Son solo tres Palabras (Rubel...

By solcaeiro

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No puedes proteger a alguien todo el tiempo, pero él es capaz de hacer cualquier cosa por amor. Rubius desarr... More

Empezamos bien (Capítulo 1)
Tú miras pero no ves (Capítulo 2)
Amigos (Capítulo 3)
¿¡Perdonarte qué!? (Capítulo 4)
Chicos buenos y malos (Capítulo 5)
El gimnasio (Capítulo 6)
Problema (Capítulo 7)
Máquinas (Capítulo 8)
¿Por qué nunca puedes salvar a nadie? (Capítulo 9)
Como tener un gato (Capítulo 10)
Gracias (Capítulo 11)
El Hombre de sonrisa Cruel (Capítulo 12)
Confrontación (parte 1 y 2) (Capítulo 13)
La carta (Capítulo 14)
Sorpresa (Capítulo 15)
Una lluvia de Mentira (Capítulo 16)
El FuckingBlue (Capítulo 17)
Cebolla (Capítulo 19)
Red (Capítulo 20)
El Juego de los besos y todas esas Gilipolleces (Capítulo 21)
Lo que no te Atreves a Decir (Capítulo 22)
La Sonrisa más Dolorosa (Capítulo 23)
La Habitación (Capítulo 24)
¿Puedo contarte un secreto? (Capítulo 25)
Postre (Capítulo 26)
Destruido (Capítulo 27)
Fuera de Nuestro Control (Capítulo 28)
El Escape (Capítulo 29)
Porque Estoy Contigo (Capítulo 30)
Sola (Capítulo 31)
Fantasma (Capítulo 32)
"TAG del Psicólogo"
La Voz (Capítulo 33)
Las tres palabras (Capítulo 34)
Tu tristeza (Capítulo 35)
Todo (Capítulo 36)

En ese Instante (Capítulo 18)

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By solcaeiro

Y cierras los ojos y duermes,

ahí,

como si todo no fuera más que lluvia.

Mojada. Seca.

Y luego no despiertas y me interrumpes mientras escribo,

como si el mundo te perteneciese.

Odio eso.

Amo eso de ti.

Esa semana pasó lentamente, tanto que fue casi dolorosa. Rubén sentía que su mente no era capaz de reaccionar, como si sus pensamientos también fueran tardíos y pesados. En clase apoyaba los codos sobre la mesa, el rostro sobre las manos y se quedaba así toda la hora, sin querer ni poder despertar de su letargo, sin pensar nada en concreto. Caminaba de forma monótona; un paso y otro, un pie adelante, atrás, y otro más. Sus ojos no tenían muy presente lo que pasaba a su alrededor. Varias veces se había chocado con otras personas y solo entonces salía de su aturdimiento, para pedir disculpas.

No era capaz de mirar a Mangel a los ojos por más de dos segundos. Por alguna razón, siempre que se cruzaban sus miradas, Rubén no sentía su corazón. Lo perdía por ahí, en alguna parte de su pecho. Tenía esa conocida sensación que le provocaban sus ojos de perderse, de extraviarse en esa mirada. Pero, de un respingo que le costaba la vida conseguir, apartaba la vista, con una sonrisa dibujándosele en los labios, irreprimible.

Contrólate, se decía. No, ni se te ocurra...

Pero un el eco de un te amo resonaba en su cabeza. Quería besarte porque te amo.

Es cierto, ¿vale? Ahora, contrólate.

Pero se sonrojaba inevitablemente. ¿Qué se suponía que tenía que hacer después de haberle soltado aquello así, sin más? ¿Eh? ¿Acercársele y besarlo? ¿Acercársele y hablarle? ¿Acercársele y sonreírle? No estaba muy seguro de poder acercársele sin tropezar, o sin que le temblara la voz, siendo incapaz de mirarlo a los ojos.

Normalmente él no era así. Solía tener confianza en sí mismo, la suficiente. Y sin embargo, con Mangel era...

Sigue siendo extraño, pensaba.

La mañana de ese sábado, abrió los ojos sabiendo exactamente dónde estaba.

Todas los días, al despertar en una cama que no era suya, bajo un techo que no era suyo, con un sol escurridizo que, sentía él, tampoco era suyo, no podía evitar preguntarse << ¿Dónde estoy? >>, como si se hubiera quedado dormido en el tren y despertado cinco estaciones más adelante de las que debería. << ¿Por qué no estoy en mi casa? ¿Por qué...? >>.

Hasta que, claro, recordaba que era la casa de Ángela y un resignado << Oh... >> resonaba en su cabeza.

La mañana de ese sábado, sabía exactamente dónde estaba. Lo sabía muy bien.

Se deshizo de la maraña de mantas que lo cubrían y se sentó al borde de la cama. Los ojos le ardían y sentía el cuerpo como una piedra.

-          Feliz cumpleaños, Rubén. – murmuró.

No se lo había dicho a nadie. Su cumpleaños le recordaba mucho a su familia. No hacían nada especial por ello, pero la diferencia estaba en que Ginny y su madre lo miraban con una sonrisa en el rostro, todo el día. Casi parecía que ellas se alegraban más que él.

Cállate, le dijo a sus recuerdos. Hoy es sábado y punto.

Sin embargo, él sabía que no era así.

Se puso en marcha para no seguir peleando contra sí mismo. Se lavó la cara, los dientes, y se puso la ropa para ir al gimnasio.

Bajó las escaleras de dos en dos, como si llegara tarde (sabía con certeza que llegaría media hora antes, como siempre), y se metió en la cocina.

Ángela estaba sentada en la mesa de madera con una taza de café entre las manos, los anteojos torcidos en el puente de la nariz y el pijama de los Roling Stones arrugado, el cabello revuelto como de costumbre.

Su mirada adormilada se posó en Rubén.

-          Hola. – saludó él. Ella no contestó.

Rubius nunca entendía por qué Ángela se levantaba tan temprano, y más los fines de semana. Tampoco se había animado a preguntárselo.

Se sirvió un plato con tostadas, un café con leche y se sentó en la mesa. Desayunaron en pleno silencio.

Y ahí estaban, las palabras que se le amontonaban en la garganta, apretujándose, queriendo salir todas juntas y, al mismo tiempo, sin atreverse. Siempre le pasaba eso con Ángela. Sentía que tenía que decirle algo, que debía hacerlo. A veces pensaba en soltarle un simple << Gracias >>, pero nunca le parecía el momento adecuado.

Así que, otra vez, sin decir nada, dejó el plato y la taza en el fregadero y salió a la calle, tragándose las palabras, mordiéndose la lengua.

Bajó las escaleras del gimnasio y observó la pequeña habitación, bordeada por bolsas de boxeo viejas y paredes gastadas, el ring elevándose a lo lejos.

Hacía varios entrenamientos que no podía centrarse. Se quedaba vagando por ahí, dando vueltas, o sentado en la banca. Pensaba en muchas cosas. Sus dedos encendiendo un cigarrillo, en una alarma que se disolvía en sus oídos, en un beso bajo la lluvia, en un callejón oscuro y frío, en los labios que habían respondido a los suyos. No podía entrenar, no así, no con esos recuerdos girando en torno a su mente. Porque, por más raro que pareciese, los golpes no le salían. Los pies no se le movían. Todo él parecía reacio a practicar, como si ya no lo necesitara.

Pero ese sábado los golpes le salieron solos. Sin calentamiento, sin siquiera detenerse a dejar sus cosas, fue directamente a su bolsa de boxeo y, dejando caer su mochila al suelo, golpeó la bolsa de arena con los nudillos fríos. Sintió agujas heladas clavársele en las manos, hiriéndolo. Pero lo le importaba. No podía dejar de hacerlo.

Ginny sacudiéndolo para que se despertase. << ¡Feliz cumpleaños, Ruby! >>. Su madre haciendo el desayuno en la cocina, sonriéndole. << Feliz cumpleaños, hijo >>. Su padre, que tomaba su cumpleaños como una razón más para beber, dándole dinero. << Ve y diviértete >>.

¡Ya basta!, se gritó. Pero no podía parar. Sonrisas y recuerdos, pesadillas y golpes, lágrimas y golpes. Golpes y golpes y golpes.

Y oyó unos pasos bajando la escalera.

Los latidos que habían resonado tan fuerte en su pecho desaparecieron por una fracción de segundo. Su corazón se detuvo y entró en pánico. Luego sus miradas se encontraron y los latidos regresaron, el doble de fuertes, gritándole "¡Aquí estoy, idiota!".

Se sintió estúpido.

Pero esa era la mejor de las sensaciones que había experimentado esa mañana.

-          Ho-hola. – saludó Mangel.

A Rubén se le escapó una sonrisa. Amaba eso de Mangel. Le arrancaba sonrisas, casi a la fuerza. Y, por momentos, todo parecía carecer de importancia. Todo perdía sentido, todo se hacía a un lado, todo era irrelevante.

-          Eh. – soltó. Sentía que el corazón iba a salírsele del pecho. - ¿Hoy vas a darme una tunda también? – se mofó.

Miguel pareció desconcertado un momento. Luego se sonrojó.

-          Siento eso. Yo... en realidad yo no...

-          Es coña. – lo tranquilizó. – Esa es la idea, así que rómpeme la cara hoy, ¿vale?

Mangel sonrió.

En el entrenamiento de ese sábado hubo más sonrisas de lo habitual. Por lo general, Rubén se tomaba bastante en serio el papel de profesor, como si de ese modo pudiese dibujar una línea entre su deber y sus sentimientos. Pero esa mañana no pudo hacerlo. La seriedad no le salía, le costaba reprimir una sonrisa y varias carcajadas se le escaparon muy a su pesar, hasta el punto en el que tuvieron que detenerse a respirar y sujetarse las costillas.

-          Gilipollas. – murmuró Rubén entre dientes, intentando recuperar el aliento.

-          Tú empezaste. – resopló Mangel. – Y no parezco un ganso.

-          Sí, lo pareces.

-          ¡No!

-          Que sí.

-          Vale, pues soy un ganso con moral y estoy orgulloso de serlo. – Rubén rió. – Creo que he hecho más ejercicio hoy que en toda mi vida.

-          ¡Qué dices! ¡No hemos hecho ni cojones!

-          Calla. Es demasiado para mí.

-          Si tú lo dices... - sonrió. Se sentó en el gastado suelo del ring y respiró hondo. Era increíble cómo una persona podía hacerte sonreír tanto en tan poco tiempo. Habían pasado horas ahí dentro, y cuando hablaba con Mangel sentía que el momento podía extenderse y extenderse igual que un chicle. Pero sentado ahí, con la clase finalizada y los minutos fríamente contados, la mañana parecía haberse pasado en cuestión de segundos.

-          Oye, - le dijo Mangel, sacándolo de sus ensoñaciones. Era algo que le ocurría muy seguido y Miguel debía extraerlo constantemente de la maraña de pensamientos que lo nublaba. - ¿te gustaría acompañarme a un lugar hoy?

El corazón de Rubén se detuvo. Lo miró.

-          ¿Eh?

-          Si te gustaría acompañarme a un lugar hoy. – sonrió.

-          Sí, claro. – soltó una risa. Está haciéndome lo mismo que yo le hice con el cumpleaños de Ángela. Gilipollas. - ¿A dónde?

-          A una... fiesta en la playa.

-          ¿Una fiesta en la playa? ¿Y por qué vas tú a una fiesta en la playa?

-          ¿Qué? Oh, bueno... unos amigos de mi anterior escuela me invitaron. – se encogió de hombros. – Y me dijeron que podía invitar a alguien, ya sabes. – Rubén se lo quedó mirando. No puede ser que me encantes tanto, pensó. Incluso sin saber que lo hacía, Mangel lo ayudaba siempre que lo necesitaba. – Si no quieres ir está bien. – soltó. Rubius comprendió que había malinterpretado su silencio. – No tienes por qué venir. Puedo decirle a Al o a Gwen...

-          ¡No! – reaccionó. Cálmate, se dijo. No desesperes. Actúa con naturalidad. – Quiero decir..., no, sí. Sí, iré.

-          Vale. – le sonrió. ¿Qué quieres decirme con esa sonrisa?, pensó mientras lo miraba. ¿Qué quieres decirme con todo? – Pasaré por la casa de Ángela a las ocho, ¿está bien?

-          Sí..., claro. – despierta, le decía la parte racional de su cerebro. Deja de mirarlo. Reacciona, mierda.

-          Ponte guapo. – sugirió Mangel. Sonrió y bajó del ring con cuidado, dejando a Rubén con la mirada perdida y una sonrisa de oreja a oreja.

Ángela no estaba en casa. Lo supo casi antes de cruzar el umbral de la puerta de entrada por dos razones: primero porque todas las luces estaban apagadas y, segundo, porque no se oía ni una brizna de música en el ambiente.

-          Qué extraño. – murmuró Rubén para sus adentros. – Ángela nunca sale.

Podía sonar muy sentimental, pero la casa se veía muy vacía sin Ángela. El olor a café se disolvía en el aire y las paredes parecían frías e imponentes. Incluso el sol que se colaba por las ventanas lucía triste.

Lo primero que hizo fue prender las luces y luego, muy a su pesar, puso algo de la música de Ángela.

Fue a dejar sus cosas en la habitación y tomó una ducha. Se puso cualquier cosa y, con el cabello aún húmedo y chorreante, bajó a la cocina. Miró el reloj. Eran las dos de la tarde.

Se hizo el almuerzo con lo que se encontró en la nevera y se tiró en el sillón del salón, sin saber muy bien qué pensar. Finalmente logró no pensar en nada y se durmió, soñando en negro.

Horas después, despertó a mitad de un ronquido sin razón aparente. Irguió la cabeza para ver el reloj por el umbral de la cocina. Las seis.

Aún tenía el cabello mojado y la siesta en el sillón le había pasado la cuenta; los pelos se le disparaban en todas direcciones y la cara se le había quedado marcada con el tapiz del sofá. Pero no se molestó en mirarse al espejo dos veces. Subió a su habitación y miró su ropa.

-          Una fiesta en la playa. – pensó en voz alta. - ¿Qué te pones para una fiesta en la playa?

No tenía mucho. Casi toda su vestimenta había quedado en su casa. Es decir, la casa de su madre. O la de su padre. Hala, su anterior casa. Así que no tenía mucho de lo que elegir.

Optó por unos pantalones cortos, que en realidad usaba para entrenar, una camiseta sin mangas (el toque especial estaba en que en la parte de los hombros y en el corte inferior parecía deshilachada) y unas zapatillas gastadas.

Pasó por el baño para lavarse los dientes e iba a bajar las escaleras cuando se miró en el espejo. Su pelo era demasiado normal, hasta el punto en que resultaba molesto. Se pasó la mano por la cabeza para despeinarlo. Demasiado despeinado. Volvió a alisárselo. Demasiado liso.

Estuvo un buen rato peinándose, probando distintas formas para que su pelo pareciese diferente, de alguna manera, hasta que sonó el timbre.

-          Mierda. – murmuró. - ¿Ya?

Salió corriendo, tomó un buzo rápidamente y descendió los escalones de dos en dos.

-          Vale. – susurró. Suspiró, se pasó una mano por el cabello y abrió la puerta.

Mangel iba con unos pantalones cortos y una remera, el cabello negro despeinado por el viento. Le sonrió.

-          Hum... ¿vamos? – señaló el auto aparcado en la acera.

-          Sí. – cerró la puerta detrás de sí y caminaron hacia la calle. - ¿Es tuyo? – señaló el automóvil con la cabeza. Era una camioneta negra, un Jeep.

-          No, es de papá. Con suerte me dejó traerlo.

-          ¿Sabes conducir?

-          Sí, algo así.

Rubén lanzó una risa.

-          ¿Cómo que "algo así"? Mira si me matas... - el día de mi cumpleaños, iba a decir, pero se mordió la lengua a tiempo. Hoy no es tu cumpleaños, intentó convencerse. Hoy solo es sábado y punto. Ya cálmate.

Por suerte, Mangel no se dio cuenta.

-          Tranquilo. Intentaré no matarte.

-          ¿Y tú qué?

-          Si chocamos y te lastimas, no quiero estar vivo para que me golpees.

Rubén rió.

En el auto no hablaron mucho. Era una noche silenciosa y despejada. No alcanzaba a ver las estrellas desde la ventana, pero sí un cielo abierto y oscuro. Las luces pasaban con velocidad, iluminando su rostro de a intervalos, alumbrando algunas zonas y otras dejándolas en la penumbra. El aire frío le sacudía el cabello, helándole el rostro como un escalofrío constante. No se oía nada; solo el viento rugiendo en sus oídos.

Rubius no conocía el camino a la playa, pero parecía bastante deshabitado. Las casas lucían más viejas que en la parte de la ciudad que él conocía, más tristes y solitarias. No había ni rastro de gente por las calles, ni luces en las ventanas.

Divisaron el muelle en unos veinte minutos, a lo lejos. Una gran barrera de troncos altos ocultaba la vista de la playa; se parecía más a un fuerte que a cualquier otra cosa. Al llegar al final de la calle, doblaron a la izquierda, de manera que el muro de madera quedaba a centímetros del rostro de Rubén. Si sacaba la mano por la ventana y extendía el brazo, podía tocarlo con los dedos.

A medida que avanzaban, el auto subía por una rampa que ascendía levemente. Poco a poco, la barrera de troncos fue quedando cada vez más baja, hasta que, de forma brusca, la playa se abrió paso como una enorme fotografía.

Era una imponente extensión de arena, recortada de manera suave por las olas que lamían la orilla. El mar estaba en calma, tranquilo, con apenas un leve vaivén; el sol aún resistía en el horizonte, aferrándose al océano con rayos débiles y naranjas, aunque la noche ya le había ganado el cielo, oscuro, maravilloso. Más abajo, donde la arena era más opaca, había una enorme (y cuando digo enorme es, en efecto, enorme) fogata. El fuego bailaba sobre las maderas quemadas, lanzando chispas hacia la negrura de la noche. La luz de la fogata dejaba ver, claramente, que no había nadie.

Al principio pensó que quizá, desde la distancia, había visto mal, que las personas no se veían porque, incluso con el fuego y todo, estaba bastante oscuro.

Pero al bajar del auto y comenzar a acercarse vio que, de verdad, no había nadie.

-          ¿Qué...? – murmuró. Se volvió hacia su izquierda para mirar a Mangel, pero no estaba. - ¿Pero qué...?

Entonces se dio la vuelta y una voz cortó el aire.

-          ¡Enciéndanlos!

Se encendieron unos reflectores alrededor del perímetro de la fogata, cegándolo. Se tapó la cara con los brazos, escondiéndose de la luz.

-          ¿Qué cojones...? – soltó.

Cuando su vista se acostumbró al fulgor y pudo, a medias, alzar la cabeza, se encontró frente a una multitud de personas que gritaban.

-          ¡Sorpresa!

-          ¿¡Eh!? – los miró a todos.

Al grito le siguió una tanda de carcajadas y silbidos, y luego todos se avecinaron sobre él.

-          ¡No! ¡Esperen! ¿¡Qué hacen...!?

Unas manos lo tomaron por los brazos y otras por las piernas. Juntos, lo alzaron y lo cargaron encima de las cabezas de todos, llevándolo hacia el mar. En la maraña de manos, cabezas y gritos de euforia, Rubén se sintió unas repentinas ganas de reír, y de llorar, y de gritar; de revolverse para caer en la arena y correr y de dejarse llevar por la marea de risas que lo sostenía.

Pero antes de que pudiese tomar una decisión, su cuerpo cayó al mar como una bolsa de arena. El agua salada lo recibió colándose por todos lados, helándolo hasta los huesos y amortiguando el golpe. Su espalda se posó sobre la arena con un escalofrío suave y el agua de mar le entró por la nariz, luego en la boca.

Se impulsó hacia la superficie con manos y pies y respiró aire fresco, tosiendo y escupiendo sal. El agua le llegaba hasta las rodillas. Estaba congelado y la ropa se le pegaba al cuerpo. Se sacudió en cabello, quitándoselo del rostro, y miró a su alrededor.

-          ¿Qué...?

Las personas reían alegremente, mirándolo desde la orilla, con las piernas mojadas. Al principio no podía distinguir quiénes eran, pues los reflectores recortaban las siluetas, pero una vez que su vista se acostumbró, vislumbró los rostros de sus amigos. Todos sus amigos. Al frente pudo ver a Jeffrey, Rex, Ky, Gus, Patty, May, y otros del colegio; detrás de ellos estaban Boone, Vicky, Lily, Emma, Dam, y muchos más que conocía desde hacía tiempo; a un costado, incluso, estaban Al, Gwen y Ángela, riendo de su confusión. Nunca había visto a Ángela reír tanto.

Y Mangel se carcajeaba delante de todos ellos.

Luego de un momento de reconocer sus emociones (felicidad, alegría, miedo, ganas de gritar, ganas de meter la cabeza en la arena como un avestruz), lo abordó la indignación.

-          ¡TÚ! – gritó, corriendo hacia Mangel.

Este advirtió que se dirigía a él y la sonrisa se le borró del rostro. Soltó un grito y comenzó a correr hacia la orilla. Rubén lo siguió. Las piernas le pesaban, pero luego lo alcanzó con facilidad, salpicando agua por todas partes. Rodeó a Mangel por detrás y lo envolvió en sus brazos. Se dejó caer al agua, llevando a Mangel consigo, hundiéndolos a ambos.

-          ¿¡Cómo es que no me dices nada!? – le soltó una vez que sus cabezas salieron al aire. Miró a Jeffrey, que estaba cerca de ellos. - ¡Y TÚ! ¡PEQUEÑO CABRÓN! – dio un salto y empujó a Jeffrey por las piernas, haciéndolo caer. - ¡Y TÚ! – miró a Ángela, que era la que más se reía. - ¡Seguro lo sabías todo desde el principio!

-          ¡Sí! – gritaron algunos. - ¡Ella lo organizó!

-          ¿Qué? – Ángela miró a los rostros que la observaban como si fuese un trozo de carne. - ¿Qué dicen? Yo no haría tal-

-          ¡A ELLA!

Todos se abalanzaron sobre la pobre muchacha. Intentó correr, pero tropezó y la alcanzaron pronto. La levantaron por encima de las cabezas y la llevaron mar adentro. Rubén sonrió. Sus amigos, que a penas conocían a Ángela, algunos que no la conocían, e incluso Al, la tiraron al mar como si fuera una vieja amiga. Eso era lo que amaba de todos ellos.

Jeffrey, en un pequeño atrevimiento, tomó a Gwen de la cintura y la arrojó al agua. Ella miró a Jeffrey, con resentimiento al principio, pero luego las carcajadas le ganaron y tiró de él hacia abajo, hundiéndolo también.

Rubén buscó a Mangel. Había salido del agua y estaba parado en la orilla, con la ropa empapada, muriéndose de frío.

Se le acercó. Buscó algo que decir, cualquier cosa, desde un comentario sarcástico hasta un << te amo >>, pero él se le adelantó.

-          Ángela lo hizo todo. – comentó. – Ella nos comunicó la idea a Gwen, a Al y a mí, y nosotros a Jeffrey, y él... bueno... a todo el mundo. – sonrió. Se volvió hacia Rubén. - ¿Por qué no nos habías dicho que era tu cumpleaños?

-          Yo... - al principio pensó en contestar con un simple << No lo sé >>, pero no pudo hacerlo. Quería que alguien lo supiera, que alguien lo escuchara. Y ahí estaba Mangel, esperándolo con los brazos abiertos y una pregunta en los labios. – Supongo que me recuerda demasiado a mi familia; ya sabes, feliz cumpleaños, hijo, y todo eso.

-          Sí... - apartó la mirada. – lo entiendo.

Se quedaron mirando la escena. Finalmente, todos habían decidido arrojarse al mar. Algunos chicos se habían quitado las camisetas y aullaban mientras tomaban a las chicas en brazos y las lanzaban, se empujaban unos a otros, chapoteándose. Ángela hablaba y reía animadamente con Al y Gwen, que se salpicaban entre ellos.

Rubén miró a Mangel. Estaba tan perfecto, así, con el cabello mojado y las gotas cayéndole por el rostro, el boceto de una sonrisa en los labios, los ojos iluminados de oscuridad.

Iba a besarlo. Lo había decidido y estaba acercándose a él cuando alguien gritó << ¿Y SI BEBEMOS ALGO? >>, y un coro de voces contestó << ¡SÍ! >>. Entonces todos salieron del agua entre risas y gritos, acercándose a ellos. Rubén estaba girando la cabeza cuando Jeffrey vino corriendo y saltó sobre él, colgándosele como un koala. Tuvo que hacer un esfuerzo para no caer.

-          ¡A que no adivinas quién trajo qué!

-          Tú trajiste cervezas. – aventuró.

-          ¡EXACTO!

-          Qué novedad. – murmuró.

-          Cállate y dí gracias.

Sonrió.

-          Gracias.

-          ¡SÍ! – exclamó, al parecer sin razón alguna, y salió corriendo.

-          Qué cowboy más extraño. – comentó Mangel.

Rubén rió. Iba a decirle algo cuando Gus, el hermano mellizo de Ky, se le acercó y le pasó una brazo por lo hombros.

-          Anda, - le dijo, tirando de él. – hasta te trajimos una toalla.

Tuvo que tragarse las palabras por quinta vez en el día. Rubius vio que Mangel se había vuelto hacia Al, Gwen y Ángela, que reían y se salpicaban entre sí. Sonrió para sus adentros; luego miró a Gus.

-          Es que lo habéis planeado todo, cabrones... - y se acercaron a la fogata.

Por supuesto, alguien había llevado un equipo de música y lo había conectado a la batería de un auto. Todos vitorearon y, con las toallas aún colgadas a los hombros y los buzos puestos por encima de la ropa mojada, comenzaron a bailar alrededor de la fogata.

Rubén quería hablar con todos al mismo tiempo, preguntarles por qué habían hecho todo eso y gritar. Sentía unas terribles ganas de gritar. Si de euforia o de frustración, eso no lo supo; pero tenía el grito en la garganta, ardiendo de deseos de salir.

Se acercó a Ángela. Ella lo miró y rió, probablemente por la cara de indignación que tenía implantada en el rostro.

-          ¿Tú hiciste esto, verdad?

-          Sí, bueno... supongo que te lo debía. – le sonrió.

-          Mira si eres gilipollas...

-          Eh, que soy una genio.

Rubius la miró y negó con la cabeza.

-          No, no lo eres.

-          Vale, como digas, señor cumpleaños.

-          ¿Tú...? – la pregunta le salió disparada. - ¿Cómo lo supiste? Que era mi cumpleaños, ¿cómo lo supiste?

Ella puso los ojos en blanco y, de no haber estado tan oscuro, Rubén habría podido jurar que se había sonrojado.

-          Bueno... una vez en primaria, un viernes, era tu cumpleaños y llevaste un pastel. Recuerdo que tú querías prender las velitas para que te cantaran el feliz cumpleaños. Pero la maestra no te había dejado. Y cuando ella se fue del aula por un momento, le pediste el encendedor a Barry (no sé si te acuerdas de él; era ese idiota que había repetido el año dos veces y se creía genial porque fumaba), y prendiste las velas. Todos nos acercamos a cantarte cuando el humo llegó al techo y se encendieron los detectores. Fue genial. Todos alucinábamos con la lluvia. Recuerdo que tú saliste corriendo. – rió.

Rubén soltó una carcajada.

-          Sí, lo recuerdo. – miró a Ángela, pensativo. - ¿Y tú...? ¿Tú recordaste el día de mi cumpleaños?

-          Prefiero recordarlo como el día más épico de mi infancia. Después del día en que conocí a Bob Esponja en persona, claro.

Rubén rió.

-          Eres increíble. – fue lo único que logró decir.

Ella se lo quedó mirando como si fuera la octava maravilla del mundo.

Se hizo un silencio incómodo. Rubén no sabía qué más decir y Ángela parecía completamente abochornada.

-          ¡Eh, Rubius! – le gritó una voz.

Él se volvió.

-          Boone. – sonrió. Boone era un tipo extraño. Parecía que no sabía lo que era un corte de cabello (su pelo negro que le llegaba por los hombros lo necesitaba urgentemente) y tenía una mirada tan oscura que sus ojos parecían delineados. Era algo gótico. – ¿Cómo estás, tío? No te he visto desde el Dubstyp.

Boone se acercó a él y le dio un abrazo amistoso.

-          He estado mejor. – se encogió de hombros.

-          ¿En serio? ¿Necesitas que te dé otra paliza como aquella vez?

Boone rió.

-          No, gracias.

Ambos habían comenzado con el pie izquierdo. Una cosa llevó a la otra y terminaron golpeándose en la puerta del FuckingBlue a las seis de la mañana. Luego otra cosa llevó a la otra y resultaron ser grandes amigos. Rubén ni siquiera recordaba por qué habían peleado.

Se quedó hablando con Boone y con un par de personas más hasta que su cerebro comenzó a adormecerse. No por el alcohol (no había bebido más de una lata de cerveza), sino porque, simplemente, todo era tan maravilloso que parecía un sueño, irreal, demasiado bueno para ser verdad.

Pasó un buen rato y la batería del auto se agotó. La música paró de pronto en un corte brusco y todos abuchearon. Alguien gritó << ¡TRANQUILIZAOS, COÑO! >> y un par de chicos trajeron de sus automóviles unas guitarras. Lo habían previsto todo. Las chicas silbaron en señal de apoyo y todos fueron a sentarse alrededor de la fogata.

Rubén se apartó en silencio. Era una escena hermosa de la que no merecía formar parte. El fuego los abrazaba en colores cálidos, acogedores, consolándolos del frío. Las melodías de las guitarras se combinaban entre sí, tocando canciones que algunos cantaban en voz alta y otros acompañaban con aplausos o vítores, abrigados por un cielo que se cernía sobre ellos como una manta.

Buscó un rostro entre la multitud, pero no lo encontró.

Habían apagado los reflectores. Se apartó del círculo de luz que alumbraba la fogata y se adentró en la oscuridad. Necesitaba estar solo, admirar todo desde lejos para poder asimilarlo.

Más adelante divisó un mirador, cerca del muro de troncos. Era una estructura de madera con una escalera y un balcón, simple, solitario y perfecto. La arena fría le acariciaba los pies descalzos mientras se acercaba. Se metió las manos en el bolsillo del buzo y se subió la capucha para protegerse del viento, sin poder librarse del olor a sal que llevaba consigo. Subió los escalones de madera con la arena raspándole la planta de los pies y, en la cima, se quedó quieto.

Debí haberlo supuesto, pensó. Tú siempre estás en donde se supone que no tienes que estar.

Se acercó con pasos silenciosos, pasando por delante del cuerpo sentado de Mangel, quien dio un respingo al verlo, y se acostó en el suelo, apoyando la cabeza en el regazo de Mangel. Cerró los ojos.

-          ¿Qué haces aquí? – preguntó Rubén.

-          Pues... - respondió la voz dubitativa de Miguel. – esto... Respiro, supongo. ¿Tú?

-          Estaba harto de la gente ya. – confesó.

Mangel soltó una risa.

-          ¿En tu cumpleaños?

Rubén se encogió de hombros.

-          Sea mi cumpleaños o no, la gente sigue siendo gente.

Se quedaron en silencio un momento. Rubén mantenía los ojos cerrados. Restos de la música de las guitarras llegaban a sus oídos con el viento, volviéndolo dulce, melodioso. Podía sentir la respiración de Mangel en su cabeza, casi como imitando el sonido de las olas. Inhalaba, exhalaba. Y el mar succionaba, y rompía.

Otra vez, sentía que formaba parte de un sueño, demasiado perfecto y cruel para ser real; como si, de un momento a otro, fuera a abrir los ojos y a despertar en la cama de la casa de Ángela, entre mantas y decepciones.

-          Rubius... - dijo Mangel. Rubén sonrió. - ¿Eh? ¿Por qué sonríes?

Decidió decirle la verdad.

-          No lo sé.

-          Y supongo que eso es lo mejor. Porque las mejores cosas no tienen sentido, ¿no era así?

-          Tú eres una de las mejores cosas que me sucedieron. – una vez que comenzó, no pudo parar. Abrió los ojos y buscó las palabras en el cielo nocturno. – Y no tiene sentido, ¿sabes? Tú no tienes sentido, y eso me encanta pero es que eres... eres tan...

Mangel se agachó y lo besó. Fue tan rápido, a penas un segundo, que Rubén se preguntó si de verdad había sucedido. Aunque sus labios lo habían captado a la perfección.

-          Cállate. - espetó Mangel.

Una sonrisa fue extendiéndose por su rostro, lenta y tentadoramente. Alzó los brazos, tomó el rostro de Miguel entre sus manos y volvió a traerlo hacia él, exigente, implacable, y lo besó otra vez.

Ahí.

En ese instante.

Existe un momento, un preciso momento en el que te preguntas si puedes vivir para siempre. Es ese segundo en el que te encuentras viviendo mil vidas al mismo tiempo, siendo mil personas y existiendo mil veces. Y sientes que todo es tuyo y que nada te pertenece. Que puedes conseguirlo todo y que no tienes nada. Y no te importa, porque no importa, porque en ese instante, cuando escuchas el sonido de las guitarras mezclarse con el romper de las olas, envolviéndose con el viento que te revuelve el cabello mientras tienes entre tus manos el rostro de la persona que amas y esta te sonríe, nada importa.

Y no sabes por qué.

Y eso te encanta.

Fin de la temporada uno.

Okay:

DAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAMN.

Listo, tenía que hacerlo.

OH DIOS MIO. Tranquilos, no voy a dejar de subir capítulos. Solo terminó la temporada uno c: En un tiempo (no muy largo) subiré la segunda tal y como la primera. PERDÓN POR HABERME ESFUMADO EN EL AIRE, EN SERIO. Larga historia. EN FIN. ¿QUÉ LES PARECE? :'D

Gracias por todo el apoyo, en serio. Sus comentarios, sus votos, sus simples lecturas me ayudaron a seguir escribiendo. Me arrepiento completamente de haber pensado en siquiera dejar el fic (antes, cuando no lo leían tantas personas)

Y ¡¡OMFG, DOS MIL PUTAS VISITAS, OSEA...!! LOL. Gracias, son lo más :')

PD: no sé si eso de conectar un equipo de música a "la batería del auto" se puede hacer, o si es legal o algo por el estilo, así que LOL, ME LA JUEGO.

PD2: AAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAA

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