Son solo tres Palabras (Rubel...

By solcaeiro

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No puedes proteger a alguien todo el tiempo, pero él es capaz de hacer cualquier cosa por amor. Rubius desarr... More

Empezamos bien (Capítulo 1)
Tú miras pero no ves (Capítulo 2)
Amigos (Capítulo 3)
¿¡Perdonarte qué!? (Capítulo 4)
Chicos buenos y malos (Capítulo 5)
El gimnasio (Capítulo 6)
Problema (Capítulo 7)
Máquinas (Capítulo 8)
¿Por qué nunca puedes salvar a nadie? (Capítulo 9)
Como tener un gato (Capítulo 10)
Gracias (Capítulo 11)
El Hombre de sonrisa Cruel (Capítulo 12)
Confrontación (parte 1 y 2) (Capítulo 13)
La carta (Capítulo 14)
Sorpresa (Capítulo 15)
Una lluvia de Mentira (Capítulo 16)
El FuckingBlue (Capítulo 17)
En ese Instante (Capítulo 18)
Cebolla (Capítulo 19)
Red (Capítulo 20)
El Juego de los besos y todas esas Gilipolleces (Capítulo 21)
Lo que no te Atreves a Decir (Capítulo 22)
La Habitación (Capítulo 24)
¿Puedo contarte un secreto? (Capítulo 25)
Postre (Capítulo 26)
Destruido (Capítulo 27)
Fuera de Nuestro Control (Capítulo 28)
El Escape (Capítulo 29)
Porque Estoy Contigo (Capítulo 30)
Sola (Capítulo 31)
Fantasma (Capítulo 32)
"TAG del Psicólogo"
La Voz (Capítulo 33)
Las tres palabras (Capítulo 34)
Tu tristeza (Capítulo 35)
Todo (Capítulo 36)

La Sonrisa más Dolorosa (Capítulo 23)

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By solcaeiro

El olor a café y a algo horneándose lo fueron trayendo hacia la realidad. En partes.

Primero, fue un pensamiento vago.

Escribirlo en el cuaderno..

Segundo, la frase fue cobrando forma.

Quiero escribir esto en el cuaderno.

Luego le entró la duda.

¿De veras pasó? Es decir... estoy en la casa de Ángela y no me he despertado aún. Quizá fue un sueño. Sí. Fue un sueño. Una pesadilla.

La contradicción.

No puede ser un sueño. Duele.

Un poco más.

Los sueños a veces duelen. En especial las pesadillas.

Y entonces abrió los ojos. Rubén estaba en ese estado en el que tienes los párpados abiertos, lo sabes, pero no ves nada. No lo procesas. Ni lo asimilas.

Así que, cuando sus ojos por fin se enfocaron en lo que tenían justo encima de su cara, a pocos centímetros de su nariz, dio un respingo, con lo que se chocaron frente con frente.

-          Auch. – soltó Red, apartándose un poco, frotándose la frente.

-          ¿Pero qué mierda...? – masculló Rubén, restregándose el golpe de la frente también. Al hablar le dolió toda la parte izquierda de la cara.

-          Así me agradeces. – se quejó Red.

-          ¿Qué?

Y recién entonces, todo lo ocurrido la noche anterior le vino a la cabeza.

Una llamada. Está abierto. En la parte de atrás. Un callejón. Golpes. Golpes. Golpes. Los golpes no acababan. Y un arma. No, dos. Dos armas. La cara de Red flotando en la oscuridad.

-          ¡Joder! – dio otro respingo, y volvieron a golpearse la cabeza.

-          ¡Auch! – chilló Red.

-          ¡Mierda! ¿¡Quieres correrte ya!? – exigió.

Red se apartó, frustrado.

-          Vale, - dijo. – pero no te sientes, porque-

Rubén intentó sentarse. Sintió un fuerte dolor recorrerlo por todo el abdomen, como una cuchilla desgarrándole la piel, caliente.

-          ¡Agh! ¡Mierda! – aulló, acostándose otra vez.

Red suspiró.

-          Te he dicho que no-

Rubén se llevó las manos al rostro para restregarse los ojos. Pero en cuanto lo hizo, sintió otra cuchilla clavársele en el pómulo izquierdo, y algo (¿como un tenedor?) rasgándole el ojo derecho.

-          ¡Agh! ¡Joder, ¿pero qué-

-          ¿Quieres estarte quieto un segundo? – inquirió Red, regañándolo. Como si le importara.

Como si le hubiese salvado la vida.

Rubén cerró los ojos. No quería pensar en eso. No aún.

-          ¡Fer! – gritó Red. El sonido resonó en las orejas de Rubius, provocándole un dolor intenso. Hizo una mueca de sufrimiento. – Oh, lo siento. – se disculpó Red. Y volvió a gritar. - ¡Fer! ¡Ya despertó!

Luego de maldecirlo varias veces, Rubén cayó en la cuenta de que no estaba en la casa de Ángela.

Estaba tumbado en un sofá marrón, mirando hacia unas lámparas que colgaban del techo en forma de flores. Las paredes eran de color crema y tenían una buena cantidad de ventanas; entraba mucha luz. Debían de ser más de las ocho. Y era martes. Mierda.

Una puerta se abrió a su derecha, a unos metros, y apareció una figura. Primero pensó que era una señora, quizá la madre de Red. Llevaba un delantal blanco salpicado de flores rosas y amarillas. Estaba polvoriento de harina, igual que sus brazos; en la mano derecha sostenía un batidor de crema. Pero entonces vio que la señora tenía bello en el rostro, y un cabello muy corto.

-          ¿Está despierto? – preguntó Fernando desde el umbral de la puerta. Sus ojos se desviaron hacia Rubén. - ¡Oh, dios! – corrió hacia él, limpiándose la mano que tenía libre en el delantal, dejando más rastros de harina. - ¡Rubén! ¡Lo siento! – se inclinó y lo abrazó con delicadeza, intentando no apretarle las heridas. Aún así, dolió, pero Rubén no dijo nada. – Lo siento, lo siento, lo siento. – se arrodilló al lado del sofá. Lo miró con los ojos llenos de lágrimas. – Yo... no sabía qué hacer. Me tenían acorralado. Ellos me obligaron a... llamarte, y... - se restregó la cara con las manos, llenándosela de harina. No pareció darse cuenta. – Lo siento tanto.

-          Está bien. – dijo Rubén. Ignoró el hecho de que se le había ensuciado la remera gracias al abrazo de Fernando. – Si te sirve de algo, yo hubiera hecho lo mismo. – le sonrió. Dolió.

Fernando rió.

-          Sí, supongo que sí. – se quedó pensando unos momentos. – Esos sujetos te conocían, ¿verdad?

-          Ya lo creo. – comentó Red. Ambos se giraron hacia él. – También conocían a Mangel.

-          ¿Mangel? – Fernando frunció el ceño. - ¿Quién es Mangel?

Red abrió la boca para hablar, pero Rubén se le adelantó.

-          Un amigo mío. – explicó. Bueno, pensó, no es mentira del todo. Solo en parte. En gran parte. Vale, sí, es mentira.

-          ¿En serio? – dijo Fernando. - ¿Y qué podrían querer de ustedes dos? Quiero decir, ¿para qué me hicieron llevarte allí?

-          No lo sé... - murmuró Rubén. Aunque en verdad creía tener una leve sospecha.

-          Quizá querían vengarse. – pensó Red en voz alta.

Rubén quería estrangularlo con el delantal de flores rosas de Fernando.

-          ¿Vengarse? – Fernando volvió a fruncir el ceño. - ¿De qué?

-          Eric y yo... tenemos un largo historial de... peleas. – fue todo lo que decidió decir Rubén.

-          Oh. – soltó el hombre. – Así que es eso... - se quedó pensando un poco más. Sus ojos se movían nerviosamente de un lado al otro, como si intentaran recordar los detalles. – Ahora que me acuerdo, el líder este, Eric, dijo algo sobre un hombr-

-          ¡Fer! – gritó una voz de mujer. - ¡Te dije diez minutos! ¡Se va a quemar!

-          ¡Mierda! – Fernando se levantó rápidamente y corrió hacia la cocina, colocándose unos guantes de hornear que sacó del bolsillo del delantal.

En el umbral de la puerta apareció una mujer muy bonita, de ojos pequeños y rasgos asiáticos, el cabello negro recogido en un rodete desprolijo. Debía de tener la edad de Fernando, quizá un poco más.

Saludó a Rubén con la mano.

-          Hola. – sonrió ella. Se acercó, extendiendo una mano empolvada de harina. – Oh, lo siento. – se limpió la palma con la otra mano. No quedó mucho más limpia. Sonrió otra vez, con lo que se le hicieron arruguitas alrededor de los ojos. – Soy Sophia.

-          Hola. – Rubén se la estrechó, intentando incorporarse, pero el dolor le quemó por dentro. Se le llenaron los ojos de lágrimas. Tuvo que reprimir un aullido.

-          Oh, no, por favor, no te molestes. – le pidió Sophia, indicándole que se recueste. – Yo... solo quería decir que... - suspiró. – Fernando es incapaz de lastimar a alguien. No estés enojado con él, por favor. Solo hizo lo que... pudo. Sé cómo es él. Lo conozco... muy bien. Y de verdad, él nunca querría que algo así pasara. Por favor, no te enfades con él.

-          Oh, no, no estoy enojado. – se explicó Rubén. – Fernando es un amigo, sé que jamás haría algo así si no fuese necesario.

Red lo miró. Abrió la boca para decir algo, pero, otra vez, le interrumpieron.

-          ¡Linda! – gritó Fernando desde la cocina. - ¿Se supone que tiene que tener estas burbujas de aquí, esta cosa?

-          No. – contestó ella, poniendo los ojos en blanco. Se levantó y desapareció por la puerta.

Rubén apoyó la cabeza en la almohada, mirando el techo. No quería hablar de ello aún. Se rehusaba a hacerlo. Prefería que lo molieran a golpes otra vez. Prefería volver a desmayarse. ¿Por qué no se podía desmayar voluntariamente? Estaba por golpearse la cabeza con algo cuando Red soltó un comentario.

-          ¿No vas a preguntarme nada?

Rubius suspiró. Le dolió. No lo demostró.

-          ¿Qué quieres que te pregunte? – parecía que aquella charla no podía evitarse.

-          No lo sé. Algo.

-          Bien, pues, - de cualquier forma, ya le estaba picando la curiosidad. - ¿qué hacías en el callejón anoche?

-          Te salvaba la vida.

El comentario le dejó un sabor amargo a Rubén.

-          Sí, no me digas. ¿Cómo llegaste allí?

-          En un auto.

-          ¿Quieres tomártelo en serio, Red? – escupió su nombre como si fuese un insulto.

-          Intento responder a las preguntas con toda la sinceridad posible.

-          Respóndeme esto. – hizo un gesto hacia su entrepierna.

Red ladeó la cabeza, confundido.

-          Era un chiste. – explicó Rubén. – Un chiste, ¿vale?

Red asintió.

Rubén volvió a suspirar.

-          ¿Cómo te enteraste de que estábamos allí?

-          Fernando le envió un mensaje a mi madre.

Rubius irguió la cabeza, mirándolo.

-          ¿Que Fernando... qué?

-          Le envió un mensaje a mi madre.

-          Sí, lo sé, pero... Es decir, no lo sé, pero... ¡Agh! ¿Por qué a tu madre?

-          Porque ella es dueña del gimnasio al que fuiste anoche.

-          ¿Ella...? – Rubén procesó la información. ¿Había estado yendo durante años al gimnasio de la madre de un sujeto tan despreciable como Red? ¿Y no se había enterado? Es decir... incluso pagaba su salario. El poco dinero que recibía dándole clases a Mangel era de la madre de Red. Oh dios, que asco. - ¿Y tú...? ¿Y cómo acabaste allí? ¿Por qué no fue tu madre? ¿O porqué no llamó a la policía?

-          ¿Para qué llamar a la policía cuando me tiene a mí?

-          ¿Eh?

-          La policía podía tardar en llegar. Podría haber llegado demasiado tarde. Quizá ni siquiera habría ido. Y si hubiera ido, no habría querido disparar en una situación como esa. Yo estoy completamente dispuesto.

-          Pero... eso... ¿tú por qué?

-          ¿Cómo que por qué?

-          ¿Por qué tú... sí? ¿Por qué tú sí hubieras disparado? ¿Por qué no te llevaste a Fernando en cuanto tuviste la oportunidad? ¿Por qué me salvaste a mí también?

-          Por Mangel.

Rubén se detuvo en seco. Por un momento dejó de respirar, su corazón dejó de latir y su cerebro de funcionar. Algo se encendió dentro de él. Algo más atento y oscuro.

¿Acaso había dicho...

...Mangel?

-          ¿Qué has dicho?

-          Que te he salvado la vida por Mangel.

Otra vez. Las palabras se colaron por sus venas, tóxicas. Todo su cuerpo se tensó. La presencia de un sexto sentido.

-          ¿Y por qué por Mangel? – preguntó por lo bajo. Lo fulminó con la mirada.

Cuida lo que dices, niño.

-          ¿Estás amenazándome? – inquirió Red, sin rastros de estar molesto.

-          Depende. Responde a mi pregunta.

-          Te salvé la vida. Creo que tengo derecho a elegir mis razones.

-          No cuando esas razones son mías.

-          Oh. – soltó. Red lo miró como si hubiese captado su interés. Se acercó a Rubén y se inclinó sobre él, colocando los brazos a ambos lados de su rostro. Chocó sus narices. - ¿Y desde cuando esas razones son... tuyas?

-          Desde antes que tú te fijaras en ellas. – Rubén le sostuvo la mirada. El monstruo en su interior se revolvió. Niño, pensaba, podría molerte a golpes incluso estando así. Solo dame una excusa más.

-          Pues, ¿quieres saber algo? – Red colocó su boca en la oreja de Rubén, como si ya no lo oyera lo suficientemente claro. Se hizo esperar. Parecía estar disfrutando de las ansias de Rubén por golpearlo. Hasta que susurró: - no me importa. – Y se apartó. Tomó su abrigo.

Rubius cerró los ojos y sonrió.

-          Estás tocando terreno peligroso. – le advirtió.

Red se detuvo en seco al pie del sillón.

-          ¿Por qué?

Rubén se irguió bruscamente sobre el sofá. Se arrimó hasta el otro extremo y miró a Red, dejando sus rostros a la misma altura.

-          Porque Mangel es mío. – se acercó más. – Mío. – más. – Me – más. – pertenece. – el dolor lo estaba matando, pero no dejó que sus ojos se llenasen de lágrimas esta vez. – Y si te metes en medio, te mato. – lo tomó del cuello del buzo con fuerza. – Me importa una mierda que me hayas salvado la vida, ¿entiendes? Te-mato.

Lo soltó. No podría quedarse así por mucho más tiempo. Sentía que se estaba quemando por dentro. Una enorme bola de fuego corroía sus órganos. Ya no era una cuchilla. Eran mil cuchillas. Cientos de miles de ellas desgarrándole la piel del estómago.

Pero aguantó. Podía ver en los ojos de Red que este sabía que le dolía, así como sabía que era demasiado orgulloso como para acostarse otra vez. Por eso no se movía. Por eso insistía tanto.

Hasta que se acomodó el cuello del buzo.

-          ¿Hace falta que te lo repita? – inquirió, dirigiéndose hacia la puerta que daba a la calle. Se tanteó los bolsillos en busca de lo que Rubén supuso que sería el arma. Por un momento se le paró el corazón. Red dejó de buscar. Lo miró una última vez, y soltó: - no me importa.

Por un momento, Rubén creyó que iba a sacar el arma y dispararle, pero abrió la puerta, atravesó el umbral y cerró a sus espaldas, dejando a Rubén ardiendo, de ira y de dolor.

-          ¿Estás seguro, Rubén? ¿No quieres quedarte un poco más? ¿No quieres que te lleve?

-          No, gracias. Puedo solo. No es muy lejos de aquí.

-          Pero es que... no puedo dejarte ir así como así. ¿Y si te desmayas? ¿Y si vuelven a atacarte?

-          Fernando, estoy bien. En serio.

-          ¿No te quedas a comer? Preparé una torta para ti. ¿No vas a probarla? Quédate aquí, le diré a Sophia que te la envuelva-

-          Gracias, pero no hace falta. Quédatela, por favor.

-          Pero-

-          Fernando. – Rubén lo miró desde el umbral de la puerta, muy serio. – Gracias, de verdad. Pero estoy bien. He tomado los dos analgésicos que me diste. Durarán un par de horas, y descansaré en resto del día. Voy a estar bien.

Fernando se lo quedó mirando un buen rato sin decir nada. Rubén casi podía leerle los pensamientos.

-          Oye, - le puso una mano en el hombro. – no fue tu culpa, ¿de acuerdo?

-          No... yo... - comenzó a temblarle el labio inferior. – yo...

Rubius suspiró.

-          Ven aquí. – lo atrajo hacia él despacio y lo abrazó. Fernando se aferró a él como un niño pequeño, apretándole las heridas. Rubén reprimió una mueca de dolor; no dijo nada.

Fernando sollozó en silencio unos minutos. Era una cabeza más bajo que él. Era como abrazar a un niño. Un niño musculoso. Un niño musculoso y llorón.

Le dio unas palmadas en la espalda, susurrando << ya, ya está bien >>. Si no dejaba de apretarlo se iba a largar a llorar él también.

-          De veras lo siento. – murmuró Fernando, apartándose poco a poco.

-          Está bien, de verdad.

-          Yo... lo siento.

-          No pasa nada. Ve.

Fernando asintió, más para convencerse a sí mismo que por otra cosa. Se volvió hacia el interior de la casa y cerró la puerta con una mano mientras se secaba las lágrimas con la otra.

Rubén se quedó mirando la calle un buen rato. Luego suspiró y se puso en marcha, intentando ignorar el malestar que sentía en el estómago. También su cara estaba algo extraña; no se había mirado al espejo en ningún momento, y no estaba seguro de querer hacerlo.

Era uno de esos días insulsos, sin sabor, que dejan bastante que desear. El sol se veía pálido y el viento, seco. No había mucha gente en la calle, por no decir nadie. Todo parecía recriminarle algo.

Era extraño faltar a clases. Era extraño estar sin Mangel. Como caminar con un zapato solo o dejar una droga. Estás mal. Errado. Incómodo.

Y el pensar que el gilipollas de Red podría estar con Mangel en ese preciso momento le dio ganas de gritar, de llorar, y de patear algo. Caminó más rápido.

Llegó a la casa de Ángela en más tiempo del que pensó. Ya le estaban comenzando a doler las heridas otra vez y sentía los músculos agarrotados. Subió los escalones con pesadez, colocó la llave en la cerradura y entró. Adentro se oía un silencio sepulcral. No había música, las persianas estaban bajas y el olor a café era débil. Le dio un poco de mal rollo ver la casa así, como si estuviera muerta.

Avanzó por el pasillo, intentando no hacer ruido. Cada crujido, cada respiración resonaba increíblemente fuerte. Se llevó el susto de su vida cuando miró hacia la derecha y se topó con su reflejo en el espejo de la pared.

Subió las escaleras, lo cual costó más de lo que parecía desde abajo, recorrió el camino hacia su habitación, pasando por la puerta de Ángela, y entró. Todo estaba como lo había dejado. La cama deshecha, la mochila contra el armario, el diario sobre el escritorio. Solo la persiana estaba baja, por lo que solo entraban unos pequeños rayos de luz. El resto estaba a oscuras.

A pesar de que no tenía sueño, se lanzó de espaldas a la cama, sujetándose las heridas para que no doliesen. Su cuerpo se hundió en el colchón.

Y su cabeza chocó con algo.

Algo vivo, que respiraba entre las mantas.

Algo que se quejó cuando su cabeza lo golpeó.

Rubén se quedó quieto. Muy quieto. Si era un animal, podría saltar a morderlo. Si era un demonio, podría poseerlo. Si era un delincuente, podría tener un arma. Aunque un delincuente que se quede dormido no es muy usual. Pero estaba tan asustado que pudo haber sido cualquier cosa. Su mente comenzó a recordar todas las películas de terror que había visto.

Giró la cabeza con lentitud, sin querer ver pero obligándose a hacerlo, tratando de no hacer movimientos bruscos. Pudo observar cómo las mantas se removían. Lo que sea que estaba ahí abajo, quería salir.

No te asustes, no entres en pánico, no entres en pánico, no entres en pá...ni...co...

Una cabeza se asomó a la superficie y los ojos de ambos se encontraron.

Los dos gritaron.

-          ¡¡¡AAAAAHHHH!!!

Rubén se apartó con rapidez, levantándose de la cama. El dolor lo dobló por la mitad y cayó al suelo de rodillas.

La cosa intentó hacer lo mismo, pero quedó atrapada entre las sábanas, se enredó y calló al suelo con un golpe seco, del otro lado de la cama.

-          ¿¡Pero que mierda...!? – soltó Rubén. Arrastrándose con dificultad, se acercó a ella.

Ángela mascullaba maldiciones, intentando salir de la maraña de mantas que la envolvía. Tenía rulos más enrulados que nunca y no llevaba lentes. Sus ojos adormilados lo miraron sin entender muy bien lo que pasaba.

-          ¿Ángela? – Rubén frunció el ceño. - ¿Qué haces aquí?

-          ¿Qué dices? – dijo ella. – Es mi casa, ¿cómo que qué hago aquí? – se revolvió con más brusquedad. – Agh, mierda.

-          No... es decir, sí, pero... - se acercó a ayudarla. – Estás... hum, bueno, estás en mi cama. Está bien si quieres usarla, claro, pero... es... esto... es un poco incómodo.

-          ¿En tu cama? – Ángela hizo una mueca. - ¿Qué dices? ¿Cómo voy a estar en tu-

Sus enormes ojos dieron con la cama deshecha de Rubén. Miró el resto del cuarto, como si no pudiera creerlo.

-          ¿Qué demonios...? – murmuró. Observó el cuarto, a Rubén, el cuarto y a Rubén otra vez, que la miraba sin saber qué hacer.

-          Claro que está bien que la uses. – la tranquilizó Rubén. – Pero podrías haber puesto un cartel o algo. Me habría ahorrado varios ataques al corazón.

-          No, es que... yo... no recuerdo haberme acostado aquí, es todo. – se levantó del suelo. Rubén hizo lo mismo, más despacio.

-          Ya, vale. – murmuró él, intentando disimular el dolor en su voz. – Y... ¿por qué no fuiste al Instituto hoy?

-          ¿Eh? – Ángela abrió los ojos como platos. - ¿¡Eh!? ¿¡Qué hora es!?

-          Hum... - echó un vistazo al reloj digital que tenía sobre la mesa de luz, al lado de la cama. La habitación aún estaba en penumbras y los números verdes, grandes, brillaban en la oscuridad, casi flotando. – Las doce y media.

Ella miró el reloj también.

-          Estás jodiéndome, ¿verdad?

-          No.

-          No puede ser verdad. – se llevó las manos a la cara. – No puede ser verdad...

-          Ya, está bien, solo estabas cansada. Necesitabas descan-

-          ¡No puede ser! ¡Mierda! – se acercó a la ventana y, antes de que Rubén pudiera hacer nada, Ángela subió la persiana de dos tirones. La luz le dio de lleno en el rostro. Miró hacia el exterior solo para confirmar lo que ya se temía. El sol del mediodía se alzaba en lo alto, imponente y brillante.

-          Agh. – murmuró Rubén, cubriéndose los ojos.

-          ¿Cómo he podido...? – balbuceó ella – Es decir... Yo... - miró la cama de Rubius. – No sé cómo... - y entonces lo miró. La alarma cubrió su rostro de una pincelada.

Oh, no.

-          Tranquila, puedo explicarl-

-          ¿¡PERO QUÉ COJONES!? – se acercó a él de dos zancadas. Alzó las manos hacia las heridas, pero le temblaron los dedos.

Los ojos de Ángela eran extraños sin gafas. Como más pequeños, pero a la vez más grandes. Tenía pestañas largas y arqueadas naturalmente, el entrecejo fruncido.

-          ¿¡Qué te ha pasado!? – le gritó.

-          Yo-

-          ¿¡Cómo mierda te has hecho eso!? Espera. – retrocedió hasta la mesa de luz, donde reposaban sus lentes, los tomó y volvió a acercársele. Por su reacción, con los lentes puestos, su cara no se veía mucho mejor. - ¿Q-qué ha pasado? ¿Tan idiota eres o...? – lo miró a los ojos. – Oh, no. No te lo hiciste tú, ¿verdad?

-          Pues... la verd-

-          No, no te lo hiciste tú. Mierda, Rubén, ¿por qué siempre vienes a mi casa golpeado? – se dirigió hacia la puerta, más enfadada que otra cosa. – Ven. – exigió, desapareciendo por el umbral.

-          Hum... Ánge-

-          ¡Que vengas!

-          Vale. – murmuró, caminando con la cabeza gacha.

Bajar las escaleras costaba más que subirlas. Por suerte, Ángela no lo miró mientras descendía, así que se tomó la libertad de sujetarse las heridas del abdomen a la vez que bajaba un escalón detrás de otro.

Se encontró con ella en el salón, sentada en una silla. Frente a ella tenía otra, para Rubén. En su regazo sostenía una caja de zapatos de cartón.

Rubius caminó, un tanto rengo, y se sentó frente a ella con una mueca. Pudo ver que, dentro de la caja, había algodón, una botella de agua oxigenada, vendas y varias pastillas.

Ángela comenzó a mojar un algodón con el agua oxigenada.

-          Oye, - dijo Rubén. – no hace falta que-

-          ¿Cómo pasó?

-          ¿Eh?

-          ¿Quién te hizo eso?

-          Em... pues...

-          ¿Tú te lo buscaste?

Rubén frunció el ceño.

-          Claro que no. – aunque tendría que pensarlo mejor.

-          ¿Estás seguro?

-          No lo sé, ¿vale? – se defendió. – No.

-          Entonces, ¿por qué tienes la cara tan hecha mierda?

-          ¿Tan mal estoy? ¿En serio?

Ángela sacó un espejito de la caja de zapatos y lo puso frente a él, mirándolo con una ceja alzada.

A Rubén le dolió ver su cara. El puñetazo de Eric le había dado justo en el pómulo; el hematoma, una mezcla increíble de violeta, azul y rojo, se había extendido hacia su ojo, acabado justo donde comenzaban las pestañas inferiores, y hacia su mentón, muriendo en su barbilla. Tenía el hueso hinchado y la piel raspada. Le sorprendió cómo Ángela no lo había visto en la oscuridad, si parecía que un artista furioso le había arrojado acrílicos a la cara.

-          Auch. – murmuró.

-          Sí, - coincidió Ángela. – auch. – guardó el espejo en su lugar y tomó el algodón mojado. Se lo acercó lentamente y con cuidado a la herida del pómulo. Rubén sabía que era probable que Fernando o (que Dios se haya apiadado de él) Red ya le hubieran desinfectado todas las lastimaduras. Pero no se movió. Era bonito que alguien se preocupara por ti a veces. - ¿Entonces? – insistió ella. - ¿Cómo sucedió?

-          Pues... agh. – el algodón estaba frío, y el agua oxigenada ardió contra su cara. Su rostro se contrajo, lo que le provocó más dolor. – Yo... agh, bueno... Ay, duele. Digamos que... hay gente...

-          ¿A la que no le agradas?

-          Sí.

-          Sí, me dí cuenta de eso.

-          Y... esta gente... - decidió ir al grano, más o menos. – amenazó a un amigo mío para que me llamara. Yo fui a donde estaba él y... bueno... pasó esto. – se señaló la cara.

-          Mierda. – murmuró ella. - ¿Y tu amigo está bien, o está así como tú?

-          No, no. Él... Él está bien. – recordó a Fernando llorando sobre su hombro. Sí, a él no lo habían golpeado. Pero le habían apuntado directo a la frente con un arma. A Rubén nunca le había pasado algo tan crudo. De alguna forma, pensó, Fernando se llevó la peor parte.

-          Bueno, creo que es un poco injusto, si puedo opinar. Esto te dejará una marca por meses.

Si tanto se preocupaba por el golpe que tenía en la cara, mejor ni le mostraba las heridas del estómago.

-          ¿Qué les has hecho a esta gente para que quisieran golpearte tanto, joder?

Pues, los he golpeado hasta deformarles la cara, ¿eso cuenta?

-          No lo sé, no importa. – evadió la pregunta.

-          ¿Cómo que no importa? Mira si vuelven a atacarte. Claro que importa. Tiene que haber sido algo muy-

-          No es nada. – comenzó a ponerse nervioso. No quería hablar de ello.

-          Pues yo no creo eso. Se nota que te odian mucho. Tienes que haber metido la pata de una forma increíble-

-          Ángela. – Rubén la miro, ahora serio. Su tono de voz se agravó, sus ojos se ensombrecieron. – He dicho que no importa.

Ella bajó la mirada.

Se hizo un silencio que se estiró incómodamente.

Ángela tiró el algodón en una bolsa y guardó la botellita en la caja. Parecía cohibida. Se levantó de la silla sin mirarlo y llevó el botiquín a la cocina.

-          Ángela. – la llamó. Ella no lo miró. Estaba colocando la caja en un estante. – Oye. – intentó, pero no se volteó. Rubén suspiró. Se levantó de su asiento con una mueca de dolor y se acercó a la cocina, apoyándose en el umbral. – Ángela...

-          Está bien. – dijo, pasando por su lado, sin mirarlo. – De veras, no tiene importancia. – comenzó a acomodar las sillas. Rubén no pudo detectar si en su voz había sarcasmo o no. Así de complicado era vivir con Ángela. Todo el tiempo pendiente de si la habías cagado o solo te pareció.

-          Yo-

-          Si no quieres hablar de ello, vale. – alzó las manos en señal de rendición. Buscó algo más que acomodar, pero no lo encontró. – No tienes que hacerlo. – pasó otra vez por su lado y salió de la cocina, dirigiéndose a las escaleras. - ¿Sabes? Por mí, que te golpeen cuando quieras. Que te golpeen todos los días, si es necesario. Que te caguen a palos. No me interesa.

Rubén la siguió despacio. Ángela había comenzado a subir los escalones. En un dos por tres, ya estaba por la mitad.

-          Ángela.

Ella siguió subiendo.

-          Ángela.

-          ¿Qué? – se frenó en seco y lo miró desde arriba, con el ceño fruncido. Aguardó.

-          Gracias. – soltó Rubén. – Por preocuparte.

Comenzó a caminar hacia la puerta de entrada. Oyó que Ángela descendía un par de escalones.

-          ¿A dónde vas? – preguntó. Él no pudo ver su expresión.

Se volvió un poco.

-          Y esto – se señaló la herida de la cara. – yo me lo busqué. Y no me arrepiento de haberlo hecho.

Se giró hacia la puerta una vez más, solo que, esta vez, no se volvió.

-          ¿A dónde vas? – preguntó Ángela.

Pero Rubén abrió la puerta y salió.

Rubén analizó los pros y los contras de salir de detrás de la pared.

Pros: detendría todo aquello. Podría golpear a Red (desde la mañana y varios días antes que venía deseando hacerlo). Podría gritar.

Contras: Mangel lo vería todo golpeado. Si golpeaba a Red, seguramente le dolería más a él mismo que a Red. Los padres de Mangel y probablemente los vecinos escucharían los gritos. Maia lo creería un monstruo. Lo miraría con ojos tristes. Probablemente Red le contaría a Mangel que le había salvado la vida, cosa que no quería afrontar, ni en ese momento ni nunca.

Y Mangel...

Mangel lo miraría...

No. No podía salir de detrás de esa pared. Los contras eran demasiado fuertes.

Aunque los pros...

Maldita sea, pensó Rubén, enfurruñado consigo mismo, jalándose del cabello.

Estaba apoyado contra la pared lateral de la casa de Mangel, la que daba al callejón. Nadie sabía que estaba allí. Sólo él y su conciencia. ¿Cómo cojones había acabado escondido ahí? No tenía idea. Pero, si no era a Mangel, ¿a dónde iría? No tenía otro hogar.

Hogar, pensó. Mi hogar... mi hogar está a diez metros de mí. Y está hablando con la cosa más despreciable de las cosas despreciables – porque eso era Red. Una cosa despreciable –.

Mangel estaba caminando hacia el porche. Rubén planeaba acercarse con sigilo por detrás y saltarle encima (a la mierda las heridas, ¿a quién le importan?). Necesitaba de eso. Necesitaba de su risa.

Fue entonces cuando Red apareció y la cagó completamente. Llamó a Mangel desde la calle, quien se plantó a mitad del camino de grava que serpenteaba hacia el porche. Red se le había acercado y habían estado hablando desde entonces, durante unos tres minutos.

Y Rubén se había quedado helado durante esos tres minutos, debatiéndose entre salir y moler a Red a golpes o quedarse ahí y esperar a que se fuera.

Se asomó un poco para ver mejor. No tenía idea de qué mierda podían estar conversando. Su ira se lo impedía. Era demasiado ensordecedora. Le retumbaba en los oídos al ritmo de su corazón.

Tum-tum, tum-tum.

Calla, coño, quiero escuchar.

Tum-tum, tum-tum.

Mierda.

-          Oh... - escuchó que decía Mangel. – Y... esto... ¿por qué llegaste tarde hoy?

-          ¿Hoy? – Red lo pensó. Por un momento, Rubén creyó que lo había visto. Aunque, si lo hizo, no lo demostró en absoluto. – Hoy me quedé ayudando a un amigo.

Mangel no dijo nada. Rubén casi podía verlo frunciendo el ceño.

Red se inclinó hacia Mangel y lo miró más de cerca.

-          Te ves triste. – soltó.

-          ¿Eh? – balbuceó Miguel.

-          Te ves triste. – repitió. – Es por tu novio, ¿verdad?

Rubius se tensó de pies a cabeza, como un alambre. Se mordió la lengua para no soltar un gran y enfurecido ¿¡QUÉ DICES, CABRÓN!?. Luchó contra el impulso de separarlos. De interponerse. De empujar a ambos en direcciones opuestas.

-          ¿Qué? – murmuró Mangel.

-          Por Rubén. – aclaró Red.

Como si hiciera falta, masculló Rubén para sus adentros. Está claro quién es su novio aquí, gilipollas.

Pero entre toda esa sarta de maldiciones que quería soltarle, había una duda mucho más inquietante que todas.

¿Le contará todo?

Y todo lo que Rubius podía hacer era esperar que no. Que Red, el muy pendejo, no dijera nada.

-          ¿Qué...? – soltó Mangel. – Sí, es decir... hoy no vino, pero...

-          Ya veo. – comentó Red. – Así que no lo sabes.

Rubén quiso golpearse la cabeza contra algo.

-          ¿Eh? ¿Saber el qué? – preguntó Miguel.

A Red se le formó una sonrisa torcida en la cara. No parecía tener la intención de contestar, ni siquiera cuando un Volkswagen azul oscuro se estacionó en la acera, ni cuando de él descendieron una mujer y una niña.

Por un momento de desesperación, Rubén las confundió con Ginny y su madre. Pero luego sus ojos se enfocaron en Maia y la madre de Mangel. La mujer cargaba con tres bolsas de compra y la niña arrastraba detrás de sí una mochila a rueditas. Maia corrió hacia Mangel.

-          ¡Hola! – saludó, dando un saltito. Se frenó para mirar a Red. - ¿Por qué tu cabello es tan rojo? – preguntó.

Rubén tuvo que sostenerse a algo para no salir y llevarse a Maia y a Mangel de allí. No quería que hablaran con Red, ni que lo vieran, ni que respiraran cerca de él. Maldita sea.

-          ¿Y tú quién eres? – inquirió Red.

-          Maia. – contestó ella.

-          Ah.

-          La hermana de Miguel.

-          Ah.

-          Ajá.

-          Ajá.

-          Bien.

-          Bien.

Maia se giró hacia Mangel.

-          ¿Dónde está Rubén?

El corazón de Rubius dio un vuelco.

-          Él... - titubeó su hermano. – no fue hoy a la escuela.

-          Oh. – Maia frunció el ceño.

Red parecía estar a punto de decir algo.

-          Maia, - lo cortó la madre de Mangel. – vamos adentro.

-          Pero-

-          Anda, vamos. – la empujó colocándole una mano en la espalda.

-          Vale. – murmuró la niña. Le echó una mirada a Red mientras subía los escalones del porche. – Adiós, pelo rojo. – saludó, y se metió en la casa.

-          No te quedes mucho tiempo fuera, Miguel. – le advirtió su madre. – Si quieres invítalo a pasar. – sugirió, y cerró la puerta detrás de sí.

Mangel se volvió hacia Red, con la boca abierta para decir algo, pero él se le adelantó.

-          No, gracias, ya me voy. – fue lo único que dijo.

-          Pero-

-          Solo, una cosa más. – lo miró con sus ojos saltones, atentos. ¿Es que nunca se cansaba de mirar así a las personas? ¿Cómo si siempre esperase algo de ellas? – Tú... lo quieres mucho, ¿verdad?

-          ¿Eh?

-          ¿A Rubén? Lo quieres mucho, ¿no?

-          Sí, ¿por qué? – contestó al instante. En seguida se dio cuenta de que había contestado un poco demasiado rápido e intentó reponer las palabras. – Es decir... sí, claro... pero... sí, o sea... ¿quererlo de... quererlo...? ¿De querer? Es decir...

Red asintió, asimilando la información.

-          De acuerdo.

-          ¿Por qué? – Mangel parecía bastante incómodo.

-          Para saber si hice lo correcto. – sonrió.

-          ¿De qué... - comenzó Mangel. Pero Red ya se había alejado. – ...hablas?

La figura de pelo rojo desapareció por la esquina. Rubén soltó el aire que había estado conteniendo durante todo el tiempo que llevaba allí. Sus ganas de golpear cosas se desvanecieron en el aire, dejándolo desinflado como un globo.

Y se quedó ahí, sentado contra la pared de la casa, igual de confuso que Mangel.

Ese era el momento de salir, comprendió. Era el momento en el que tendría que descubrirse, avanzar hacia Mangel y decirle << Estuve aquí todo este tiempo >>. Y disculparse. Por alguna razón. No sabía por qué, pero sentía que debía hacerlo.

Anda, sal, le decía su cerebro. Pero sus piernas no reaccionaban. Todo su cuerpo era un peso muerto, inservible, pesado. Luchó por sus pensamientos al principio. Intentó animarse, incentivarse para lograr ponerse en pie. Incluso llegó a esperar que lo viera Eric para que lo moliese a golpes otra vez; así quizá se levantaría. Pero luego se rindió. Así que se quedó ahí, deseando que nadie nunca lo encontrara, jamás.

Observó a Mangel caminar hacia el porche, aún un tanto atónito. Lo perdió de vista mientras subía los escalones. Escuchó la puerta al abrirse y al cerrarse.

Algo se removió dentro de él, quejándose. ¿¡Qué!?, se gritó a sí mismo para sus adentros. ¿¡Qué esperabas!? ¿¡Por qué mierda siempre esperas algo!? ¿A caso querías que Mangel te encontrara así? ¿En este estado asqueroso?

, se respondió. Solo quería que me encuentre.

Bueno, pues deja de esperar eso. No siempre va a encontrarte.

Cuando oyó el portazo, sus piernas se movieron, casi por cuenta propia. Se paró, enojado, y caminó hacia el jardín delantero, en dirección a la calle, echando humo.

Estaba tan cabreado consigo mismo que no se volteó ni una sola vez.

Salvo cuando la puerta de entrada se abrió y escuchó un << ¿Rubius? >>. Ahí sí se volvió.

La sonrisa que se le formó en la cara fue la más dolorosa de todas.

D A M N , B I T C H E S . ¿Qué les pareció? c:

Hice lo que pude, pero todavía creo que este capítulo quedó medio mal, el final medio borroso, AY NO SÉ. DÍGANME EN LOS COMENTARIOS. Que, por cierto, AMO SUS COMENTARIOS. AMO SUS VOTOS Y SUS LECTURAS <3 De verdad que me sorprende lo lejos que llegó el fic, y cada vez crece más :') SEIS MIL LECTURAS, OSEA, PLEASE, BITCHES.

PD: Ustedes hacen que cada línea valga la pena :)

PD2: Prepárense para el salseo.

PD3: LOS AMO.

PD4: AAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAA.

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