Hora Veintitrés

By taquifilaxxia

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A finales de otoño de 2045, cuando desperté en el hospital de El Loto, la ciudad maldita a la que me enviaron... More

HORA UNO
Capítulo 2 - Le pondré un poco de música para que se relaje
Capítulo 3 - Se está bien en silencio
Capítulo 4 - Es usted un tipo curioso
HORA DOS
Capítulo 5 - Los afortunados
Capítulo 6 - Va muy deprisa
Capítulo 7 - Veo que empieza a soltarse
Capítulo 8 - Siempre estaré cuando me necesite
Capítulo 9 - No es ninguna amenaza
HORA TRES
Capítulo 10 - Sólo estamos tú y yo
Capítulo 11 - La chica de los pecados
Capítulo 12 - ¿Se ha sorprendido?
HORA CUATRO
Capítulo 13 - La primera vez
Capítulo 14 - Por las noches (1/5)
Capítulo 15 - ¿A qué suena el olvido?
HORA CINCO
Capítulo 16 - Demasiadas mujeres
HORA SEIS
Capítulo 17 - ¿A quién llama usted infiltrado?
Capítulo 18 - Leer le hará libre
Capítulo 19 - Lujuria
HORA SIETE
Capítulo 20 - A escondidas
Capítulo 21 - Invitación aceptada
Capítulo 22 - Por las noches (2/5)
HORA OCHO
Capítulo 23 - Una brecha en el sistema
HORA NUEVE
Capítulo 24 - Comida y descanso

Capítulo 1 - Tenemos todo el tiempo del mundo

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By taquifilaxxia

Tal vez sea un poco pronto para hablarte de mis monstruos, pero no sabría empezar de otra forma. Mi psicóloga dice que todos tenemos de eso. Viven dentro de nosotros y son como historias abiertas. Inacabadas. Páginas enteras que un día decidimos saltar, en busca de otras nuevas que nos gusten más. Pero que ahí se quedan. Y cuanto más quieres alejarte de esas historias, más fuerza toman.

Yo estoy cansado de seguir huyendo de la mía.

Ojalá puedas llegar a entenderme.

En mi caso, recuerdo perfectamente que esos monstruos comenzaron a tirarme de los pelos justo ocho años y dos semanas después del accidente que casi acaba con mi vida por primera vez, en el verano de 2037. El mismo accidente que me envió a babear el pijama de rallas del hospital durante ocho largos años. Ocho años que pasaron como ocho estrellas fugaces, resbalando una a una por entre el cinturón de cicatrices de mi garganta y mi abdomen, todas a la vez, mientras disfrutaban de mis ocho años de sumisión y coma inducido. Aunque para mí esos ocho años de sueño no existieron. Se esfumaron sobre las sábanas de un hospital. Recuerdo con nostalgia esas dos primeras semanas tras El Despertar en la Habitación 411, a finales de otoño de 2045. A decir verdad, fueron bastante tranquilas. Un detalle que sería poco relevante de no ser por lo que ahora sé. Dos semanas de paz y sosiego que significaron el inicio de la vuelta atrás hacia mis demonios. 

Amaia Moncada llegó a mi vida cuando yo aún no era consciente de cuanto la necesitaba. Acababa de salir del hospital. Tocaba recordar quién era yo mismo y entender qué me había pasado.

Lo primero lo conseguimos rápido.

Para lo segundo, yo aún no estaba preparado.

El equipo de medicina interna pensó que verme semanalmente con una psicóloga de su renombre sería un complemento extraordinario en el proceso de recuperación y llamó a casa para recomendarme su consulta.

Amaia era el espejo al que acudía para mirarme todos los martes por la tarde. Siempre tan atenta y cariñosa, me recibía en su casa con un tiramisú de mango y un vaso de agua con gas. Colocaba el diván como a mí me gusta, mirando a la ventana.  La consulta no podía tener mejor localización. En la planta 32 de un rascacielos con vistas al gran lago todo se veía diferente.

El ático fue su primera gran inversión, y tras ella no hizo más que lanzar su carrera por las nubes. Los clientes llegaban de todas las zonas de la ciudad, con toda clase de problemas también. Pronto, las tasas de éxito se convirtieron en exigencias proporcionales y dejó de agradarle. Conservó la relación únicamente con sus clientes más allegados, o selectivamente con aquellos que venían recomendados por su asesoría: dando así por finalizadas el resto de visitas y reduciendo en más de a la mitad la densidad de las mismas. Ella me contaba que así podía dedicar más tiempo a sus chiquitos problemáticos. Y como yo estaba dentro, no se lo rebatí.

La asesoría no tuvo siquiera que intervenir en mi caso. Tenía la suerte de conocer a Amaia de antes, pues ambos coincidimos en el mismo autobús de llegada a la ciudad de El Loto el primer día tras la inauguración del complejo, hará entonces 22 años. Yo tenía sólo 4.

—¿Ves como no pasa nada? —solía utilizar ella para concluir la sesión cada martes—. La clave está en restarle importancia a lo que nos preocupa, de manera proporcional al sufrimiento que nos produce pensar en ello. Para qué querría un chaval tan listo y guapo como tú andar sufriendo por algo que tiene solución. O aún mejor, por algo que no la tiene. Estoy segura de que tus intereses son otros. Cuando algo te duela, cuando algo ocupe demasiado espacio en tu mente, tanto que llegue a asfixiar, pregúntate: ¿realmente eso se merece ser tan importante como para tener que dolerme? Y prueba a soltarlo, a ver qué pasa.

—Y qué hago yo, si no puedo elegir qué pensamientos me duelen y cuáles no.

—No me mires a mí —me recordaba afectuosamente—. Mira al frente y dime qué ves al otro lado de la ventana.

—¿Un lago? Bueno, también hay patos. Están asustados con tanto niño suelto...

—Lo suponía. Te puedo asegurar que ahora mismo estamos viendo cosas totalmente distintas. Así que no, no podemos cambiar la realidad, pero sí cómo pensamos sobre ella.

—¿Y qué ves tú entonces, Amaia?

—Un lago.

—Ajá. ¿Ves?

—Otro distinto. Con colores diferentes a los tuyos tal vez—dedujo Amaia, inclinándose sobre el sillón y remangándose la blusa—. Con patos, sí, pero los míos huyen de una tormenta que se acerca. ¿Ves? Aquellos nubarrones del fondo... Es así Jorge, el por qué la realidad misma no duele, como tampoco da satisfacción o placer. La realidad permanece para todos, y somos nosotros los que la interpretamos y después la sentimos. La clave en todo esto está en el enfoque, Jorge, el enfoque.

El enfoque. El enfoqu. El enfoq. El enfo. El enf. El en...

Esa idea me rondó la mente más tiempo del que a Amaia le hubiera gustado. Obsesionarse, ya sea por amor o por miedo, nunca es bueno. Yo lo hice por las dos, aunque ella solo llegó a conocer la segunda. Se suponía que iba a ser cien por cien sincero para acelerar todo el proceso y poder hacer vida normal pronto. Ocupar mi mente en otros menesteres.

—Las dinámicas sólo funcionarán si dices la verdad.

—¿Puedes saber cuándo miento?

—Claro. Acabarás diciéndome la verdad. Y entonces lo sabré.

Lo cierto es que en aquel momento pensaba que nada me daba miedo. Si realmente había pasado todo lo que me contaron hacía ocho años, aquello era como volver a nacer. Sentía un extraño impulso de invencibilidad. Como si el universo quisiera que yo aún siguiera con vida. Que me necesitaba. Que yo le era importante, por algún motivo que desconocía. Ese fue mi enfoque. Me pregunto qué cara pondría Amaia cuando se lo conté. Ella nunca opinaba sobre mis teorías. Sólo me hacía preguntas. Tantas, que podría escribir un libro con las horas que pasamos en la consulta.

Tenía dotes de seducción. La imaginaba a ella, tumbada en el diván, remangándose la falda, respondiéndome a las preguntas que ella misma me lanzaba. Yo quería saber de ella y sentía que, lejos de buscar resultados en las dinámicas, ella también quería conocerme a mí. Y eso me atraía. ¿Qué eran 15 años? Eso entonces se llevaba. Los hombres también podían amar a las mujeres de mayor edad. Aunque lo nuestro no era amor. Era deseo. Cuando le cuentas tantas cosas a una persona sobre ti, cuando consigue que te sientas tan bien abriéndote en tres de tus cuatro dimensiones (la privada, la pública y la digital), el deseo de completar la faena y enseñarle tú mismo la que le falta, la sexual, es tan grande que hay que cerrar un poco el grifo de las anteriores para que no se escape esta última. Al menos mientras ella fuera mi psicóloga. Se lo debía a la profesionalidad con la que me trató desde el primer día. Estaba consiguiendo que normalizase todo lo que sentía. Los martes era día de remangarse los puños, concentrarse en describir el caos y mantener las esperanzas. Porque nosotros, además de confidentes fuera del horario, éramos amigos. Y eso, quieras o no, da esperanzas. 

Agradecí enormemente tener a Cucu como compañera de piso al salir del hospital. Encontré su oferta en Internet: un piso situado en el 12 de la calle Montreal, a escasos metros de la Facultad de Medicina y Enfermería de El Loto. Siguiendo su consejo, esperé los dos primeros meses en casa para centrarme en la recuperación y después comencé progresivamente a asistir a clase. Me incorporé a la promoción que empezaba primero de medicina ese mismo año. Quién me iba a decir a mí que el verano de nuestras vidas, de mi vida con 18 años, hacía ocho ya, se convertiría en el verano que casi acaba con mi vida, por primera vez. Una puntuación de 13,22 sobre 14 en selectividad entonces no me fue suficiente para empezar medicina ese mismo año con mis coetáneos, por culpa de un terrible accidente. Tuve que esperar a los 26.

Septiembre de 2045.

Fue el primer día de universidad, al bajarme del coche, cuando verdaderamente me di cuenta de cómo el tiempo me aplastaba en toda esta mierda. Esa mañana me llevaron Belén y Nacho a la facultad. Seguían siendo dos de mis mejores amigos. Amigos de la infancia. Verlos los días anteriores, a los pies de la camilla, sujetando revistas de datos curiosos y comida del exterior, no causó el mismo impacto que ser escoltado ese mismo lunes por la mañana por una abogada y un acomodador de teatro enfundados rigurosamente en sus respectivos uniformes. ¿Cuánto tiempo había pasado? ¿Cuánto tiempo había perdido?

—Será porque no has tenido simplemente una pierna rota y amigos que te visitaban a la planta de traumatología. Esto no ha sido una fiesta de fin de curso malparida, Jorge. Esto ha sido algo más serio —revisaba Cucu conmigo en la cocina del piso cuando se lo conté.

—¿Tan serio como para no recordar nada de los últimos dos años anteriores al accidente?

—Tan serio como que creyeron que estabas muerto cuando te encontraron.

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