta de casa a las 7 de la mañana, tras haberme pasado toda la noche bebiendo en la discoteca, también la hubiera necesitado para que se metiera conmigo en la cama y me colocase del derecho las páginas. Y para que me lo leyese. Y de ninguna manera. Eso no podía pasar.

Desde que recuperé mi propio diario a escondidas del trastero de Nacho, nunca había sido capaz de leer tan siquiera una página.

Ni una frase.

Ni una sola palabra.

Una parte de mí me repetía, cada vez que lo sacaba del cajón para intentar abrirlo, que no lo hiciese. Cerraba la puerta del cuarto y lo dejaba delante mía un rato. En el escritorio, sobre la almohada, apoyado en la silleta... mientras daba vueltas por el cuarto descalzo. ¿Para qué leerlo ahora? Ahora que mi vida tras el accidente era lo suficientemente buena como para tener que preocuparme por detalles de mi vida pasada. Pero otra parte de mí me pedía a gritos que lo abriese. ¿Para qué escribimos un diario si no es para leerlo?

Para no olvidar. Olvidar. No.

En mi caso, el olvido había sido involuntario. El trauma de hacía 8 años sumó 2 más al cajón de la desmemoria: los últimos dos años de bachillerato. Esos tampoco los recordaba bien.

La idea de haber tenido que robar a hurtadillas el cuaderno de casa de uno de mis mejores amigos me explotaba en la cabeza. ¿Por qué demonios tendría Nacho mi diario en el trastero? ¿Para qué? Intentaba vislumbrar una respuesta rápida sin éxito. Cualquier cosa. Cualquier motivo que volcara la balanza de mis malas decisiones hacia el lado de: abrir y empezar a leer.

Después de tantos años inconsciente, me prometí a mí mismo que me dejaría en manos de mis amigos y de mi psicóloga. Al menos, hasta que las cosas se pusieran de nuevo en su sitio.

Y de El Despertar en la cama de la Habitación 411 del hospital de El Loto tan sólo habían pasado 7 meses. Aún no había corrido el tiempo suficiente como para asimilarlo del todo, por lo que, ciertamente, no debería tener aquellos papeles entre las manos. Menos aún si mis amigos no lo habían querido así.

Recordaba mi pasado como cualquier persona que ha vivido una niñez y principios de adolescencia normales, pero con las lagunas hacia los últimos dos años de bachillerato características de un adolescente que se ha bañado en el coma, hasta el fondo, durante ocho años completos.

Dieciocho años tenía cuando cerré los ojos.

Veintiséis cuando los volví a abrir a finales de otoño.

Los veintisiete llegaron aquel enero, con Cucu y Soma en mi vida, sin ser aún del todo consciente de que nunca llegaría a celebrar los diecinueve.

Sabía que mi pasado me había traído problemas. Intuía que no había llevado la mejor vida y que recuperar esos pensamientos podría alargar aún más el proceso de recuperación del suceso traumático. Tanto como recordaba, borrosamente, mi pasado. No era nada en concreto, le explicaba a Amaia en la consulta, lo que me cortaba el aire cuando intentaba hacer memoria sobre el diván, sino más bien un cúmulo de sentimientos. Sentimientos que saltaban por todos lados, golpeándose entre ellos y tirándolo todo a su paso. Y yo estaba ahí, en medio, enredado, sin saber qué pensar o cómo debería sentirme. Sentimientos que iban y venían. Contenedores que corrían y volcaban. Emociones encerradas en una olla a presión que buscaban sin descanso cualquier pequeña fuga para estallar.

—¿Qué ves aquí? —me preguntó Amaia en una ocasión.

—Veo a un señor sin cabeza. Lleva una pajarera en lugar de un cuerpo. Y una paloma. Dentro de la jaula.

—¿Algo más?

—Sí. Supongo. La puerta de la jaula está hacia arriba.

—¡Genial! Está abierta —me premió acercándome un apetitoso tiramisú de mango—. El cuadro es del artista francés René Magritte. En su obra "El terapeuta", René quiso representar, precisamente, el final de nuestro tratamiento.

El final de nuestro tratamiento. El final. Tratamiento.

—En este reflejo, Jorge, es en el que quiero que pienses durante esta semana. Debemos lograr que todos esos sentimientos que tienes ahí hacinados se conviertan, sin prisa, en esta paloma blanca y suave de aquí—dijo repiqueteando dos veces el cristal del cuadro con la uña—, que puede entrar y salir cuando quiera. Sin golpearse. La jaula no es su prisión, sino su hogar. La puerta debe permanecer siempre abierta. Para que eso que te atormenta pueda entrar y salir cuando lo necesites. El cambio de enfoque, Jorge. El enfoque. Sé amable contigo mismo, descubre quién eres realmente y si eso por lo que sufres merece o no la pena mantener. Las experiencias buenas están sobrevaloradas. Nada es bueno o malo en sí mismo —me explicó con la que a mí me pareció la mejor voz ASMR artist que había escuchado hasta ahora—. Sólo hay que conocerlo a fondo, para después aceptarlo y poder dejarlo marchar, si así lo deseas. Pero poco a poco.

Por aquel momento me regaló el cuadro, y no tardé más de dos tardes en colgarlo enfrente de mi cama, al lado del póster de Call of Duty Return. No pensé en el contraste.

Me levanté del suelo con el diario entre las manos, y me lo llevé al escritorio. Sostenía con cierto morbo la esquina inferior derecha de la pasta. Estaba a punto de abrirlo y de empezar a leer, de una vez por todas, lo que tanto tiempo me habían ocultado sobre mi pasado. Sobre mí mismo. Era el momento de dejar marchar los miedos que, por vergüenza o por incomprensión, había estado ocultando, primero a mí mismo, y luego a Amaia. Y aunque ahora sé que tal vez era demasiado pronto para conocer tantos detalles sobre aquellos dos últimos años de bachillerato, previos al accidente, se me ocurrió que antes o después iba a tener que enfrentarme a ellos.

Levanté la portada.

Página en blanco.

La saliva se atascó en mi garganta.

Solté todo el aire en un bufido que pudo haber ventilado la habitación entera de Soma.

Tomé la página siguiente de un pellizco y la volteé con decisión.

Al fin algo de información.

Se podía leer:

Jorge Blanco, 1º de Bachillerato

Instituto Jeremy Bentham

Sólo una más.

Fui a avanzar a la siguiente página, cuando de reojo vi a Cucu asomarse por el marco de la puerta.

Joder, Cucu.

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