Son solo tres Palabras (Rubel...

By solcaeiro

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No puedes proteger a alguien todo el tiempo, pero él es capaz de hacer cualquier cosa por amor. Rubius desarr... More

Empezamos bien (Capítulo 1)
Tú miras pero no ves (Capítulo 2)
Amigos (Capítulo 3)
¿¡Perdonarte qué!? (Capítulo 4)
Chicos buenos y malos (Capítulo 5)
El gimnasio (Capítulo 6)
Problema (Capítulo 7)
Máquinas (Capítulo 8)
¿Por qué nunca puedes salvar a nadie? (Capítulo 9)
Como tener un gato (Capítulo 10)
Gracias (Capítulo 11)
El Hombre de sonrisa Cruel (Capítulo 12)
Confrontación (parte 1 y 2) (Capítulo 13)
La carta (Capítulo 14)
Sorpresa (Capítulo 15)
Una lluvia de Mentira (Capítulo 16)
El FuckingBlue (Capítulo 17)
En ese Instante (Capítulo 18)
Cebolla (Capítulo 19)
Red (Capítulo 20)
El Juego de los besos y todas esas Gilipolleces (Capítulo 21)
La Sonrisa más Dolorosa (Capítulo 23)
La Habitación (Capítulo 24)
¿Puedo contarte un secreto? (Capítulo 25)
Postre (Capítulo 26)
Destruido (Capítulo 27)
Fuera de Nuestro Control (Capítulo 28)
El Escape (Capítulo 29)
Porque Estoy Contigo (Capítulo 30)
Sola (Capítulo 31)
Fantasma (Capítulo 32)
"TAG del Psicólogo"
La Voz (Capítulo 33)
Las tres palabras (Capítulo 34)
Tu tristeza (Capítulo 35)
Todo (Capítulo 36)

Lo que no te Atreves a Decir (Capítulo 22)

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By solcaeiro

"A veces voy de camino a la escuela

y me pregunto:

¿qué sucedería si decido

no parar?

¿Qué sucedería si decido

seguir caminando

y que nadie nunca me encuentre,

jamás?

A veces me lo imagino.

Pero no es más que eso.

Una imagen".

-          Anne Grasse. — dijo Valgón, cerrando el libro sobre su escritorio. Echó una mirada a la clase detrás de sus gruesas gafas, que se le resbalaron hasta el borde de la nariz. — Una escritora y poeta inglesa, nacida en 1892. Esta — hizo hincapié en el libro. — fue su primera poesía. ¿Se imaginan qué edad tenía cuando la escribió? — preguntó. Aguardó en silencio a que alguien alzara la mano, pero sus alumnos no movían ni un dedo. La palabra lunes parecía impresa en sus rostros, en sus ojeras oscuras y sus ojos cansados. - ¿Nadie? — suspiró. - ¿Señorita Cepeda?

La chica alzó la mirada, dubitativa.

-          Hum... teniendo en cuanta que iba a la escuela, debe haberlo escrito de joven. Quizá unos... ¿quince años?

-          No. — negó Valgón rotundamente. - ¿Señorita Ramallo?

-          ¿Dieci...siete? — aventuró ella.

-          No. — volvió a negar. - ¿Señor Rogel?

-          ¿Huh? — soltó Mangel. Hubo algunas risas, Rubén entre ellas. — Eh... ¿doce?

-          Cerca. — comentó Valgón. - ¿Doblas?

Rubén alzó la mirada.

-          ¿Qué? — inquirió, alzando las cejas.

Más risas. La profesora no se inmutó.

-          ¿Puede decirme qué edad tenía Grasse cuando escribió esta poesía?

Rubén estuvo tentado en decirle << ¿cuál poesía? >>, pero se mordió la lengua. Cabrear a Valgón era uno de sus pasatiempos favoritos.

-          No lo sé. — respondió, sincero. - ¿Treinta?

-          Ocho. — corrigió Valgón, lanzándole una mirada dura. — Tenía ocho años. — parecía a punto de decir algo más, pero sonó la campana y todos comenzaron a recoger sus cosas con apuro, en un intento desesperado por escapar antes de que la profesora enviara tarea. No se salvó nadie. — Para la clase que viene, busquen, analicen y traigan un poema o poesía de un escritor inglés, de la época que quieran.

-          Creo que elegiré una época en la que no exista la poesía. — comentó Rubén, parándose al lado del escritorio de Mangel, que estaba acurrucado en su asiento con el buzo azul subido hasta el mentón. Titiritaba de frío.

Él rió.

-          Tío, yo que tú no me arriesgaría a cabrearla más. — sugirió Mangel. — Está hasta los huevos de ti ya.

-          ¿Qué? — Rubén miró a la profesora, que seguía en su escritorio, luego a Mangel y a la profesora otra vez. — Con Valgón nunca es suficiente.

-          Eso puede interpretarse de muchas maneras. — comentó, sonriendo. Tenía la nariz extremadamente roja, las gafas de lectura torcidas.

-          Joder, Mangel, te he dicho que no vinieras hoy.

Ambos habían ido a una fiesta el sábado, y habían vuelto muy, muy tarde. El sol estaba comenzando a asomarse cuando Rubén dejó a Miguel en el porche de su casa. Y, como eran un par de gilipollas geniales, el domingo también habían salido.

<< - Ve a buscarte un buzo, subnormal. — le había dicho Rubén, al verlo únicamente con una remera de mangas cortas.

-          Está bien así, joder.

-          No, no lo está. Ve a buscarte un abrigo.

-          ¡Que pareces mi madre! ¿Podemos irnos ya?

-          No me iré de aquí hasta que no te hayas puesto algo.

-          Pues adiós.

-          ¡Eh, cabrón! ¡Vuelve aquí! >>.

Podía decirse que Mangel había ganado, pero Rubén había tenido la última palabra cuando, en el porche de su casa, Miguel se despidió tiritando de frío.

-          Da igual. — dijo Mangel, levantándose. Rubius lo ayudó a recoger sus cosas.

-          Es un placer decir que te lo dije.

-          Calla.

Rubén puso el dorso de su mano sobre la frente de Mangel.

-          Hostia, estás volando, cabrón.

-          No exageres.

-          No estoy exagerando. Te llevaré a cas-

-          Doblas. — llamó la voz de Valgón, desde el escritorio. El salón había quedado vacío, a excepción de ellos tres. — Acérquese un momento, por favor.

Rubén miró a Mangel.

-          Te espero fuera. — dijo Miguel, con los labios apretados, en plan << vas a morir >>.

Rubius asintió, en plan << lo sé >>. Mangel caminó hasta la puerta y cruzó el umbral, desapareciendo.

Rubén se acercó a Valgón con pasos pesados.

-          ¿Sí, profesora? — ironizó.

-          Me gustaría encargarle una tarea, Doblas.

-          Pf. — bufó Rubius. — Pues qué pena.

-          ¿Y si le digo que, si la hace bien, aprueba el año entero?

Rubén la miró sin poder creerlo.

-          Bien, creo que he despertado su interés. — comentó Valgón, rebuscando algo en su bolso. Sacó un pequeño cuaderno tapizado en cuero marrón. No parecía tener nada de especial, pero se lo tendió. — Me gustaría que anote todo en este cuaderno, Doblas.

-          ¿Qué...? — lo tomó. Era bastante pesado, por el cuero, supuso. Lo abrió. Todas sus páginas estaban en blanco. - ¿Que anote qué?

-          Todo. — repitió ella. — Todo lo que usted quiera decir. Su pasado, su presente y, por qué no, su futuro, si así lo prefiere. Empezando por esto. — sacó un papel doblado por la mitad, lo abrió y lo colocó sobre el cuaderno que sostenía Rubén.

Él no lo reconoció al principio, pero luego sus ojos repasaron las palabras escritas y reconocieron su propia letra. Era el papel que le había entregado el segundo día de clases, el de las tres palabras. El que decía la razón por la que había llegado temprano.

Claro, la recordaba muy bien.

Rubén guardó el papel dentro del cuaderno de cuero, bajando la mirada.

-          Sigo sin entender qué es lo que quiere que escriba. — dijo él.

-          Yo creo que sí, Doblas. — lo miró. — Para ponerlo más fácil, quiero que escriba todo lo que no se atreve a decir.

Él alzó la mirada hacia Valgón, sin saber qué pensar. La profesora parecía saberlo todo. Parecía saber sobre sus padres, sobre Ginny, sobre Ángela. Sobre su trabajo, sobre el gimnasio y sobre las peleas callejeras. Parecía saber sobre Mangel, y eso lo sorprendió. Aunque sabía que eso era imposible.

Porque es imposible, pensó.

¿Verdad?

Rubén no dijo nada. Guardó el cuaderno de cuero en su mochila, se la colgó al hombro y, sin siquiera volverla a mirar, salió del salón.

-          Eh. — oyó la voz de Mangel a su izquierda. Estaba apoyado contra la pared, al lado de la puerta. Se acercó a él.

De pronto, por alguna razón, lo asustó la idea de que hubiera oído la conversación.

No, razonó. Es imposible que haya podido oír algo con todo este ruido.

¿Verdad?

Ya no sabía ni se sentía seguro de nada. Nada en absoluto. No podía dejar de oír las voces. Las voces que gritaban, que reían y hablaban; hablaban mucho. Hablaban, y hablaban, y hablaban. Quiso salir corriendo. Ocultarse en un rincón. Quizá llorar un poco.

-          ¿Qué te dijo?

-          ¿Eh? — balbuceó. Quería correr. Ya. En ese instante, allí mismo. Esconderse de los gritos y las miradas. Esconderse de todo. Esconderse...

Pero entonces lo vio a los ojos. Y supo que por más secretos que Valgón supiese, por más ruido que hubiese en todo el mundo, Mangel seguía siendo Mangel. Él estaba ahí. Era su escape y su ancla. Era lo que lo hacía olvidarse de todo y a la vez poder sobrellevar las cosas.

Quiso abrazarlo, morir en sus brazos una vez más; si lo besaba, todo estaría bien. Lo sabía.

Pero todo lo que hizo fue ponerle una mano en el hombro.

-          Oh, nada, algo sobre la tarea. Vamos, te acompañaré a dirección.

-          ¿Qué?

-          Te acompañaré a dirección. Para que puedas decirle a la directora que te sientes mal.

-          ¿De qué hablas? Si no es para tanto, joder.

-          Vamos.

-          ¡Que no! ¡No exageres!

-          No estoy exagerando, solo me preocupo por ti.

-          Sí, vale, pero-

-          Anda, te acompaño a casa también, si quieres.

-          ¡Rubén!

-          Y abrígate bien.

-          ¡No exageres!

-          No estoy exagerando, solo me preocupo por ti.

-          Mangel, hablo en serio.

-          Yo también. Sigues exagerando.

-          No estoy exagerando. Piénsalo de esta forma. Si te mejoras hoy, saldremos mañana. Si hoy salimos, mañana pescarás una pulmonía o algo y no podremos siquiera vernos, porque faltarás al Instituto, por la terrible enfermedad terminal que habrás pescado si hoy salimos. ¿Entiendes?

Mangel suspiró, resignado.

-          Mira si eres gilipollas... - se volvió hacia la puerta de su casa, colocando las llaves en la cerradura.

-          Hey. — Rubén lo frenó en seco, rodeando su rostro con las manos. Lo obligó a mirarlo. Te amo, quería gritarle. ¿Lo entiendes? Te amo. — Solo me preocupo por ti, ¿vale?

Mangel, luego de mirarlo un buen rato, sonrió.

-          Odio amarte tanto. — comentó.

-          Es que soy irresistible.

Mangel rió. Su risa lo hizo sonreír.

Lo besó, apretando su rostro contra el suyo, atrayéndolo. Rubén se apartó primero, pero Mangel le mordió el labio inferior, impidiéndole alejarse.

-          Auch. — soltó Rubén.

Y, como una dulce venganza, volvió a acercarse y le mordió el labio inferior también, sobrepasando un poco la raya que separaba lo juguetón de lo ligeramente agresivo.

Rubius se apartó y lo miró, sonriendo. A Mangel se le habían comenzado a llenar los ojos de lágrimas.

Rubén soltó una carcajada.

-          Qué débil eres. — comentó por lo bajo. Se inclinó, lo besó para compensar el dolor, y se dio la vuelta, bajando los escalones del porche.

-          Odio cuando exageras... - oyó que murmuraba.

-          ¡No estoy exagerando! — sonrió.

Mangel entró y Rubén comenzó a caminar hacia la casa de Ángela.

Seguía siendo "la casa de Ángela" porque, por más que lo intentase (y vaya que lo había intentado), no podía sentir que la casa fuera suya. Tampoco sentía que pertenecía a la casa de su madre. No pertenecía a ningún lado. Estaba en el centro de todo y en el medio de nada, como siempre.

El único sentido de pertenencia que tenía era hacia Mangel, y le incomodaba un poco admitir esto. De alguna forma, sea el lugar que sea estaba bien si estaba Mangel. Era lo único de lo que estaba seguro.

Ese pensamiento lo calmó lo suficiente como para poder cargar con el peso de sus dudas. Pero el efecto fue menguando conforme se alejaba de la casa de Mangel. Y el cuaderno de cuero en su mochila se fue haciendo más y más pesado. Se sentía expuesto, débil, vulnerable.

Tuvo que contenerse para no correr cuando divisó la casa de Ángela. Apretó el paso. Subió los escalones del porche de un salto, sacó las llaves, abrió, pasó y cerró la puerta a sus espaldas, apoyándose en ella con el corazón a mil. La desesperación quedó opacada por la música y el olor a café.

Y así era todos los días de su vida. Era un sentimiento con el que tenía que lidiar cada mañana y noche, dejando de lado las tardes porque solía pasarlas con Miguel.

Solo que, usualmente, no sentía que su mochila pesara diez toneladas. Usualmente no sentía un cuaderno clavándosele en la espalda, quemándolo con su presencia. Estaba seguro de que debía de tener ya una marca.

Avanzó hacia las escaleras, con las piernas aún temblando. Al pasar por el umbral de la cocina, Ángela lo saludó con la mano, su rostro oculto tras una taza de café, con sus apuntes desparramados sobre la mesa. Rubén le dedicó una sonrisa torcida, algo trémula.

Subió los escalones, estremeciéndose con cada crujido de la madera, y se encerró en su cuarto. Se encerró, en serio. Con llave. Era una medida de seguridad innecesaria, pero lo tranquilizaba un poco.

Revoleó su mochila en cualquier dirección; esta se deslizó por el piso y se detuvo de un golpe seco contra el armario. Rubén se lanzó de un salto a la cama. En vez de rebotar como lo hacía en el colchón de su casa, se hundió entre las mantas como si se hubiera zambullido en la nieve. Se quedó así hasta que perdió la noción del tiempo. Podrían haber sido minutos y podrían haber sido años.

-          Mi vida apesta. — murmuró.

No digas eso, le dijo la parte razonable de su mente.

¿Por qué no?, se defendió su resignación.

Porque sabes que no es así.

¿Ah no?

Pues no.

Entonces ¿por qué mi padre es un gilipollas? ¿Por qué me ha echado de mi propia casa? ¿Por qué mi madre y mi hermana lo defienden? ¿Por qué no puedo hacer nada bien? ¿Por qué me despidieron? ¿Por qué mi profesora cree conocerme? ¿Por qué tengo que joder a Ángela quedándome en su casa? ¿Por qué...? Dime, si eso no es apestar, no sé que lo es para ti.

¿Mangel apesta?

El corazón de Rubén dio un vuelco. Mangel no apestaba, no apestaba en absoluto. Mangel... era lo mejor que tenía.

Pues... no.

Entonces, ¿por qué dices que tu vida apesta? Creo que no estás siendo muy justo con él.

Es cierto, pensó Rubén. Estoy actuando como un gilipollas.

Suspiró. Se levantó de la cama y se acercó a su mochila. Sacó el cuaderno de cuero sin miedo y lo puso sobre el escritorio. Se sentó, lo abrió, tomó un lápiz y...

Y nada. No sabía qué poner. ¿Qué pretendía Valgón que pusiera? ¿Su vida? ¿Por dónde empezar? ¿Su pasado? Su pasado era una mierda. Y su presente era más complicado que su pasado.

Empieza por algo que sepas, pensó.

Vale.

Y escribió:

<< Mi nombre es Rubén Doblas Gundersen >>.

Al menos de eso estaba seguro.

Bueno, es un buen comienzo, se animó.

Esto es una gilipollez.

¿Y ahora qué pongo?

Pon algo que te defina, ¿no?

¿Algo que me defina? ¿Qué me define?

<< Mi nombre es Rubén Doblas Gundersen. Soy un chico >>.

Bien, eres un chico, ¿y...?

<< Mi nombre es Rubén Doblas Gundersen. Soy un chico y estoy enamorado de un chico >>.

Oh, vamos, ten un poco de huevos.

<< Mi nombre es Rubén Doblas Gundersen. Soy un chico y estoy enamorado de Miguel Ángel Rogel >>.

Se apartó y leyó las líneas varias veces. No sabía qué pensar, salvo que las palabras le parecían correctas, verdaderas, estaban... bien.

No sabía cuánto tiempo había pasado, pero el sol ya estaba bajando. Se deslizaba suavemente hacia el horizonte, escondiéndose detrás de las casas y los árboles. Pronto ya casi no quedó luz en la habitación. No quería levantarse a encender la lámpara, pero quería seguir escribiendo, pero no podía. ¿Por qué todo tenía que ser tan complicado? ¿Por qué no podía escribir con la poca luz que quedaba? ¿Por qué el hombre no podía ver en la oscuridad?

Menudo manco es el humano, pensó. Y lo llaman el rey de la cadena alimenticia...

Se sobresaltó con el sonido de su móvil. Con una sacudida y varios pestañeos, se metió la mano en los bolsillos y rebuscó, pasando desde las llaves a los auriculares, y de los auriculares a su móvil.

Miró la pantalla.

Fernando.

-          ¿Eh? — se le escapó entre los labios.

Fernando, el hombre del gimnasio, se había preocupado cuando Rubén había dejado de ir al gimnasio de un día para el otro, sin previo aviso. Incluso se había tomado la molestia de llamarlo al móvil. Y, cuando Rubén decidió que sólo iría los sábados con Mangel, Fernando le había seguido dando su salario (que no era mucho, pero era mejor que nada).

Fernando no hablaba con él salvo las breves palabras que cruzaban los fines de semana, como un simple << Buenos días >> o << ¿Puedo usar esta máquina? >>. Aún así, Rubén lo valoraba mucho, al hombre y lo que había hecho por él.

Pero le extrañó que lo llamase un lunes.

Atendió.

-          ¿Hola?

-          Rubén. — dijo Fernando.

-          Sí, ¿qué pasa?

-          Nada, yo... quería saber cómo estabas.

-          ¿Yo? — frunció el ceño. Aquello sí que era extraño. Nunca había visto a Fernando como un amigo, sino, más bien, como un colega. — Eh... bien, bien, supongo. ¿Tú?

-          Esto... bien. Escucha, ¿podrías pasar por aquí un minuto?

-          ¿Qué?

-          Si podrías venir aquí, al gimnasio.

-          Eh... pero, ¿por qué? ¿Pasó algo?

-          ¡No! No, solo... esto... tengo que hablar contigo.

-          Pues dime.

-          No. No... esto... no es algo que se pueda hablar por teléfono. Te espero aquí. — dijo, y colgó.

-          Va...le. — murmuró Rubius al teléfono.

De todas formas, ya no había luz para escribir.

Rubén estaba parado frente a la puerta del gimnasio. Su nariz casi chocaba contra el cristal; un cartelito de color rojo con letras blancas se burlaba de él desde el otro lado del vidrio.

<< Cerrado >>.

Iba a llamar a Fernando cuando le llegó un mensaje. Miró la pantalla.

Está abierto.

Miró hacia el interior. Solo un tubo de luz fluorescente estaba encendido sobre el escritorio. Lo demás estaba a oscuras. Y vacío.

Aquello comenzaba a darle mal rollo.

Empujó la puerta. Esta se abrió con facilidad. Menuda mierda. ¿Es que no podía trabarse o algo? Así por lo menos tendría una excusa para irse a casa.

Sus pasos resonaron contra el piso, produciendo eco. Nunca se había sentido tan pequeño. La oscuridad agrandaba los espacios y él se achicaba.

Apretó el paso hacia la luz, pero, cuando llegó (con el corazón a mil y un nudo en el estómago) no había nada, ni nadie. Ni Fernando, ni ningún sonido, ni ninguna nota. Miró a su alrededor.

-          ¿Pero qué cojones...? — murmuró.

En eso le llegó otro mensaje.

Estoy en la parte de atrás.

Rubén miró hacia el fondo del gimnasio. ¿Había una parte de atrás? ¿En serio? ¿Y tenía que ir hasta allí? Como si no diera mal rollo el hecho de que esté todo a oscuras, ahora tenía que ir hasta "la parte de atrás". Es como pedir que entres al sótano de una casa abandonada, joder.

Se rehusó a cruzar la puerta gris que lo miraba desde la pared del fondo. Tomó su móvil y marcó el número de Fernando. Lo llamó. Al principio solo sonaron dos tonos, pero luego comenzó a escuchar una música que venía desde afuera del teléfono, en alguna parte del gimnasio. Pudo identificar la melodía de un tono de llamada; se oía amortiguada, como detrás de una superficie. Rubén miró a su alrededor y comprendió, a medida que se acercaba, que la música venía desde detrás de la puerta de fondo.

Puso una mano sobre la superficie fría de metal, colocando la oreja sobre la puerta. Sí, el tono venía desde allí. No se oía nada más, y Fernando no atendía. La llamada saltó al buzón de voz y Rubén cortó.

Vale, acabemos con esta mierda.

Jaló del picaporte hacia abajo y tiró. La puerta daba a un ancho callejón, de paredes oscuras de ladrillo, sucias. Un fuerte olor a humedad y algo más hediondo lo golpeó. Un farol que venía desde la boca de la calle era lo único que le permitía ver algo.

Su primer pensamiento fue:

Fernando no puede estar aquí, que soy gilipollas y me he equivocado de puerta.

Pero luego unas manos aparecieron de alguna parte y tiraron de él hacia fuera. Rubén cayó de bruces al suelo. Sin darle tiempo a reaccionar, un puntapié se descargó en su estómago, produciéndole arcadas. Y luego otro, y otro, y otro. En algún momento vomitó a un costado.

Mientras se retorcía de dolor en el piso, con las manos sujetándose el abdomen, dos pares de brazos lo tomaron por el buzo y jalaron de él hacia arriba, obligándolo a pararse. Lo empujaron contra la pared y lo sostuvieron, mientras otro par de puños lo golpeaban en el mismo lugar. Una, y otra, y otra, y otra, y otra, y otra vez; y cuando parecía que iba a parar, cuando se detenía por un segundo a tomar aliento, exhalaba y los golpes regresaban, el doble de fuertes, de nuevo, de nuevo, de nuevo, de nuevo.

Los puños se detuvieron por dos segundos, disfrutando la tensión que quedaba suspendida en el aire. Y luego uno de ellos se descargó con la fuerza de un látigo sobre su rostro, girándole el cuello.

A eso le siguió una patada en la entrepierna. Rubén se encogió, aún sin poder utilizar los brazos, que estaban sujetos a sus costados por otras manos. Un puntapié en la rodilla derecha (que resonó con un fuerte crac) lo hizo tambalearse hacia delante; las manos lo soltaron y calló de cara al suelo, con el cuello aún doblado.

¿Qué?, era lo único que podía pensar. ¿Qué? Pero... no... ¿Qué?

Ya no sentía muchas partes del cuerpo, y a la vez le dolían. Su mente le decía a sus piernas que respondieran, pero estas no lo hacían. Solo le dolía el estómago. Dolía mucho. Estaba seguro de que tenía un agujero. Sí, eso debía ser. Un agujero en el estómago, con todos sus órganos saliéndose y derramándose. Por eso debía de doler tanto, ¿verdad?

El cuello comenzó a latirle. Su corazón debía de estar saliéndosele por la garganta, además. Sí, por eso dolía tanto también.

El ojo derecho había comenzado a hinchársele. Quizá era por las lágrimas que no podía dejar de soltar. Estaba llorando mucho, así que debía ser por eso, ¿a que sí?

Pero lo que no lograba entender era por qué no podía dejar de mirar a lo ojos de un hombre asustado. Era un hombre de unos veintitantos años, de cabello negro, corto, desconocido. ¿Desconocido? No, no, no era un desconocido en absoluto.

Joder, ¿cómo se llamaba este hombre?, pensaba su cerebro. Ya no controlaba ninguna parte de su cuerpo. Sentía que estaba desvaneciéndose, poco a poco, como si lo estuvieran borrando de una hoja de papel. Ni siquiera sus pensamientos eran suyos a este punto.

¿Cómo era su nombre? ¿Hernán? ¿Osvaldo? ¿Juan? No... no... Fernando, sí. Es él. ¿Qué hace aquí? ¿Por qué tiene tanto miedo? ¿Le hice algo malo? ¿Estoy muriendo, es por eso que me mira así? ¿Es porque está de rodillas delante de un sujeto que le apunta con un arma, es eso? Sí, sí, es por eso.

Entonces otro rostro se interpuso en su campo de visión, tapando a Fernando y dando lugar a un rostro más joven, que tenía una gran sonrisa en la cara; a Rubén le pareció diabólica.

Joder, ¿cómo se llamaba este tío?, pensó otra vez. ¿Mario? ¿Elías? No, joder, no. ¿Eric, quizá? Sí,, sí, Eric, debe ser él. ¿Qué está haciendo aquí? ¿Por qué me mira así?

-          Pedazo de hijo de puta. — dijo Eric. Rubén se dio cuenta de que tenía el oído derecho tapado. — No eres tan valiente ahora, ¿eh?

¿Qué?, quiso decir, pero su garganta no respondió. De hecho, lo único que podía hacer era mirar y escuchar, a medias. El resto de él se había desvanecido, y pronto comenzó a perder la visión también. Varias manchas negras empezaron a aparecer.

El pié de Eric pisó la cara de Rubén, apretándolo con la suela mugrosa de su zapato.

-          No eres tan genial — apretó aún más. — con un arma apuntando a tu amiguito, ¿eh? ¿Ves a este idiota? — señaló a Fernando. Rubén lo miró sin comprender. — Este pequeño malnacido aceptó a llamarte en el primer instante en el que las cosas comenzaron a ponerse feas. — restregó su pié contra su cara. — Odio a la gente así, ¿tú no? — inquirió, inclinándose hacia Rubén. - ¿Eh? ¿Qué dices? ¿Que tú también? — sonrió. — Pues qué suerte. Entonces estarás de acuerdo en que mi amigo jale del gatillo, ¿ah? Anda, ¿qué opinas?

Se apartó de Rubius y caminó hacia Fernando. Rubén no podía moverse. No entendía nada, pero aún estaba algo consciente como para tener miedo. Intentó revolverse en el suelo, incorporarse, mover un dedo, pero en el momento exacto en el que se propuso a hacerlo, el dolor que se había amortiguado regresó, punzante, insistente, y no pudo mover un músculo. Todavía no entendía muy bien lo que iba a hacer Eric. No caía en la cuenta de que si jalaba del gatillo, el cuerpo de Fernando iba a caer, desplomado, sin vida. Muerto. Lo sabía, y sabía muy bien que debía impedirlo, pero no lo asimilaba. Ni podía.

-          Oh, espera un segundo. — Eric se frenó en seco. Volvió la cabeza hacia Rubén. - ¿Dónde está tu noviecito? — inquirió, volviéndose completamente. — Sí, sí, tu noviecito. No está aquí, ¿verdad? ¿Por qué no vino?

Rubén no comprendía de quién estaba hablando. A penas le quedaban fuerzas para seguir con los párpados abiertos.

-          El hombre dijo que él también vendría. — continuó Eric. — Sí, ¿cómo era el nombre de tu novio? ¿Daniel? ¿Miguel?

-          ¿Te refieres a Mangel? — dijo una voz.

Eric se volvió bruscamente hacia el subordinado que sostenía el arma. Ahora estaba con las manos alzadas, el revólver en el suelo. Temblaba de miedo y cerraba los ojos con fuerza para no ver el arma que se apretaba contra su sien derecha. Al arma le seguía una mano, y a la mano, una persona.

Entre todo el embrollo de nombres y personas que tenía en la cabeza, Rubén solo pudo reconocer el nombre Mangel.

Mangel, pensó. Mangel, este sujeto conoce a Mangel. ¿Mangel me ha enviado ayuda? ¿Mangel sabe que estoy aquí?

Sintió un miedo irracional a que estuviera viéndolo en ese momento. Por alguna razón, no quería que lo viera. No así. Derrotado. Vencido. Besando el polvo.

De pronto lo recorrió un ataque de ira, desprecio hacia sí mismo.

¿Qué cojones estoy haciendo en el suelo?

Quiso doblar la rodilla derecha, pero un fuerte crack y un dolor punzante le hicieron cambiar de idea. Movió los brazos para incorporarse, pero se mareó y se desplomó otra vez.

Eric lo miró, amagando con lanzarse hacia Rubén. Pero la persona dijo:

-          Aléjate de él.

Eric miró a la persona.

-          ¿Y tú quien eres?

-          Atrás. — exigió, apuntándolo a él ahora.

El matón retrocedió unos pasos, con las manos en alto.

Rubén había comenzado a perder la visión, más que antes. El dolor comenzó a desvanecerse, igual que sus pensamientos y todo su cuerpo.

Llegó a ver cómo la persona le decía algo a Fernando, quien lo miraba, sorprendido; se acercó a Rubén con cuidado, intentando no hacer contacto visual con los matones. Fernando habló, pero los sonidos se habían tornado extraños y las palabras, amortiguadas.

Se mantuvo consciente lo suficiente como para pasar un brazo alrededor de los hombros de Fernando, quien lo impulsó hacia arriba para levantarlo, antes de que se desmayara.

Lo último que vio fue el rostro de la persona.

Y su único pensamiento fue:

No, por favor. Él no.

No estuvo seguro de haberlo dicho para sus adentros o en voz alta, pero Red ladeó la cabeza, confundido, curioso.

Y luego todo se desvaneció.


DAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAMN. ¿QUÉ OS PARECIÓ?

Salseante, ¿eh? Oh si, nenas. Eric is come back (?) Ay yo se que lo quieren c: *le pegan* Pobre mi Ruby D: Sé que falta salseo... salseo... bueno, ya saben de lo que estoy hablando... ejem ejem e.e Pero TIEMPO AL TIEMPO. Los haré esperar como perras. A no seeeeeeeeer...

PD: ¿RUBALGÓN? (Rubén y Valgón) JAJAJAJAJA Oh por dios no. Aunque si yo tuviera un alumno tan sexy lo haría e.e

PD2: Anne Grasse no existe, lol. Todas las poesías y versos que hay en el fic son originales de mi cabezota c:

PD3: AAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAA

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